— No se desanime — le dijo Ambrose—. Por la mañana nos iremos de aquí.
— ¿Está seguro?
— Absolutamente. Había planeado seguir los otros puntos muertos superiores del cielo, pero todo se está poniendo muy difícil… Hoy he cancelado lo del helicóptero, y de todos modos dudo que me hubieran permitido utilizarlo.
Snook tragó más alcohol.
— Boyce, ¿por qué está tan seguro de que Felleth estará listo para intentar una transferencia la próxima vez que…
— Es un científico. Sabe tan bien como yo que mañana por la mañana las condiciones serán óptimas para el experimento.
— Óptimas, pero no únicas. He estado pensando en lo que dijo usted, y veo que cuando la superficie de Averno emerja habrá dos puntos muertos superiores; uno apuntando al norte, y el otro al sur. Pero eso sólo es aplicable a esta longitud, ¿verdad? ¿Y si se estuvieran desplazando? Con un poco de tiempo y un fondo financiero internacional, usted podría resolver el problema. ¿Y los polos? Allí tiene que haber muy poco movimiento, salvo el lateral…
— Parece que ha estado pensando en serio — Ambrose alzó la taza parodiando un brindis—. ¿Dónde conseguiríamos apoyo financiero internacional? En este momento la que trata de frenarnos es nada menos que la ONU…
— Pero esa es sólo una reacción inicial.
— ¿Qué quiere apostar?
— De acuerdo… Pero, ¿y en cuanto a lo demás?
— ¿Pueden los avernianos viajar a voluntad por el ecuador? ¿Tienen tierra en las zonas templadas? ¿Pueden llegar siquiera a los polos norte y sur?
Snook sondeó en su fragmentaria segunda memoria.
— No lo creo, pero…
— Créame, Gil. Mañana por la mañana es el momento apropiado para el experimento.
Snook se llevaba la taza a los labios cuando captó la significación de la última frase de Ambrose.
— Oiga… Es la segunda vez que lo ha llamado como experimento. ¿Significa eso que no todo está planeado y seguro?
— Claro que no — dijo Ambrose con una sonrisa extraña y resignada—. Ese papel que usted escribió hará avanzar veinte años nuestra ciencia nuclear cuando lo lleve a Estados Unidos, pero su amigo Felleth ha llevado muy lejos su física teórica. He observado todas sus ecuaciones e interacciones, pero con toda franqueza no estoy capacitado para saber si funcionarán o no. A mí me parece que son correctas, pero no estoy seguro de que Felleth tenga éxito. Además existe la posibilidad de que lo logre y muera al llegar.
Esta novedad dejó pasmado a Snook.
— ¿Y de todos modos lo intentará?
— Creí que lo entendería, Gil — dijo Ambrose—. Felleth tiene que correr este riesgo para demostrar que la transferencia es posible. Su pueblo necesita un rayo de esperanza, y lo necesita pronto. Por eso debemos seguir.
— Entonces… ¿Usted piensa que si demostramos que el sistema funciona, la Tierra después los recibirá?
Ambrose sonrió con elegancia, inclinando el cigarrillo con los labios como un galán cinematográfico.
— Aprenda a pensar en grande, Gil. Los tiempos están cambiando… Queda casi un siglo para evaluar las decisiones a tomar. Dentro de cincuenta años podríamos recoger a los avernianos en el cielo con naves espaciales.
— Bueno, mald… — Snook se sintió obligado a estrecharle la mano al otro—. ¿Sabe? Lo tenía considerado como un grandísimo hijo de perra.
— Lo soy — le aseguró Ambrose—. Es por pura suerte que esta vez tengo la posibilidad de disimularlo bien.
En ese momento se les unió George Murphy, que se acariciaba el vendaje de la mano derecha.
— Iré al hospital de la mina para que me den una inyección o algo. Creo que he hecho demasiado esfuerzo con esta mano.
— Le llevaré en coche — le dijo Ambrose.
— No. A pie llegaré en un par de minutos, la lluvia casi ha parado — Murphy se marchó en la oscuridad.
— Iré contigo — le dijo Snook, corriendo para alcanzarle.
Cuando se alejaron del foco de las lámparas portátiles de Ambrose el paso se volvió más difícil y ambos tuvieron que caminar con cuidado, aun con los Amplite puestos, hasta que llegaron al brumoso resplandor verde que rodeaba los edificios de la mina. El del hospital estaba tan oscuro y muerto como los demás.
— Aquí están las llaves — Murphy le entregó a Snook un racimo tintineante—. ¿Puedes buscarme la número ocho?
— Creo que sí. Si puedo reconstruir un motor de aviación, tendría que poder… — Snook guardó silencio un segundo, sondeando con las gafas el lugar en sombras, luego bajó la voz—. No mires, George, pero hay alguien detrás de ti.
— Qué curioso — susurró Murphy, tanteándose los cordones del impermeable con la mano izquierda—. Te iba a decir lo mismo.
— ¡Quietos! — quien vociferó la orden era un hombre joven y alto que había salido de detrás de una esquina del bajo edificio. Vestía impermeable militar y un casco con barras de teniente. Un parche de gasa blanca le cubría el ojo derecho. Cuando Snook reconoció a Curt Freeborn le invadió una profunda tristeza; miró a su alrededor para estimar las posibilidades de escabullirse, y vio que se les acercaban tres soldados con machetes desenvainados. Eran los mismos hombres que habían encontrado en Cullinan, y esta vez, al parecer, estaban decididos a que las cosas salieran de otro modo.
— ¡Vaya suerte! — dijo Freeborn—. Mis amigos favoritos… El gracioso hombre blanco y su amigo Tom.
Snook y Murphy se miraron en silencio.
— ¿Ninguna ocurrencia graciosa, señor Snook? — sonrió Freeborn—. ¿No se encuentra bien?
— Lo que me gustaría saber — dijo Murphy, tratando aún de desatarse los rígidos y resbaladizos cordeles de plástico del impermeable con la mano izquierda— es por qué cuatro presuntos Leopardos van por la oscuridad arrastrándose como ratas.
— No te hablaba a ti, basura.
— Calma, George — dijo ansiosamente Snook.
— Pero sin embargo es interesante — insistió Murphy—. El coronel, por ejemplo, habría llegado con todas las luces encendidas. A mí me parece que…
Freeborn cabeceó ligeramente, y casi de inmediato algo le dio a Murphy en la espalda. El impacto fue tan ruidoso, acompañado por el crujido sordo del plástico, que Snook pensó que el cabo había golpeado a Murphy con el flanco del machete. Luego vio que Murphy caía de rodillas y, con el rabillo del ojo, que el cabo extraía la hoja con dificultad. Aferró a Murphy y palpó la alarmante flojedad de los músculos y brazos; un peso muerto que le arrastraba inexorablemente al suelo. Snook se arrodilló para acunar a Murphy con su brazo izquierdo, y le abrió el impermeable de un tirón. Metió la mano dentro para tocarle el pecho y descubrió horrorizado que aunque el tajo había sido por la espalda, toda la región del pecho estaba bañada por una humedad caliente. La boca de Murphy se entreabrió, y aun muerto olía a menta.
— Eso ha sido demasiado rápido — le dijo Freeborn al cabo, la voz vagamente recriminatoria, el rostro imperturbable detrás de los Amplite—. Has despachado muy pronto al tío Tom.
Snook se volvió para insultarle, pero la garganta le ahogó las palabras, las palabras que de todos modos no habrían atinado a expresar todo su dolor y su odio. Estrechó el cuerpo de Murphy y en la mano derecha, embadurnada de sangre, encontró una forma angulosa y familiar. En ese momento era la forma más hermosa del mundo, con una perfección metálica que excedía a la de la escultura más valiosa. Sin levantar la cabeza, Snook miró en torno. Pudo ver cuatro pares de piernas, y tal como lo había deseado, todas estaban en su marco de visión. En un solo movimiento, soltó el cuerpo de Murphy y se incorporó con la automática en la mano.