Y después, en el año 2091, vendría el espectáculo último, con el regreso del Planeta de Thornton.
El abismo que les separaba se habría dilatado en ese momento a casi cuatro mil kilómetros, lo cual significaría que para quienes usaran Amplite, Averno llenaría el cielo entero. La Tierra sería un planeta óptimo para observar la destrucción de un mundo…
Snook regresó abruptamente al presente, donde ya tenía bastantes problemas. Se preguntó si el resto del grupo, Prudence en particular, comprendían que él moriría pronto. Si lo comprendían, si ella lo comprendía, no se lo daban a entender. Podría haber prescindido de la simpatía de los demás, pero le habría hecho bien, mucho bien, que Prudence se le acercara con palabras de amor y pesadumbre y le permitiera acunarle la cabeza dorada en el hueco del brazo izquierdo. «Tu ombligo es una copa redonda que no necesita licor — pensó, recordando el antiguo cantar—, tu vientre es como una parva de trigo adornada con lirios.»
Ahora que lo pensaba, Snook empezaba a dudar de que el momento de intimidad en el coche de Prudence hubiera sido real. Otra posibilidad era que ella hubiera reaccionado tan distraídamente como si palmeara la cabeza de un cachorro perdido, y sin otra intención. La ironía era que aparentemente el gozaba de un extraño don telepático, pero para adivinar qué pasaba por la mente de una muchacha era tan torpe como un adolescente en su primera cita. A menos que uno estuviera rodeado por seres semejantes, la telepatía sólo serviría para intensificar la soledad, concluyó. No hay apartamento más solitario que aquel donde oyes los rumores de la fiesta del vecino.
Snook advirtió que se estaba emborrachando rápidamente, pero continuó bebiendo. Un cierto grado de embriaguez le permitiría aceptar con mayor facilidad el hecho de que no tenía modo de salir vivo de Barandi. También le permitía llegar a una decisión importante. Cuando llegara, el coronel Freeborn se dedicaría a buscar a Gilbert Snook, no a los demás integrantes del grupo. Y una vez que tuviera a Snook, probablemente le dedique toda su atención a él durante un buen tiempo, lo cual permitiría a Ambrose completar el gran experimento.
Por lo tanto era perfectamente lógico decidir que cuando los Leopardos llegaran a la mina, él les saldría al paso para entregarse.
Capítulo 13
El soldado estaba tan borracho que no habría podido permanecer de pie sin la ayuda de los dos policías militares que le aferraban los brazos. Por el aspecto del uniforme era obvio que se había caído más de una vez y había vomitado generosamente. Pese al aturdimiento, la presencia del coronel Tommy Freeborn le aterraba y refirió su historia en frases inconexas, mechadas de palabras swahili, que sólo tenían sentido para alguien que ya poseyera una imagen general. Cuando terminó de hablar, el coronel le miró con un desprecio implacable.
— ¿Está seguro de que era el hombre blanco, Snook, quien tenía el arma? — preguntó Freeborn tras una pausa.
— Sí, señor — la cabeza del soldado rodaba de izquierda a derecha mientras hablaba—. Y yo sólo hice lo que me dijo el teniente.
— Llévense este trasto — ordenó Freeborn.
Mientras los policías militares retiraban al soldado a empellones, el sargento que les acompañaba se volvió con una mirada inquisitiva. Freeborn cabeceó e imitó el acto de calarse un sombrero hasta las orejas. El sargento, que era un hombre servicial y sabía que el sombrero invisible era una bolsa de polietileno, saludó correctamente y se marchó.
En cuanto estuvo solo, el coronel Freeborn agachó la cabeza y pensó unos momentos en el hijo de su hermano. Luego llamó por radio e impartió una serie de órdenes destinadas a reunir un centenar de hombres en la boca de la Mina Nacional Número Tres. Recogió el bastón, se sacudió una mota de polvo de la camisa de manga corta y salió caminando con paso firme y mesurado hasta donde le esperaba el coche. Faltaban dos horas para el amanecer y el viento de la noche era frío, pero Freeborn rechazó con un ademán el abrigo que le ofrecía el conductor, y se acomodó en el asiento trasero del vehículo.
Durante el viaje desde Kisumu permaneció inmóvil, cruzando los brazos desnudos, y mentalmente distribuyó las culpas por la muerte de su sobrino. Una parte se la adjudicó a sí mismo: en su afán por erradicar las debilidades de Curt había presionado excesivamente al muchacho; una porción más grande le correspondía a Paul Ogilvie, sin cuya interferencia ningún extranjero indeseable se habría entrometido en el asunto de la mina, pero la culpa más grande le incumbía a Gilbert Snook, aquel payaso insolente a quien debieron matar como un perro el primer día que pisó Barandi.
Aún no era el momento de pedir cuentas a Ogilvie, pero en poco tiempo — en muy poco tiempo, se prometió Freeborn— Snook lamentaría que tres años antes no le hubieran asfixiado apaciblemente. Cada vez que pensaba en Snook, Freeborn tenía la impresión de abrir la puerta de un horno dentro de su cabeza, y a medida que se acercaba a la mina las llamaradas le enloquecían cada vez más. De manera que cuando llegó a la boca de la mina y vio una de las limusinas del presidente aparcada ante el portón, fue como una zambullida en las negras aguas del Ártico. Las formas lustrosas y relucientes del automóvil resultaban incongruentes contra el fondo de camiones militares y tropas vigilantes. Freeborn se apeó del coche y, sabiendo lo que se requería de él, fue directamente a la limusina y se sentó en el asiento trasero, al lado de Paul Ogilvie.
El presidente le habló sin volver la cabeza.
— Exijo una explicación, Tommy.
— La situación ha cambiado desde que… — extrañamente en él, Freeborn desechó las formalidades—. Curt ha sido asesinado por Snook.
— Ya me he enterado. Todavía sigo esperando que me expliques por qué están aquí estos hombres.
Freeborn sentía que las sienes le empezaban a palpitar.
— Pero… Acabo de decírtelo… Han asesinado a mi sobrino.
— Decirme que tu sobrino y otros miembros del regimiento entraron en la mina contraviniendo mis órdenes no explica porqué has reunido estas tropas aquí — dijo Ogilvie con voz fría y seca—. ¿Estás acaso desafiando mi autoridad?
— Jamás haría eso — dijo Freeborn, infundiendo un matiz de sinceridad a la voz mientras sopesaba mentalmente la clase de factores que influyen en la historia de las naciones. Tenía la automática reglamentaria al alcance de la mano derecha, pero antes de poder usarla tendría que abrir la tapa de cuero de la funda. Era muy improbable que Ogilvie hubiera salido sin protección, y sin embargo tenía que haberse movido precipitadamente tras establecer contacto con sus informantes. Aquel momento, allí en la oscuridad del coche, podía ser el punto crucial para todo Barandi… Y la muerte de Curt habría servido para algo.
— Estás muy pensativo — la nota de complacencia en la voz de Ogilvie le dijo a Freeborn cuanto necesitaba saber; el presidente estaba protegido, y el statu quo tendría que preservarse aún durante un tiempo.
— Al margen de las cuestiones personales — dijo el coronel Freeborn—, el regimiento de Leopardos es una de las claves de la seguridad interna. Esos hombres no saben nada de política internacional y diplomacia… Lo que sí saben es que dos de sus camaradas han sido asesinados a sangre fría por un extranjero blanco. No suelen pecar de sentimentalismo, pero si se enteran de que semejantes actos no son inmediatamente castigados…
— No necesitas explicarme los detalles, Tommy. Pero la gente de la ONU llegará mañana.
— ¿Y les impresionará favorablemente saber que los asesinatos no se castigan en Barandi? — presintiendo que había encontrado un argumento atinado, Freeborn insistió—. No estoy proponiendo una matanza de inocentes, Paul. El único hombre que quiero es Snook, y es posible que sea un estorbo para los demás, que probablemente estén satisfechos de librarse de él.