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– No, supongo que no, señor. -Encendí un cigarrillo-. Y hay otra cosa. La chica asesinada llevaba encima quinientos marcos. Es mucho más dinero del que tenía yo a su edad.

– Sí, tiene razón. ¿Le ha preguntado por ello a los padres?

– Me sugirieron que debía de ser un error.

– Tengo entendido que el dinero tiende a desaparecer de los bolsillos de los muertos. Lo contrario me parece un poco raro.

– Sí, señor.

– Pregunte a los vecinos, Bernie. Hable con sus compañeras del colegio. Averigüe qué clase de chica era Anita Schwartz,

– Sí, señor.

– Y Bernie, cómprese una corbata nueva. Ésa parece que se le ha sumergido en la sopa.

– Sí, señor.

Antes de la conferencia de prensa, me corté el pelo en KaDeWe. Ni Henry Ford habría conseguido un corte alemán con mayor diligencia. Había diez sillas y entré y salí en menos de veinte minutos. La KaDeWe no estaba exactamente a un paso de Alex, pero era un buen lugar para cortarse el pelo y comprarse una corbata nueva.

Como siempre, la conferencia se celebró en el Museo de la Policía de Alex. Fue idea de Gennat después de la Exposición de la Policía de 1926, para que el Kripo se presentase ante el mundo entre las fotografías, los cuchillos, los tubos de ensayo, las huellas, los frascos de veneno, los revólveres, la soga y los botones que se exponían como pruebas del éxito de la investigación criminal. La apariencia de modernidad que pretendíamos transmitir al mundo habría sido mayor si las vitrinas que contenían este surtido de desechos forenses, así como las pesadas cortinas que cubrían los ventanales de la sala de exposiciones, no hubieran estado tan sucias. Hasta la fotografía más reciente, de Ernst Gennat, parecía que llevaba allí un siglo.

Unos veinte periodistas y fotógrafos se congregaron entre nuestros triunfos anteriores. Me senté entre Weiss y Gennat, como si nos hubiesen colocado en orden ascendente de tamaño, ante una mesa de la que habían retirado una selección de armas curiosas empleadas en asesinatos. En presencia de los periodistas berlineses, solicité la colaboración de cualquier testigo que hubiera visto a algún hombre sospechoso en el parque de Friedrichschain la noche del crimen, y aseguré a la población de Berlín que estábamos haciendo todo lo posible para atrapar al asesino de Anita Schwartz, lo cual, por supuesto, era algo que estaba decidido a hacer a toda costa. Las cosas iban bastante bien hasta que pronuncié las típicas frases manidas sobre los agresores sexuales conocidos que íbamos a interrogar. En aquel momento, Fritz Allgeier, periodista del Der Angriff, un espécimen bizco de barba gris y brazos más largos que las piernas -difícilmente perteneciente a la Raza Superior-, dijo que el pueblo alemán quería saber, para empezar, por qué andaban sueltos por las calles con total impunidad algunos agresores sexuales conocidos.

Posteriormente, tal como quería Weiss, intenté que mis comentarios fuesen algo más diplomáticos.

– Tengo entendido, Herr Allgeier, que Alemania tiene todavía un Código Penal por el que la gente comparece ante los tribunales, es juzgada y, si se le declara culpable, cumple una pena de cárcel. Después de pagar la deuda a la sociedad, sale en libertad.

– A lo mejor no deberían salir nunca -dijo-. Sería mejor para los alemanes que los llamados «agresores conocidos» volviesen a la cárcel lo antes posible. Si estuvieran en la cárcel no habría ocurrido nunca un crimen como éste.

– Es posible. No me corresponde a mí decirlo. ¿Pero qué le lleva a pensar a alguien como usted puede hablar en nombre del pueblo alemán, Allgeier? Pero si usted era un turco que trabajaba de trilero ilegal en las calles de Moabit. El pueblo alemán puede preguntarse también cómo ha llegado a periodista.

A varios periodistas de diarios no nazis les hizo mucha gracia mi comentario. Habría salido airoso si lo hubiese dejado ahí. Pero no. Aquel tema me encendía.

Alemania siempre había castigado con pena de muerte los asesinatos, pero los periódicos -los periódicos no nazis- habían llevado a cabo, durante varios años, una enérgica campaña contra la guillotina. Sin embargo, recientemente, esos mismos periódicos habían cedido a la influencia nazi y evitaban publicar editoriales donde se exigiese la conmutación de la pena de los asesinos, de manera que el verdugo del estado, Johann Reichhart, había vuelto a trabajar. Su víctima más reciente había sido el caníbal y asesino en serie Georg Haarmann. A muchos polis, entre los cuales me contaba, no nos gustaba la guillotina. Sobre todo desde que el agente responsable de la investigación estaba obligado a asistir a las ejecuciones de los asesinos que había detenido.

– Lo cierto es que siempre hemos confiado en conocidos delincuentes para que nos proporcionasen información -declaré-. Ha habido asesinos que han colaborado con nosotros mientras cumplían penas de cárcel. Por supuesto, eso era antes de que empezásemos a ejecutarlos otra vez. Es difícil convencer a un hombre de que hable con nosotros si le han cortado la cabeza.

Weiss se levantó y, con una sonrisa forzada, anunció que la rueda de prensa se había acabado. Al salir no dijo nada. Sólo me sonrió con tristeza. Lo cual era peor que un latigazo de su lengua.

– Buen trabajo, Bernie -dijo Gennat-. Te van a despellejar, hijo.

– Sólo los periódicos fascistas.

– Todos los periódicos son esencialmente fascistas, Bernie. En todos los países. Los directores son dictadores. Todo el periodismo es autoritario. Por eso la gente forra jaulas de pájaros con los periódicos.

Gennat tenía razón, como casi siempre. Pero el Tempo, un diario nocturno berlinés, me dio buena prensa. Publicó una fotografía mía en la que parecía Luis Trenker en La montaña sagrada.

Manfred George, director del Tempo, escribió un artículo en el que me describía como uno de los «mejores detectives» de Berlín. Será que le gustó mi corbata nueva. El resto de los periódicos republicanos eran como un gato que merodea alrededor de la leche: no se atrevían a decir lo que pensaban por miedo a que sus lectores no estuviesen de acuerdo. No leí el Der Angriff. ¿Para qué? Pero Hans- Joachim Brandt en el Volkischer Beobachter nazi se refirió a mí como un «títere izquierdista liberal». Probablemente la verdad estaba en un punto intermedio entre los dos extremos.

CAPITULO 7

BUENOS AIRES. 1950

Los Von Bader vivían en la zona residencial del Barrio Norte, el barrio de la gente adinerada. La calle Florida, el centro comercial del Barrio Norte, parecía pensado para que la gente con dinero no tuviera que alejarse mucho para gastar. La casa, sita en la calle Arenales, era del mejor estilo francés del siglo XVIII. Más que una casa, parecía un gran hotel. La fachada tenía columnas jónicas y grandes ventanales. Hasta los aparatos de aire acondicionado tenían un diseño elegante, coherente con el estilo borbónico del entorno urbano. La apariencia formal del interior no era menos francesa, con techos altos y pilastras, chimeneas de mármol, espejos de oro, multitud de muebles dieciochescos y obras de arte caras.

Los Von Bader y su perrito nos recibieron al coronel y a mí en los asientos de un sofá rojo muy mullido. Ella estaba sentada en un extremo del sofá y él en el extremo opuesto. Vestían sus mejores galas, pero de un modo que me hizo pensar que podrían ponerse el mismo atuendo para las labores de jardinería, en el supuesto de que supieran dónde se guardaban las tijeras de podar y las palas. Al verlos en aquella pose, me dieron ganas de sujetar la barbilla de la baronesa e inclinarle la cabeza ligeramente hacia su marido para coger mis pinceles e iniciar su retrato. Era escultural y hermosa, con buen cutis y unos dientes perfectos y el pelo como hilo de oro y un cuello como el de la hermana más alta de la reina Nefertiti. Él era simplemente delgado con gafas pero, al contrario que yo, el perro lo prefería a él. La mujer tenía un pañuelo en la mano, como si hubiera estado llorando. La actitud que habría adoptado cualquier madre angustiada, supongo. El marido fumaba un cigarrillo y tenía pinta de haber ganado dinero. Dinero a raudales.