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Las chicas se declararon inocentes a voz en grito. Nunca ha tenido la inocencia un aspecto tan venéreo y corrupto.

Por fin encontré lo que buscaba.

– Anita Schwartz -dije, mostrando a Heinrich Grund el informe de desaparecidos-. Quince años. Behrenstrasse 8, piso 3. Informe presentado por su padre, Otto. Desapareció ayer… Uno sesenta y cuatro de estatura, pelo rubio, ojos azules, aparato ortopédico en la pierna izquierda, lleva bastón. Es la chica que buscamos.

Pero Grund casi no me escuchaba. Pensé que estaba contemplando el espectáculo de nudismo gratuito. Así que lo dejé allí y me dirigí a uno de los otros archivadores, donde encontré un informe más detallado. En el expediente había un asterisco y, junto a él, una letra W.

– Parece que el subdirector de policía se está interesando por nuestro caso -comenté. Dentro del expediente había una fotografía. Bastante antigua, pensé. Pero no cabía ninguna duda: era la chica del parque-. A lo mejor el subdirector conoce al padre de la chica.

– Conozco a ese hombre -murmuró Grund,

– ¿A quién? ¿A Schwartz?

– No. A aquel hombre. -Inclinado sobre la mesa de recepción, señaló con la nariz al hombre con la marca de látigo en la cara-. Es un alphonse. -Un alphonse era un proxeneta en el argot del hampa berlinesa. Una de las múltiples palabras de argot que designan a los proxenetas, como chulo, macró, cazo, barbó, cadenero, bacán, caftén, gavión… -. Dirige una de esas falsas clínicas de Kudamm. Creo que su tinglado consiste en hacerse pasar por médico y «prescribirle» a su «paciente» una chica menor de edad. -Grund llamó a Stahlecker-. ¡Eh, Bruno! ¿Cómo se llama ese ciudadano? El de las gafas y la sonrisa especial.

– ¿Aquél? Es el doctor Geise.

– Doctor Geise.¡Caramba! Su verdadero nombre es Koch, Hans- Theodor Koch y es tan médico como yo. Es un alphonse. Un curandero que suministra niñitas a los viejos pervertidos.

El hombre se levantó.

– ¡Eso es mentira! -exclamó indignado.

– Ábrele el maletín -dijo Grund-. Y verás que no me equivoco.

Stahlecker miró al hombre que sostenía el maletín firmemente contra el pecho como si tuviese algo que ocultar.

– Señor, ¿es eso cierto? Déjeme examinar su maletín.

A regañadientes, el hombre permitió que Stahlecker cogiese el maletín y lo abriese. Al cabo de unos segundos apareció una pila de revistas pornográficas sobre el cartapacio del sargento recepcionista. La revista se llamaba Fígaro y en la primera página de cada ejemplar había una fotografía de siete niños y niñas desnudos, de unos diez u once años, sentados en las ramas de un árbol muerto, como una manada de cachorros de león blanco.

– j Viejo pervertido! -le espetó una de las chicas de las botas.

– Esto cambia un poco las cosas, señor -dijo Stahlecker a Koch.

– Es una revista de nudismo -declaró Koch-. Dedicada a la causa de la reforma de la vida libre. No demuestra nada de lo que ha alegado este hombre vil.

– Demuestra una cosa -dijo la chica de las botas y el látigo-. Demuestra que le gusta mirar fotografías puercas de niños y niñas.

Los dejamos a todos en plena discusión.

– ¿Qué te dije? -dijo Grund mientras volvíamos al coche-. Esta ciudad es una puta y tu querida República es su chulo. ¿Cuándo te vas a enterar, Bernie?

En Behrenstrasse aparqué el coche delante de unas galerías acristaladas que conducían a Unter den Linden. Las galerías se llamaban popularmente el Paso de Atrás porque era un lugar muy frecuentado por los chaperos berlineses, fácilmente identificables por los pantalones cortos de color blanco, la camisa de marinero y la visera que muchos llevaban para aparentar menos años ante los clientes de mediana edad que, para hacer su selección, recorrían de cabo a rabo las galerías, fingiendo mirar los escaparates de las tiendas de antigüedades.

Hacía muy buena noche. Según mis cálculos, ochenta o noventa de los chicos más seductores de la ciudad pululaban bajo el famoso letrero de Reemtsma, uno de los pocos que no habían roto las SA nazis. Las tropas de asalto supuestamente fumaban una marca de Trommler llamada Storm. Sin embargo, a pesar de ser nazis y por tanto muy fieles a las marcas, hacían algunas excepciones con otras marcas de tabaco, entre las cuales Reemtsma era quizá la más conocida. Si aparecían las SA, los chaperos ponían pies en polvorosa para no recibir una paliza, o tal vez algo peor. Las SA aborrecían a los maricas casi tanto como a los comunistas y judíos.

Encontramos el apartamento en un edificio románico, de apariencia elegante, en cuyo bajo había un café. Toqué la campana de latón pulido y esperamos. Al cabo de un minuto oímos la voz de un hombre sobre nuestras cabezas y retrocedimos unos pasos por la acera para verlo mejor.

– ¿Sí?

– ¿Herr Schwartz?

– Sí.

– Policía, señor. ¿Podemos subir?

– Sí. Esperen ahí. Ahora mismo bajo y les abro.

Mientras esperábamos, Heinrich Grund despotricaba de todos los chaperos que habíamos visto.

– Dichosos mariquitas rusos -dijo.

Inmediatamente después de la Revolución bolchevique, gran parte de la prostitución berlinesa la ejercían hombres y mujeres rusos. Pero ya no era así, de modo que hice caso omiso de sus comentarios. No es que a mí me gustasen los maricas, pero no me desagradaban tanto como a él.

Otto Schwartz bajó al portal y nos abrió. Cuando le mostramos la chapa de identificación del Kripo y nos presentamos, asintió como si esperase nuestra visita. Era un tipo corpulento, de barriga prominente, como si hubiera vertido en ella grandes cantidades de dinero. Tenía el pelo rubio, muy corto por los lados y ondulado en la parte superior. Bajo la nariz canallesca, casi escindida en dos por una gruesa cicatriz, había un bigote de cepillo de dientes, casi invisible. Inicialmente me recordó mucho a Ernst Róhm, el líder de las SA, impresión que se reforzó al ver el uniforme ilegal que vestía. Los uniformes nazis estaban prohibidos desde junio de 1930; en el mes de abril, el presidente del Reich, Hindenburg, había disuelto las SA y las SS en una campaña encaminada a reducir el terrorismo nazi en Berlín. Yo no reconocía bien las insignias del cuello y los hombros de aquellos uniformes, pero Grund sí. Los dos entablaron una conversación de cortesía mientras subíamos las escaleras. Así descubrí no sólo que Schwartz era Oberführer en las SA, sino que era el rango equivalente al general de brigada. Una parte muy pequeña de mí quería terciar en este diálogo introductorio. Quería decir que me extrañaba encontrar a un Oberführer en casa, cuando había tantos comunistas por linchar y tantas ventanas judías por romper. Pero dado que debía comunicarle a Schwartz que su hija había muerto, me conformé con hacer una modesta observación sobre el uniforme que lucía, perteneciente a una organización prohibida. La mitad de los policías de Berlín habrían mirado hacia otro lado. No en vano la mitad de los polis de Berlín eran nazis. Y aunque a muchos de mis colegas les complacía estar tejiendo veladamente una dictadura, no era mi caso.

– Supongo que sabrá que desde el 14 de abril de este año es ilegal vestir ese uniforme, ¿verdad, señor? -dije.

– Poco importa eso ahora. Van a revocar la prohibición de los uniformes.

– Hasta entonces es ilegal, señor. No obstante, dadas las circunstancias, lo pasaré por alto.

Schwartz se sonrojó ligeramente y apretó los puños, uno tras otro, con un ruido como de soga que se tensa. Supongo que en aquel momento deseó que hubiese una alrededor de mi cuello. Se mordió el labio. Lo tenía más accesible que mi cara. Abrió la puerta del apartamento.

– Pasen, por favor, caballeros -dijo con frialdad.

El apartamento era un santuario dedicado a Adolf Hitler. Había un retrato suyo con un marco oval en el vestíbulo y otro retrato diferente con un marco cuadrado en la sala de estar. Había un ejemplar de Mein Kampf abierto en un atril en el aparador, junto a la Biblia familiar. Detrás de estos objetos había una fotografía enmarcada de Otto Schwartz y Adolf Hitler, con cascos de aviación de cuero, sentados en el asiento delantero de un enorme Mercedes descapotable, con sonrisas de oreja a oreja, como si acabasen de ganar el ADAC Eifelrennen en un tiempo récord. Junto a uno de los sillones, en el suelo, había una docena de ejemplares del Der Stürmer, el acérrimo diario antisemítico. Había visto carteles electorales de Adolf Hitler menos nazis que la casa de Schwartz,