— Tengo que volver — dijo—. Envíame de vuelta, Felleth. A cualquier parte de la Tierra.
— No es posible… Las relaciones energéticas no son propicias. No tienes centro de recepción — Felleth jadeaba, al parecer por el esfuerzo de reproducir el lenguaje humano—. Necesitamos tiempo… para ajustar.
— No puedo esperar… Tú no sabes…
— Sí sabemos. Tenemos acceso… Sabemos que nosotros somos… repelentes para ti.
— No puedo evitarlo.
— Trata de recordar… Es mayor el esfuerzo que nos impones… Tenemos acceso… y tú has matado.
Snook miró las figuras con túnicas de los avernianos, y atinó a vislumbrar el hecho de que ellos habían necesitado valor para permanecer en el mismo cuarto que él. Los avernianos eran una raza amable y pacífica, recordó. Y aquel grupo en particular debía tener la impresión de que había transferido a un peligroso primitivo. Se miró instintivamente la mano derecha y vio que aún la tenía manchada por la sangre de George Murphy.
Una sensación de vergüenza empezó a desplazar a la xenofobia.
— Lo lamento — dijo.
— Creo que es importante que descanses… para recobrarte de los efectos mentales y físicos de la… transferencia — el aliento silbaba y resollaba en la garganta de Felleth mientras vocalizaba las palabras que tomaba de la mente de Snook—. Esto no es un habitáculo, pero hemos preparado una cama en la sala… contigua. Sígueme — Felleth se dirigió, con movimientos majestuosos y gráciles, hasta una abertura sin puertas que era más estrecha en el extremo superior que en el nivel del suelo.
Snook le siguió unos segundos con la mirada, sin levantarse. La idea de dormir era ridícula, pero luego comprendió que le daban la oportunidad de estar solo. Siguió a Felleth, luego volvió, recogió la caja de cerveza y la llevó consigo. Felleth le condujo a lo largo de un corto pasillo. En el extremo había una ventana que daba a un paisaje de cielo gris y océano gris que se aclaraba con el alba. Snook siguió a su guía hasta un reducido cuarto que sólo tenía un catre pequeño. El cuarto tenía una sola ventana y las paredes estaban decoradas con franjas horizontales de color neutro, en un diseño aparentemente hecho al azar.
— Nos volveremos a ver — dijo Felleth—. Y te sentirás mejor.
Snook asintió, sin soltar la caja, y esperó a que Felleth se retirara. La entrada tenía la misma forma trapezoidal que la primera, pero las hojas verticales se deslizaron desde una ranura de la pared para sellarla. Snook fue hasta la ventana y contempló el mundo que sería su hogar. Tenía ante sí una ladera de techos de tejas pardas, donde de vez en cuando asomaban callejas y plazas donde se veía al Pueblo dedicado sin prisas a sus enigmáticos asuntos. La gente vestía ropas ondeantes y drapeadas, blancas o azules, y desde lejos parecía que fueran ciudadanos de la antigua Grecia. No había vehículos a la vista, ni iluminación ni postes telefónicos ni antenas.
Ninguna franja de tierra separaba el límite de los edificios del océano, que se extendía hasta el horizonte salpicado por un centenar de islas parecidas a barcos anclados. Casi todas las islas se elevaban hacia picos bajos y centrales, creando con sus reflejos formas diamantinas y alargadas, pero a cierta distancia había un par unido por un puente macizo doble. Snook lo había visto antes, en una visión implantada por Felleth.
Se apartó de la ventana, la mente saturada de extrañeza, y se dirigió al catre. Se puso al lado de la caja de madera color naranja, luego se quitó el reloj de pulsera y lo colocó encima, estableciendo su pequeña isla de cotidianeidad. Luego se quitó el impermeable azul, todavía salpicado por la humedad de la Tierra, lo enrolló y lo puso al lado de la caja. Cuando se acostó descubrió que una fatiga indescriptible le hormigueaba en el cuerpo, pero tardó bastante en encontrar refugio en el sueño.
Snook soñó que estaba con Prudence Devonald y que iban a comprar café y queso en una tienda del pueblo. Más allá de los escaparates con letras doradas se veía una avenida muy transitada, con autobuses rojos, la torre de una iglesia y hojas arrastrándose en la brisa de octubre. La claridad diamantina del sueño lo volvía muy real, la sencilla felicidad que él sentía era muy real, y cuando empezó a escabullírsele, Snook luchó por asirla porque la pequeña parte de él que no había sido engañada le decía que el despertar sería duro. Lo fue.
Se sentó en el borde del catre, la cabeza gacha, y luego los hábitos mentales de una vida empezaron a reafirmarse. «Chico encuentra chica, chico pierde chica — pensó—. Chico tiene que averiguar si en este lugar hay cañerías.»
Se levantó, echó un vistazo al cuarto desnudo y recogió el reloj, que le informó que ya era más de mediodía. El resplandor intensificado de la ventana le confirmó lo que ya sabía, que la hora averniana coincidía con la de la Tierra. Fue hasta la puerta y trató de separar las dos hojas, pero permanecieron en su sitio, y la ranura del medio era demasiado estrecha para insertar los dedos. En ningún momento temió que le hubieran encerrado. Estaba seguro de que la puerta podía ser abierta sin dificultad por cualquiera que supiera cómo, y por lo tanto se resistió a pedir ayuda. Hizo la prueba de pisar cerca del umbral, por si había mecanismos de presión, luego se le ocurrió una posible solución. Alejando toda otra preocupación de la mente, avanzó firme y confiadamente hacia la puerta, deseando que se abriera.
Las hojas se separaron de inmediato y antes de que tuviera tiempo de pensar en lo que ocurría, estaba en el pasillo. Echó un nuevo vistazo a la abertura, asombrado y maravillado, y revisó sus ideas acerca de la tecnología averniana. Ambrose le había comentado con frecuencia que Felleth y sus colaboradores aventajaban muchísimo a la Tierra en su comprensión de la física nuclear, pero Snook había supuesto que en Averno el conocimiento avanzado se acumulaba sin aplicarlo. Su único vistazo a la isla donde estaba le había confirmado su noción de una cultura atecnológica, pero sus juicios de recién llegado obviamente no eran válidos, su visión era inadecuada. Tal vez una mancha de color en la pared era el equivalente de un sistema de calefacción; tal vez una pared de piedra redonda en vez de cuadrangular era un receptor y distribuidor de energía.
Snook caminó hacia el extremo del pasillo y bajó un corto tramo de escaleras que tenían proporciones incómodas y escalones inclinados que le daban la sensación de que se caería de bruces En el fondo había una habitación mucho más amplia de las que había visitado, aunque — igual que el cuarto donde había dormido— estaba desprovista de muebles. A lo largo de dos paredes había una ventana de vidrio oscuro, pero la ondulación de unos arbustos al otro lado le indicó que estaba en la planta baja. En el suelo de piedra verdosa había fragmentos de color más claro que sugerían que recientemente se habían trasladado algunos objetos, y Snook recordó que Felleth le había informado que este edificio no era un habitáculo. Los interrogantes empezaron a surgir en la mente de Snook. ¿Era un depósito? ¿Una biblioteca? ¿Qué había pensado el averniano que estaba arriba cuando por primera vez había visto a Snook aparecer en el cuarto pequeño, una semana atrás?
Una puerta se abrió en una pared del fondo y Felleth entró en la sala, los ojos grandes y pálidos fijos en Snook. Por un instante, superpuesta a su visión normal, Snook creyó vislumbrar la elevación y la caída chisporroteante de una ola gris y traslúcida, y sin decir nada trató de enfocar la imagen, pensando en el océano como un símbolo de tranquilidad y poder inagotable.
— Creo que aprenderás a oír y hablar — dijo Felleth con su laborioso susurro.
— Gracias — Snook se sintió gratificado, y luego comprendió que su aceptación de esta nueva situación debió de haber avanzado, si es que podía reaccionar con una emoción positiva ante un bípedo con aspecto de saurio vestido con un atuendo clásico y mediterráneo.