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Algo que la mina tenía en común con todas las otras que brindaban el mismo material precioso era un sistema de seguridad muy estricto. Su función docente permitía a Snook recorrer libremente el círculo exterior de edificios y depósitos administrativos, pero jamás había atravesado el único portón de la alambrada que rodeaba la boca de la mina. Miró a su alrededor con interés mientras los guardias armados examinaban sus documentos. Un jeep militar con el emblema del gobierno barandí, una estrella y una espada, estaba aparcado frente al barracón para registro de los mineros. Snook le señaló el vehículo a Murphy.

— ¿Un visitante ilustre?

— El coronel Freeborn. Nos visita una vez por mes para controlar personalmente los procedimientos de seguridad — Murphy se palmeó la mandíbula con fastidio—. Justo hoy se nos presenta este problema…

— ¿Es un hombre corpulento con una hendidura en un lado del cráneo?

— Exacto — Murphy miró a Snook con curiosidad—. ¿Le conoces?

— Le vi una sola vez… Hace mucho.

Snook había sido entrevistado por varios oficiales del ejército el día del interrogatorio, después de llegar a Barandi, pero recordaba vividamente al coronel Freeborn. Le había preguntado detalladamente acerca de sus razones para negarse a colaborar con la aviación barandí, y había cabeceado reflexivamente cada vez que Snook daba una respuesta deliberadamente obtusa. Al fin Freeborn le había dicho sin ningún rodeo: «Soy un hombre importante en este país, un amigo del presidente, y no tengo tiempo para perderlo con extranjeros blancos, y con usted menos que ninguno. Si no empieza a responder cabalmente a mis preguntas, tendrá que salir de esta oficina con un cráneo igual al mío.» Había enfatizado esta declaración empuñando el bastón y encajándose el pomo de oro en la depresión cóncava de la cabeza rapada. La pequeña demostración había persuadido a Snook de que lo más prudente era colaborar, y todavía le irritaba pensar que le habían intimidado en forma tan rotunda en el lapso de diez segundos. Desechó ese recuerdo por considerarlo improductivo.

— Ya no oigo a Harper — dijo—. Tal vez se ha serenado.

— Espero que sí — replicó Murphy. Le guió por la arcilla dura y resquebrajada hasta un edificio móvil con una cruz roja en el flanco… Subieron la escalinata de madera y entraron en una sala de recepción, desnuda salvo por algunas sillas y carteles de la Organización Mundial de la Salud. Harold Harper, un hombre de hombros anchos pero muy delgado, de unos veinticinco años, estaba echado en una de las sillas, y dos asientos más allá un enfermero negro le vigilaba con desapego profesional. Al ver a Snook, Harper torció la boca en una sonrisa, pero no habló ni se movió.

— He tenido que ponerle una inyección, señor Murphy — dijo el enfermero.

— ¿Sin autorización del médico?

— Fue una orden del coronel Freeborn.

Murphy suspiró.

— La autoridad del coronel no se extiende a los problemas médicos.

— ¿Está bromeando? — la cara del enfermero era una caricatura de la indignación—. No quiero que me abollen la cabeza.

— Quizá la inyección ha sido buena idea — dijo Snook, adelantándose y arrodillándose frente a Harper—. Eh, Harold. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué es esa cháchara del fantasma?

La sonrisa de Harper se esfumó.

— He visto un fantasma, Gil.

— Has tenido suerte… Yo nunca he visto uno en toda mi vida.

— ¿Suerte? — la mirada de Harper se desvió y pareció concentrarse en algo más allá de los límites del cuartucho.

— ¿Qué has visto exactamente, Harold?

Harper habló con voz somnolienta, articulando alguna que otra palabra en swahili.

— Estaba en el Nivel Ocho…, el extremo del conducto sur… La arcilla amarilla se terminó, yo seguía golpeteando la roca… Necesitaba reorientar el proyector, pero sabía que el turno estaba a punto de terminar… Me volví y vi algo en el suelo, una cúpula pequeña, como la parte superior de un coco… Brillaba, pero yo podía ver a través… Traté de tocarlo, no había nada. Me quité las Amplite para ver mejor; ya sabes cómo es, lo haces mecánicamente. Pero allí no hay ninguna iluminación, sin las gafas no veía nada… Así que me las puse de nuevo y…, y… — Harold se interrumpió y respiró pesada y entrecortadamente; movió ligeramente los pies, como si todavía le acosara el instinto de huir.

— ¿Qué viste, Harold?

— Había una cabeza… Mi mano estaba dentro de la cabeza…

— ¿Qué clase de cabeza?

— No era humana…, ni de animal… De este tamaño — y Harper arqueó los dedos como si sostuviera una pelota—. Tres ojos…, todos juntos cerca de la parte superior… Una boca bien abajo… Mi mano estaba dentro de la cabeza, Gil. Bien adentro.

— ¿Sentiste algo?

— No. Simplemente retiré la mano. Estaba contra el extremo del conducto. No podía escapar, así que me quedé allí sentado…

— ¿Qué ocurrió después?

— La cabeza giró un poco… La boca se movió, pero no se oyó nada… Después se hundió en la roca. Desapareció.

— ¿Había un agujero en la roca?

— No había ningún agujero — Harper le clavó una vaga mirada de reproche—. He visto un fantasma, Gil.

— ¿Podrías mostrarme el sitio exacto?

— Claro que sí — Harper cerró los ojos y volvió ligeramente la cabeza—. Pero puedes apostar a que no lo haré. No bajaré allí otra vez. Jamás… — se reclinó en la silla y se puso a bostezar.

— ¡Usted! ¡Florence Nightingale! — Murphy clavó el grueso índice en el hombro del enfermero—. ¿Cuál fue la dosis que le inyectó a este hombre?

— Se pondrá bien — dijo definitivamente el enfermero—. No es la primera vez que aplico un sedante.

— Por el bien de usted, espero que se reponga. Pasaré cada hora para cerciorarme… Así que mejor le acuesta y le cuida bien — el superintendente, con ese aire de corpulencia y eficacia que le daba el corderoy, estaba genuinamente preocupado por Harper, y Snook, raro en él, sintió la repentina calidez de la simpatía y el respeto.

— Escucha, George — dijo en cuanto salieron—. Lamento haber vacilado tanto en venir. No me di cuenta de la situación de Harper.

Murphy sonrió, completando así el lazo humano.

— Está bien, Gil. ¿Crees en lo que te ha dicho?

— Parece un disparate, pero a pesar de todo siento que le creo. Ha sido por las gafas. Cuando se las quitó no pudo ver la cabeza o lo que haya sido…

— Eso me hizo pensar en alguna falla en las gafas.

— A mí me hizo pensar que lo que vio Harper es muy real, aunque no sé cómo explicarlo. ¿Todos los mineros usan gafas Amplite?

— Todos. Reducen el consumo de luz eléctrica en un noventa por ciento, y ya sabes cuál es el problema energético, ahora que están a punto de renunciar a la planta nuclear…

— Lo sé — Snook entornó los ojos para observar cómo el sol trepaba verticalmente desde detrás de las montañas del este. Una de las cosas que le disgustaban de la franja ecuatorial era la falta de variación en el trayecto diario del sol. Lo imaginó siguiendo un surco en el firmamento, metido en una zanja.

Una hilera de hombres se había agrupado ante la entrada del ascensor. Empezaban el turno, y Snook advirtió que algunos le sonreían y le saludaban agitando la mano. Uno le tendió el casco de seguridad amarillo y señaló la entrada de la mina, y los compañeros echaron a reír cuando Snook meneó exageradamente la cabeza.