De pronto sonaron dos disparos en algún lugar al oeste de donde nos encontrábamos, en Scheunvierte.
– Aunque no tanto, como puedes comprobar -repliqué. Al oír un tercer disparo, y luego un cuarto, añadí-: Parece que tus amiguitos tienen trabajo esta noche.
– Eso no tiene nada que ver conmigo -dijo Grund-. Más probable es que sean los Guardianes de la Verdad, creo yo. Estamos en su territorio.
Los Guardianes de la Verdad eran una de las bandas criminales más poderosas de Berlín.
– Pero si fuera un rojo el que acaban de matar, entonces, presuntamente, saldría ganando tu peña.
Heinrich Grund era, o había sido, uno de mis mejores amigos en el cuerpo. Estuvimos juntos en el ejército. Tenía una foto suya en la pared de mi puesto en la sala de detectives. En la foto, nada menos que Paul Van Hindenburg, el presidente de la República, entregaba a Heinrich la placa de vencedor en los Campeonatos de Boxeo de la Policía prusiana. No obstante, la semana anterior yo había descubierto que mi viejo amigo había ingresado en la Asociación Nacionalsocialista de Funcionarios. Por su afición al boxeo y su fama de tener dos dedos de frente, era evidente que hacerse nazi le venía al pelo. De todos modos, lo sentí como una traición.
– ¿Qué te hace pensar que ha sido un nazi el que ha disparado a un rojo y no un rojo a un nazi?
– Sé distinguir.
– ¿Cómo?
– Los días de luna llena, como hoy, suelen ser el momento en que los hombres lobo y los nazis salen de sus guaridas para cometer asesinatos.
– Muy gracioso. -Grund sonrió pacientemente y encendió un pitillo. Apagó la cerilla de un soplido y, para no contaminar el lugar del crimen, la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Aunque fuera nazi, seguía siendo buen detective-. ¿Y tu peña, qué? Es otra historia totalmente distinta, ¿verdad?
– ¿Mi peña? ¿Qué peña es ésa?
– Vamos, Bernie. Todo el mundo sabe que el Oficial apoya a los rojos.
El Oficial era el sindicato de agentes de policía al que yo pertenecía, que no era el sindicato más importante. La palma se la llevaba otro, llamado el General. Pero los principales nombres de la cúpula del General -policías como Dillenburger y Borckeran claramente derechistas y antisemitas. Por eso me marché del General y me pasé al Oficial.
– El Oficial no es comunista -dije-. Apoyamos a los socialdemócratas y a la República.
– ¿Ah, sí? Entonces, ¿a qué viene el Frente de Hierro contra el fascismo? ¿Por qué no montáis también un Frente de Hierro contra el bolchevismo?
– Porque, como sabes muy bien, Heinrich, la mayor parte de la violencia callejera la cometen o provocan los nazis.
– ¿De dónde sacas eso?
– La mujer que apareció en Neukolln, la que está investigando Lipik. Ya antes de salir de Alex, supuso que había sido asesinada por un soldado de las tropas de asalto que perseguía a un comunista.
– Bueno, fue un accidente. Pero eso no prueba que los nazis organicen la mayor parte de la violencia.
– ¿No? Pues, si quieres, pásate por mi barrio y echa un vistazo a la ventana de mi apartamento en Dragonerstrasse. Las oficinas centrales del Partido Comunista están al doblar la esquina con Bulowplatz, y allí es donde los nazis decidieron ejercer su derecho democrático de montar un desfile. ¿Te parece sensato? ¿Te parece respetuoso con la ley?
– Eso demuestra lo que te decía, ¿no? Vives en una zona roja.
– Lo único que demuestra es que los nazis siempre andan buscando pelea.
Me agaché e iluminé con la linterna el cadáver de la chica. De cintura para arriba parecía más o menos normal. Tenía unos trece o catorce años, era rubia con ojos azules y una galaxia de pecas en la nariz de elfo. Era una cara poco femenina. Podría pasar por chico. La identidad sexual sólo se confirmaba por los pechos adolescentes, pues el resto de los órganos sexuales habían sido extirpados junto con el intestino inferior, el útero y cualquier otro órgano que tuviera la chica cuando nació. Pero no fue la evisceración lo que me llamó la atención. A decir verdad, Heinrich y yo ya estábamos curados de espanto desde los tiempos de las trincheras. Pero esta chica tenía además un aparato ortopédico en la pierna izquierda. Hasta ese momento no me había fijado.
– No hay bastón -dije, señalando el aparato con mi lápiz-. Lo lógico sería que llevase bastón.
– A lo mejor no lo necesitaba. No todos los cojos usan bastón.
– Tienes razón. Goebbels se las arregla muy bien sin él, ¿verdad? Para ser cojo. Aunque en casi todo lo que dice hay mano dura y bastonazos a tutiplén… -. Encendí un pitillo y exhalé un gran suspiro humeante-. ¿Por qué hará la gente estas cosas?
– ¿Matar niños, quieres decir?
– Quiero decir que por qué los matarán así. Es monstruoso, ¿no crees? Depravado.
– Creía que eso era evidente -dijo Grund,
– ¿Ah, sí?
– Fuiste tú quien dijo que debía de ser un tipo depravado. Yo no podía estar más de acuerdo, pero ¿acaso te sorprende? ¿Te sorprende que haya depravados haciendo estas cosas, en vista de la obscenidad y depravación que tolera este gobierno de pacotilla? Echa un vistazo a tu alrededor, Bernie. Berlín es como una gran roca viscosa. Si la levantas, verás todo lo que repta por debajo. Chulos, chaperos, maricas pederastas, putas embarazadas, travestis… Mujeres que son hombres y hombres que son mujeres. Algo enfermizo, venal, corrupto, depravado y todo con el consentimiento de tu querida República de Weimar.
– Supongo que todo será muy distinto si Adolf Hitler llega al poder -dije entre risas. Los nazis habían obtenido un buen resultado en las últimas elecciones, pero nadie con dos dedos de frente podía imaginar que llegasen a dirigir el país. A nadie se le pasaba por la cabeza que el presidente Hindenburg tuviera que pedir al hombre que más detestaba en el mundo, un pérfido suboficial austríaco, que fuese el siguiente canciller de Alemania.
– ¿Por qué no? Alguien tiene que restaurar el orden en este país.
Mientras hablaba, oímos otro disparo que perforó el tibio aire nocturno.
– Claro, y para restaurar el orden, ¿quién mejor que el hombre que está armando todo este cisco? Ya le veo la lógica.
Uno de los agentes uniformados se acercó. Nos levantamos. Era el sargento Gollner, más conocido como Tanker por su tamaño y forma.
– Mientras discutíais -dijo-, he acordonado esta zona del parque para que no pasen los curiosos. Lo último que quiero es que se filtre a la prensa cómo la mataron. No hay que dar ideas estúpidas a los estúpidos. Como, por ejemplo, confesar cosas que no han cometido. Lo examinaremos más despacio por la mañana, ¿eh? Cuando sea de día.
– Gracias, Tanker -dije-. Debería haber…
– Olvídalo. -Inhaló profundamente el aire nocturno humedecido por el agua que la brisa traía de la fuente-. Se está bien aquí, ¿verdad? Siempre me ha gustado este sitio. Antes venía mucho por aquí. Porque mi hermano está enterrado allí. -Señaló hacia el sur, en la dirección del Hospital Estatal-. Con los revolucionarios de 1848.
– No sabía que eras tan viejo -dije.
– No -replicó Tanker con una sonrisa-. Lo mataron los Freikorps en diciembre de 1918. Era rojillo. Y bastante alborotador, pero no se merecía eso, después de lo que soportó en las trincheras. Aunque fueran rojos, ninguno de ellos merecía que los fusilasen por lo que ocurrió.
– No me lo digas a mí -dije, señalando a Heinrich Grund-. Díselo a él.
– Él ya sabe lo que pienso -dijo Tanker. Observó el cuerpo de la chica y añadió-: ¿Y qué le pasó en la pierna?
– Eso poco importa ya-observó Grund.
– Seguramente tuvo polio -me aventuré a decir-. O a lo mejor era espástica.
– No deberían haberla dejado sola -dijo Grund.
– Era discapacitada. -Me agaché para inspeccionar los bolsillos del abrigo de la chica. Saqué un fajo de billetes sujetos con una goma. Era tan grueso como el mango de una raqueta de tenis. Se lo lancé a Grund-. Muchos discapacitados se las arreglan perfectamente solos. Hasta los críos.