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– Aquí debe de haber varios cientos de marcos -masculló-. ¿De dónde habrá sacado una cría así tanto dinero?

– No sé.

– Tenía que arreglárselas -dijo Tanker-. Como todos los mutilados y heridos que había después de la guerra. Durante un tiempo hice ronda junto al hospital Charité. Entablé amistad con algunos de los muchachos que estaban allí ingresados. Muchos se las arreglaban sin brazos o sin piernas.

– Una cosa es sufrir una discapacidad por algo que ocurrió luchando por la patria -dijo Grund, manoseando el fajo de billetes-, y otra muy distinta nacer con ella.

– ¿Qué quieres decir exactamente? -pregunté.

– Quiero decir que ya es bastante difícil ser padre, como para encima tener que cuidar de un hijo discapacitado.

– A lo mejor no les importaba cuidarla. Si la querían, no creo que les importase mucho.

– Si quieres mi opinión, si la chica era espástica, más vale que se la hayan quitado de en medio -dijo Grund-. Alemania en general está mejor con menos tullidos. Cuestión de pureza racial. Hay que proteger la estirpe.

– Me viene a la cabeza el nombre de un tullido del que más valdría que nos librásemos-repliqué.

Tanker soltó una carcajada y se alejó.

– De todos modos, no es más que un aparato ortopédico -dije-. Los usan muchos niños

– Es posible -dijo Grund. Me lanzó de nuevo el dinero-. Pero no todos llevan encima varios cientos de marcos.

– Es verdad. Más vale que echemos un vistazo antes de que pisoteen la zona. Vamos a ver lo que encontramos a gatas con las linternas.

Me puse a cuatro patas y, lentamente, me alejé del cadáver en la dirección de Konigs-Thor. Heinrich Grund hizo lo mismo a un metro o dos de distancia a mi izquierda. En la noche tibia, la hierba estaba seca y emanaba un olor dulce bajo mis manos. Era algo que ya habíamos hecho en otras ocasiones. Algo que le encantaba a Ernst Gennat. Algo que estaba en el manual que nos había dado, donde se explicaba que las cosas pequeñas eran las que resolvían los crímenes: casquillos de bala, manchas de sangre, botones del cuello, colillas, cajas de cerillas, pendientes, matas de pelo, insignias. Las cosas grandes y fáciles de ver solían apartarse del lugar del crimen. En cambio, no ocurría lo mismo con las cosas pequeñas, las que podían mandar a un hombre a la guillotina. Nadie las llamaba pistas. Gennat detestaba esa palabra.

«Las pistas son para los despistados -decía Ernst el Rollizo-. No es eso lo que yo quiero de mis detectives. Denme pequeñas manchas de color en un lienzo. Como el francés que pintaba con puntitos. Georges Seurat. Cada punto no significa nada por sí solo. Pero si uno retrocede unos pasos y mira todos los puntos juntos, ve una imagen completa. Eso es lo que quiero que hagan. Que aprendan a pintarme el cuadro como Georges Seurat.»

Así que allí estábamos Heinrich Grund y yo, reptando como perros por la hierba del parque de Friedrichschain. La policía de Berlín intentando pintar el cuadro.

Si hubiera parpadeado en aquel instante, no la habría visto. Aquella mancha de color era tan pequeña como las de los lienzos impresionistas, y no menos vistosa. A primera vista la confundí con una flor de aciano, porque era azul claro, como los ojos de la chica muerta. Era una pastilla que se había caído sobre unas briznas de hierba. La recogí para verla de cerca y comprobé que estaba tan inmaculada como un diamante, lo que significaba que no podía llevar mucho tiempo allí. Había llovido un rato, justo después de comer, así que tenía que haber caído ahí en un momento posterior. A un hombre que hubiese regresado corriendo a la carretera, desde las fuentes donde hubiera arrojado un cadáver, bien podría habérsele caído la pastilla al intentar extraerla de la caja a tientas, en su estado de nerviosismo. Sólo tenía que averiguar qué clase de píldora era.

– ¿Qué tienes ahí, jefe?

– Una pastilla -dije, depositándosela en la palma de la mano.

– ¿Qué clase de pastilla?

– No soy farmacéutico.

– ¿Quieres que lo averigüe en el hospital?

– No. Le pediré a Hans Illmann que lo haga.

Illmann era profesor de medicina forense en el Instituto de Ciencias Policiales de Charlottenburg y patólogo jefe en Alex, También era miembro destacado del Partido Socialdemócrata, el SPD. Por eso y por otros presuntos defectos de carácter, Goebbels lo había denunciado frecuentemente en las páginas del Der Allgriff, el diario nazi berlinés. Illmann no era judío, pero para los nazis pertenecía a la siguiente categoría más abominable: la de los intelectuales liberales.

– ¿Illmann?

– El profesor Illmann. ¿Tienes alguna objeción?

Grund miró la luna como si intentase imbuirse de paciencia. La luz blanca proyectaba una sombra acerada sobre su pelo rubio claro, y sus ojos azules se volvieron casi eléctricos. Parecía una especie de hombre máquina. Algo duro, metálico y cruel. Giró la cabeza y me miró fijamente como si yo fuese un pobre adversario en el ring, una especie de subhombre incompetente, inepto para competir con él.

– Tú eres el jefe -dijo mientras me devolvía la pastilla.

¿Por cuánto tiempo?, me pregunté.

Volvimos a la jefatura de Alex, que, con sus cúpulas y portones con arcos, era tan grande como una estación de ferrocarril y no menos bulliciosa en el vestíbulo de doble altura, detrás de la fachada de ladrillo de cuatro plantas. Allí se concentraba toda la vida humana. Y bastante gentuza, dicho sea de paso. Había un borracho con un ojo morado, aguardando en precario equilibrio que lo encerrasen para pasar la noche; un taxista que presentaba una denuncia contra un pasajero que se había ido sin pagar; un joven con pinta de andrógino, vestido con unos pantalones cortos blancos muy ceñidos, sentado en silencio en un rincón, retocándose el maquillaje en un espejo de mano; un hombre con gafas, con un maletín en las manos y una marca amoratada en la boca.

En el mastodóntico mostrador de recepción revisamos un expediente que contenía una lista de desaparecidos. El sargento recepcionista, que supuestamente debía ayudarnos, lucía un enorme bigote de puntas enroscadas y una barba incipiente tan oscura que le confería un aspecto de mosca doméstica. Este efecto se intensificó porque los ojos se les salieron de las órbitas al ver a dos altas prostitutas de sadomaso a las que un poli había echado el guante en la calle. Vestían botas altas de cuero negro hasta el muslo y abrigos de cuero rojo intencionadamente desabrochados, mostrando a quien quisiera mirar que no llevaban nada debajo. Una llevaba una fusta que se resistía a abandonar, pese a la insistencia del agente que las detuvo, un hombre con un parche en el ojo llamado Bruno Stahlecker, a quien yo conocía. Era evidente que las chicas llevaban una o dos copas encima, y probablemente alguna otra cosa, y, mientras revisaba los informes de desapariciones, una parte de mí escuchaba lo que decían Stahlecker y las chicas. Era difícil no prestar atención.

– Me gustan los hombres uniformados -dijo la más alta de las amazonas con botas de cuero. Restalló la fusta contra la bota y se toqueteó el vello en la base de su vientre, provocativamente-. ¿Cuál de los guris de Berlín quiere ser mi esclavo esta noche?

Las chicas eran amas de sadomaso que ejercían su profesión al aire libre en la ciudad. Sobre todo trabajaban al oeste de Wittenberg Platz, cerca de los Jardines Zoológicos, pero Stahlecker había atrapado a este par de putas en la Friedrichstrasse, después de que un hombre denunciase que le habían golpeado y robado dos mujeres vestidas de cuero.

– Compórtese, Brigit -dijo Stahlecker-. O les tiro a la cara el manual de deontología profesional médica-. Se volvió al hombre del cardenal en la cara-. ¿Son éstas las dos mujeres que le robaron?

– Sí -contestó el hombre-. Una me pegó en la cara con un látigo y me dijo que le diera dinero o me volvería a pegar.