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Hubo un momento prolongado de silencio tenso y palpitante cuando encaró a los cuatro hombres.

— Podemos llegar a un acuerdo — dijo con calma el teniente Freeborn—. Sé que no apretará ese gatillo, pues ya ha esperado demasiado. Los de su clase necesitan actuar con el impulso del momento. Lo que acaba de ocurrir es lamentable, lo admito. Pero no hay razones para que no podamos reparar…

Snook le descerrajó un tiro en el estómago, y el cuerpo arqueado saltó contra la pared. Luego se volvió hacia los tres soldados, que ya echaban a correr. Empuñando la automática con ambas manos, apuntó al cabo y apretó de nuevo el gatillo. La bala le atravesó el hombro y le hizo dar un ridículo giro sobre sí, de tal modo que quedaron frente a frente. Snook disparó dos veces más, y cada vez el plástico del impermeable del cabo cimbró como una vela en la tormenta. Siguió disparando hasta que el hombre cayó y pudo tener la seguridad de que ya no volvería a moverse. Los otros dos se perdieron de vista.

El sonido y el movimiento cesaron.

Cuando al fin Snook recobró el dominio de sí mismo, inhaló profundamente, temblando, y se guardó la automática en el bolsillo. Sin mirar de nuevo a Murphy, regresó al lugar donde había dejado a su grupo. Cuando estuvo cerca, le salieron al encuentro con caras de ansiedad.

— ¿Qué ha pasado? — preguntó Ambrose—. ¿Dónde está George?

Snook siguió caminando hasta que pudo quitarle a Quig la botella de brandy de entre los dedos, sin encontrar gran resistencia.

— George ha muerto. Nos hemos topado con el joven Freeborn y tres de sus hombres, y han matado a George.

— Oh, no — murmuró Prudence, y Snook se preguntó si ella había adivinado que se trataba del mismo grupo de Cullinan.

— Pero no es posible — dijo Ambrose, pálido y tenso—. ¿Por qué iban a dispararle a George?

Snook empinó la botella antes de menear la cabeza.

— Con George han utilizado una panga. Quien ha disparado he sido yo… Con esto — sacó la automática del bolsillo y la sostuvo a la luz para que pudieran verla. Tenía la mano ennegrecida de sangre.

— ¿Le has dado a alguno? — preguntó Helig con voz profesional.

Prudence miró el rostro de Snook.

— Sí, ¿no es cierto?

Él asintió.

— Le he dado al teniente Freeborn. Y al hombre que mató a George. A quemarropa.

— Esto huele muy mal, muchacho… ¿Me permites? — el periodista tomó la botella, se sirvió brandy en una taza y se la devolvió a Snook—. En media hora más este lugar será un hervidero de tropas.

— No hay más que hacer, entonces — dijo Ambrose con voz apesadumbrada—. Se acabó.

— Especialmente para George.

— Sé como se siente, Gil… Pero George Murphy alentaba este proyecto.

Snook pensó en Murphy, el hombre con el que había entablado amistad hacía apenas unos días, y le asombró lo poco que sabía de él. No tenía idea de dónde vivía, o siquiera si tenía familia. Todo cuanto sabía con certeza era que a Murphy le habían matado porque era valeroso y honesto, porque era leal con los amigos y los mineros que trabajaban para él. George Murphy habría querido que el proyecto de transferencia continuara, y cuanto más asombroso el resultado, mejor, pues cuanto mayor interés suscitara en el mundo, menos oportunidades habría de que se empleara la fuerza con los mineros.

— Tal vez nos quede tiempo — dijo Snook—. No creo que el joven Freeborn y su pandilla hayan actuado bajo órdenes. Si es que ha sido una iniciativa personal, lo más probable es que no les echen de menos hasta mañana.

Helig frunció el ceño dubitativamente.

— Yo no contaría con eso, muchacho. Los guardias del portón tienen que haber oído el tiroteo. Podría ocurrir cualquier cosa.

— Quien prefiera irse, mejor que se vaya ahora — dijo Ambrose—, yo me quedaré todo lo que pueda. Quizá tengamos suerte.

«¡Suerte!», pensó Snook. Se preguntaba hasta qué punto se podía relativizar el significado de una palabra. La botella de brandy aún tenía un tercio del contenido; dando por descontado que le correspondía, Snook se retiró al mismo rincón donde hacía apenas diez minutos había estado conversando con Ambrose. Diez minutos era un lapso muy breve, y sin embargo podrían haber sido años o siglos, pues le separaban de una época personal en que Murphy aún vivía. Su propia suerte, comprendía ahora, había empezado a abandonarle aquel día en Malaq hacía tres años, cuando respondió a la llamada de emergencia de la base aérea. Si examinaba más atentamente el encadenamiento de circunstancias, la emergencia provocada por el paso del Planeta de Thornton no había sido un acontecimiento aislado. Él había olvidado rápidamente ese vistazo a la esfera lívida en el cielo, pero los antiguos y los primitivos de hoy eran muy sabios al contemplar esas cosas como presagios de calamidades futuras. Averno había sufrido en ese momento, arrastrado fuera de la órbita. Y él, sin saberlo, había sido atrapado en el mismo maelstrom gravitacional. Boyce Ambrose, Prudence, George Murphy, Felleth, Curt Freeborn, Helig, Culver, Quig, no eran más que nombres de los asteroides que habían sido impulsados a una espiral fatídica cuyas fuerzas directrices emanaban de otro universo.

Mientras contemplaba la oscuridad bebiendo de la botella a sorbos regulares, Snook se negaba a admitir que la astronomía — la más remota e inhumana de las ciencias— hubiera ejercido en su vida un efecto tan devastador. Pero por supuesto se equivocaba al pensar que se trataba de algo remoto, especialmente ahora, cuando en diversos puntos del ecuador se avecinaba la era de la astronomía próxima. La gente podría ahora contemplar otro mundo desde una distancia de sólo unos metros. Y en pocos años más, cuando una vasta medialuna de Averno haya emergido de la Tierra, la astronomía quizá llegue a ser un entretenimiento masivo. En una noche oscura sería posible ver desde una colina, con las gafas de magniluct, la vasta cúpula luminosa del planeta extraño que abarcaba el horizonte y se elevaba en el cielo. La rotación de la Tierra permitiría a los observadores apreciar cada vez mejor la enormidad traslúcida del planeta, revelando detalles de las islas, las casas, la gente, y finalmente hundiría a los espectadores bajo la superficie de otro mundo; más tarde emergerían a la faz diurna, donde Averno resultaría invisible.

Snook descubrió que juguetear con pensamientos extravagantes le aliviaba de la angustia causada por la muerte de Murphy. Trató de visualizar la situación en unos treinta y cinco años más, cuando los dos mundos se superpusieran en sólo la mitad de un diámetro planetario. Cerca de las regiones ecuatoriales las dos enormes esferas se tocarían en ángulo recto, en cuyo caso los espectadores verían una pared vertical lanzándose hacia ellos a velocidad supersónica. En la superficie de esa pared, elevándose hacia el cielo también a velocidad supersónica, habría una procesión continua de detalles geográficos de Averno vistos directamente desde arriba. Se requeriría firmeza para no cerrar los ojos en el momento de la silenciosa intersección; pero el mayor espectáculo vendría al cabo de otros cincuenta años, cuando los dos mundos se hubieran separado por completo. Las direcciones del movimiento de rotación serían recíprocamente opuestas en el punto de contacto final. Para esa época las lentes de magniluct quizá se hubieran perfeccionado tanto que Averno parecería totalmente sólido. En ese caso habría instantes vertiginosos y desconcertantes en que sería posible ver la superficie de un mundo invertido pasando por encima de la cabeza del observador a una velocidad combinada de más de tres mil kilómetros por hora, bombardeando la visión con edificios y árboles suspendidos del suelo que, aunque insustanciales, atravesarían la percepción humana como los dientes de una sierra circular cósmica.