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Frau Schwartz, rubia yde ojos azules, pechugona, dulce a su manera, no parecía menos nazi que el soldado de tropas de asalto que tenía por esposo. Cuando cogió del brazo a su marido, pensé que ambos iban a gritar «¡Alemania, despierta!» y «¡Muerte a los judíos!» antes de despedazar los muebles y entonar la canción de «Horst Wessel». A veces estas pequeñas fantasías hacían el trabajo un poco más soportable. Los doscientos cincuenta marcos mensuales no eran un gran incentivo, la verdad. Frau Schwartz lucía una falda de peto plisada con bordado tradicional, una blusa ceñida, un delantal y una expresión que era una mezcla de miedo y hostilidad.

Schwartz apoyó la mano sobre la que su mujer había ensartado en el pernil de cerdo que tenía por brazo, y luego ella apoyó su otra mano sobre la del esposo. Por sus rostros adustos y decididos me recordaron a una pareja que se casa.

Al fin parecía que estaban preparados para oír lo que les íbamos a contar. Quisiera decir que en aquel instante admiré su valentía y sentí lástima por ellos. Sin embargo, lo cierto es que no fue así. La visión del uniforme ilegal de Schwartz y el número de batallón en la insignia del cuello me infundían total indiferencia hacia sus sentimientos. En el supuesto de que los tuvieran. Un buen amigo mío, Emil Kuhfeld, sargento primero de la Schupo, la policía de protección, murió de un disparo al frente del destacamento antidisturbios que intentaba dispersar a un gran grupo de comunistas en Frankfurter Allee. Un comisario nazi de la comisaría 85, que había investigado el caso, atribuyó la autoría del crimen a un comunista, pero en Alex casi todo el mundo sabía que había eliminado las pruebas de un testigo que había visto cómo un hombre de las SA disparaba a Kuhfeld con un fusil. Al día siguiente del asesinato de Kuhfeld, aquel hombre de las SA, un tal Walter Grabsch, apareció muerto en su apartamento de Kadinerstrasse, después de un oportuno suicidio. El funeral de Kuhfeld fue el más memorable de los celebrados en honor de un policía de Berlín. Yo fui uno de los compañeros que portaron el féretro. Por ello sabía que el número de batallón que aparecía en la insignia azul del cuello de Schwartz era el mismo al que pertenecía Walter Grabsch.

Solté a bocajarro toda la cruda realidad a Herr y Frau Schwartz, sin molestarme siquiera en suavizar un poco las palabras.

– Parece que hemos encontrado el cadáver de su hija Anita. Creemos que la asesinaron. Evidentemente, tengo que pedirles que vengan a la comisaría a identificarla. ¿Les parece bien mañana por la mañana, a las diez, en la jefatura de policía de Alexanderplatz?

Otto Schwartz asintió en silencio.

Había comunicado anteriormente otras malas noticias, por supuesto. La semana anterior tuve que decirle a una madre, en Moabit, que su hijo de diecisiete años, alumno del instituto local, había sido asesinado por comunistas que lo confundieron con un camisa parda. «¿Está seguro de que es él, comisario?», me preguntó varias veces durante el lacrimoso rato que pasé con ella. «¿Seguro que no ha habido ningún error? ¿No es posible que sea otra personal?»

En cambio, Herr y Frau Schwartz lo encajaron bastante bien.

Eché un vistazo por el apartamento. Había un dechado de labor en un marco encima de la puerta. Decía «Voluntad de sacrificio» bordado en rojo, con un signo de exclamación. Lo había visto antes y sabía que era una cita de Mein Kampf No me sorprendió encontrarlo allí, desde luego. Lo que sí me extrañó es no ver fotos de su hija Anita. La mayor parte de los padres tienen uno o dos retratos de sus hijos por la casa.

– Tenemos la fotografía que nos dio en el expediente -dije-. Por eso estamos bastante seguros de que es ella. Pero nos ahorraría tiempo disponer de alguna más.

– ¿Les ahorraría tiempo? -Otto Schwartz frunció el ceño-. No entiendo. Está muerta, ¿no?

– Nos ahorraría tiempo en la búsqueda del asesino -dije fríamente-. Alguien puede haberla visto con él.

– Voy a ver si encuentro alguna -dijo Fray Schwartz, que acto seguido salió de la habitación, bastante serena y no más disgustada que si le hubiera dicho que Hitler no venía a tomar el té.

– Parece que su esposa se lo ha tomado muy bien -comenté.

– Mi esposa es enfermera en el Charité. Supongo que está acostumbrada a recibir malas noticias. Además, ya nos esperábamos lo peor.

– ¿De verdad, señor? -pregunté con incredulidad. En ese instante me volví hacia Grund, que me clavó una mirada torva y luego la apartó.

– Hemos sentido mucho su pérdida, señor -dijo Grund a Schwartz-. Lo sentimos mucho. Por cierto, no es necesario que vengan mañana a la jefatura de policía. Si mañana no les parece oportuno, pueden venir en cualquier otro momento.

– Gracias, sargento, pero mañana está bien.

– Más vale pasar pronto los malos tragos -dijo Grund-. Seguramente será mejor así. Y así podrá llorar la pérdida.

– Sí. Gracias, sargento.

– ¿Qué clase de discapacidad tenía su hija? -pregunté.

– Era espástica. Sólo tenía afectado el lado izquierdo del cuerpo. Le costaba caminar. También tenía ataques esporádicos, espasmos y otros movimientos involuntarios. Tampoco oía muy bien.

Schwartz se acercó al aparador y, prescindiendo de la Biblia, apoyó la mano con cariño en el ejemplar abierto del libro de Hitler, como si las cálidas palabras del Führer sobre el movimiento nacionalsocialista le infundiesen algún consuelo espiritual y filosófico.

– ¿Y qué capacidad de comprensión tenía? -pregunté.

– No tenía ningún defecto mental, si se refiere a eso.

– Sí, eso es lo que quería decir. -Hice una pausa-. y me pregunto si podría explicarnos cómo es que llevaba encima quinientos marcos.

– ¿Quinientos marcos?

– En el bolsillo del abrigo.

– Tiene que haber algún error -dijo Schwartz, negando con la cabeza.

– No, señor, no hay ningún error.

– ¿Dónde iba a conseguir Anita quinientos marcos? Alguien se los habrá metido ahí.

– Supongo que es posible, señor -dije, asintiendo-. ¿Tiene más hijos, Herr Schwartz?

– Gracias a Dios, no -respondió, sorprendido de que le hiciera semejante pregunta-. ¿Cómo nos íbamos a arriesgar a tener otro hijo como Anita? -Suspiró profundamente y un olor fétido impregnó de pronto el aire-. No, ya nos bastaba con cuidarla a ella. No fue fácil, se lo aseguro. No fue fácil, ya lo creo que no.

Por fin volvió Fray Schwartz con varias fotografías, antiguas y bastante desvaídas. Una estaba doblada por el borde, como si alguien la hubiera manipulado con cierto descuido.

– Esto es todo lo que he podido encontrar -anunció, todavía con gran entereza.

– ¿Esto es todo, dice?

– Sí, son todas las que hay -respondió sin inmutarse.

– Gracias, Frau Schwartz. Muchas gracias. -Asentí de manera cortante-. Bien, será mejor que volvamos a la comisaría. Hasta mañana.

Schwartz se encaminó hacia la puerta.

– De acuerdo, señor. Los acompañamos hasta la puerta.

Salimos del apartamento y bajamos las escaleras hasta la calle.

Seguía abierto el café Kerkau, justo debajo del apartamento, pero me apetecía algo más fuerte que un café. Arranqué el motor de dos cilindros del coche y nos dirigimos hacia el este por Unter den Linden.