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— ¿Por qué no intenta explicarle eso a un bosquimano de Australia, o incluso a una matrona italiana? Lo que muchos imaginan es que… ¡Blum! — Charlton se interrumpió para devolver el jeep al centro de la carretera y luego siguió gritando por encima del ventarrón—. Gente como esa cree que si puede verlo venir, lo sentirá cuando llegue.

— Pensé que no se lo podía ver sin gafas Amplite.

— Esas cosas están ahora en todas partes, campeón. La industria más próspera desde que inventaron el sexo. En las zonas más pobres los importadores las parten en dos y las venden como monóculos — explicó Charlton con intención escandalosa.

— Todavía no entiendo — Snook contempló unos segundos el horizonte que brincaba—. ¿Cómo pueden asustarse de una especie de ilusión óptica?

— ¿Le ha echado una ojeada últimamente?

— No.

— Tenga — Charlton se tanteó el bolsillo del pecho, sacó un par de gafas azuladas y se las alargó a Snook—. Fíjese un poco…, hacia el este.

Snook se encogió de hombros y se puso las gafas. Como era de esperar, el mar iluminado por el sol resultaba intolerablemente brillante con las gafas especiales, pero el cielo era algo más oscuro. Irguió la cabeza y… Casi se le detiene el corazón. El Planeta de Thornton refulgía encima de él, una esfera vasta y amenazante, de algún modo paralizada en su descenso mortal, que dominaba el cielo entero con su maligno resplandor azul. Un temor ancestral y supersticioso dominó a Snook hasta paralizarle la razón, advirtiéndole así que todos los órdenes estaban a punto de caducar. Se quitó bruscamente las gafas y regresó a un mundo de tranquilizadora normalidad.

— ¿Y bien? — Charlton parecía maliciosamente divertido—. ¿Qué opina de nuestra ilusión óptica?

— Yo… — Snook escrutó nuevamente el cielo, feliz de encontrarlo vacío, y esforzándose por aprehender la noción de dos realidades distintas. Levantó un poco las gafas con la intención de volver a ponérselas, luego cambió de opinión y se las devolvió a Charlton—. Parecía real.

— Es tan real como la Tierra, pero al mismo tiempo es menos real que un arco iris — Charlton brincaba en el asiento como un jinete acuciando a la montura—. Hay que ser físico para entenderlo. Yo no lo entiendo, pero no me preocupa porque confío en cualquiera con un título delante de su nombre. Esta gente no piensa igual, sin embargo. Creen que destruirá el mundo — señaló las chozas de madera en los suburbios del poblado que empezaba a delinearse más allá de la línea diagonal de una colina; entre las casuchas destartaladas se veían mujeres embozadas de negro y niños de corta edad.

Snook asintió, más comprensivo ahora que acababa de observar un cielo desconocido.

— Sin duda nos culparán a nosotros, por supuesto. Hemos hecho visible la cosa, por lo tanto le hemos dado existencia.

— Todo lo que sé es que tenemos que trasladar unos aviones y no tenemos suficientes pilotos — gruñó Charlton—. Usted podrá pilotar alguno de esos viejos Skyvans, ¿verdad?

— No tengo licencia.

— Eso no le importará a nadie. Esta es su oportunidad de ganarse una medalla, campeón.

— Magnífico — dijo Snook con abatimiento, y aferró con más fuerza las agarraderas del jeep cuando Charlton dejó la carretera de la costa para internarse en una pista que conducía al este del poblado e iba directamente a la base aérea.

Charlton no hizo concesión alguna a las lamentables condiciones del camino, y a Snook le costó no salir despedido del vehículo mientras traqueteaban entre piedras y baches. Se alegró cuando avistaron la alambrada de la base aérea, y sintió alivio al ver sólo un puñado de hombres con ropas malaquíes reunido ante el portón de la entrada, aunque la mayoría empuñaba rifles modernos y eso indicaba que eran miembros de la milicia del sultán. Cuando el jeep se acercó al portón Snook vio que habían otros malaquíes con uniformes de soldados regulares apostados dentro de la alambrada, en posición de tiro. Empezó a perder las esperanzas de que la situación fuera menos urgente de lo que Charlton había dicho.

Al llegar, Charlton dio un cornetazo con la bocina y agitó furiosamente un brazo para que le despejaran el camino.

— Será mejor que disminuya la velocidad — le gritó Snook.

Charlton meneó la cabeza.

— Si vamos muy despacio no pasaremos nunca.

Siguió apretando el acelerador hasta que llegaron cerca de la entrada y figuras arropadas de blanco brincaron a ambos lados con gritos furibundos. En el último momento Charlton clavó los frenos y metió el jeep entre dos alerones oxidados que hacían las veces de barreras. Parecía que su táctica había resultado totalmente fructífera cuando un viejo árabe que estaba de pie sobre un tambor de petróleo saltó frente al vehículo alzando los brazos. Charlton no tuvo tiempo de reaccionar. Un impacto blando sacudió el jeep y el viejo desapareció bajo el parachoques. Charlton detuvo el vehículo detrás de la línea de guardias y miró a Snook con ojos indignados.

— ¿Ha visto eso? — jadeó, perdiendo el color—. ¡Qué viejo imbécil!

— Creo que le hemos matado — dijo Snook mientras se volvía en el asiento para ver aquel puñado de hombres reunido alrededor del cuerpo tumbado, y empezó a apearse del jeep. De pronto apareció un sargento barbudo y le metió dentro con un empellón.

— No vuelvan allí — advirtió—. Les harán trizas.

— Pero no podemos… — las palabras de Snook resbalaron cuando Charlton puso una marcha y el jeep aceleró caracoleando hacia la hilera de hangares del lado sur de la pista—. ¿Qué está haciendo?

— El sargento no bromea — dijo sombríamente Charlton, y como para confirmar sus palabras se oyó el estampido irregular de armas cortas. Breves chorros de arena estallaron en varias partes cerca del jeep.

Snook se hundió en el asiento tratando de ofrecer el menor blanco posible, admitiendo a regañadientes que su compañero, aunque equivocado en muchas otras cosas, tenía razón en esto. En Malaq había tan pocos coches que la gente nunca había llegado a aceptar la inevitabilidad de los accidentes de tráfico. Los parientes de la víctima siempre consideraban esa muerte como un asesinato premeditado y aun en tiempos normales, buscaban venganza. Snook sabía de un mecánico de aviones que el año anterior había atropellado accidentalmente a un niño y había sido llevado fuera del país el mismo día, para que no le mataran.

Se irguió en el asiento mientras el jeep quedaba a salvo tras una línea de barricadas y finalmente se detenía frente al edificio de un solo piso donde estaba la sala de operaciones. El jefe de escuadrón Gross, un ex oficial de la RAF que era subcomandante de la fuerza aérea del sultán, se les acercó corriendo. Se detuvo, callando mientras tres cazas Skywhip despegaban en formación de una pista cercana. Tenía cubierta de polvo la cara recién afeitada.

— He oído algunos disparos — dijo cuando se disipó el estruendo de los reactores—. ¿Qué ha pasado?

Charlton movió los pies con embarazo y se miró las manos aferradas al volante.

— Nos disparaban a nosotros, señor. Uno de los nativos se cruzó… bueno, hmmm, se cruzó en el camino cuando atravesábamos el portón.

— ¿Muerto?

— Era bastante viejo.

— Espero que sí, Charlton — dijo amargamente Gross—. ¡Cielo santo! ¡Como si las cosas no anduvieran bastante mal…!

Charlton se aclaró la garganta.

— He logrado encontrar a Snook, señor. Está dispuesto a pilotar uno de los Skyvans.

— Aquí quedan sólo dos Skyvans… Y no irán a ninguna parte — Gross señaló las sombras del hangar vecino donde descansaban dos de esas máquinas viejas y cuadradas. La hélice de estribor de una había mordido el extremo del ala de la otra, aparentemente por culpa de la ineptitud de algún piloto.