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El coronel Montalbán me los presentó. Todos hablamos en alemán como si la reunión se celebrase en alguna hermosa villa de Dahlem. Musité varios sonidos de cortesía. Fabienne había desaparecido en algún lugar situado entre Arenales y el cementerio de Recoleta, a menos de ochocientos metros de distancia. A menudo iba sola al cementerio para dejar flores en los escalones del panteón familiar de los Von Bader. Era allí donde guardaban los cuerpos, pero no su dinero. Al parecer, Fabienne estaba muy unida a su abuelo, que se encontraba allí enterrado. Me dieron varias fotografías. Fabienne se parecía a cualquier otra chica de catorce años, rubia, hermosa y rica. En una de las fotografías estaba montada en un pony blanco. Un gaucho sostenía la brida del pony y detrás de este trío bucólico había un rancho con un telón de fondo de eucaliptos.

– Es nuestra segunda residencia para los fines de semana -explicó el barón-. En Pilar. Al norte de Buenos Aires.

– Bonita casa -dije, preguntándome a dónde irían cuando quisieran disfrutar de unas vacaciones apropiadas para las exigencias de los más ricos.

– Sí. A Fabienne le encanta -dijo la madre.

– Supongo que ya la habrán buscado allí y en todas las viviendas de su propiedad.

– Sí -dijo el barón-, por supuesto. -Exhaló un suspiro que expresaba algo intermedio entre paciencia y angustia-. Sólo tenernos esa segunda residencia, Herr Gunther. No hay más casas de nuestra propiedad en Argentina. -Hizo un gesto negativo con la cabeza y dio una calada al cigarrillo-. Se creen que soy una especie de judío apestoso y plutocrático. ¿Verdad, coronel?

– No hay muchos moishesen esta zona de Buenos Aires -dijo Montalbán.

El rostro de la esposa de Von Bader se crispó. Parecía que no le había gustado aquel comentario, otro de los motivos por los que me cayó mejor que su esposo. Cruzó las largas piernas yapartó la mirada por un instante. También me gustaban sus piernas.

– Es impropio de ella -dijo. Se sonó finamente con el pañuelo, se lo guardó en la manga del bolsillo y sonrió con valentía. La admiré por ello-. Nunca había hecho nada así.

– ¿Y sus amigas? -pregunté.

– Fabienne no es como la mayoría de las chicas de su edad, Herr Gunther -dijo Von Bader-. Es más madura, mucho más sofisticada. Dudo que les haya hecho confidencias.

– Como es natural, las hemos interrogado -añadió el coronel-. No creo que nos sirva de nada volverlas a interrogar. No nos dijeron nada útil.

– ¿Conocía a la otra chica? -pregunté-. ¿A Grete Wohlauf?

– No -dijo Von Bader.

– Me gustaría ver su habitación, si fuera posible. -Al decir esto, miré a la baronesa. Era más agradable a la vista que su esposo. También más agradable al oído.

– Por supuesto -respondió la baronesa. Luego miró a su marido-. ¿Te importa enseñarles la habitación de Fabienne, querido? Me afecta mucho entrar allí por ahora.

Von Bader me guió hasta el ascensor de madera, inserto en un hueco de hierro forjado y rodeado por una escalinata curva de mármol muy empinada. No es muy común encontrar un ascensor en una vivienda unifamiliar y, al ver mis cejas elocuentemente arqueadas, el barón se sintió obligado a darme una explicación.

– Durante los últimos años de su vida, mi madre iba en silla de ruedas-dijo, como si la construcción de un ascensor fuese una solución accesible para cualquiera que tuviese un pariente anciano a su cargo.

Entramos los dos en el ascensor, junto con el perro. La proximidad me permitió oler la colonia en el rostro de Von Bader y la brillantina en el pelo canoso, pero él rehuía en todo momento mi mirada. Cada vez que hablaba conmigo, miraba hacia otra parte. Tuve la impresión de que le preocupaba la suerte de su hija, pero, al mismo tiempo, la experiencia de otros casos de desapariciones me permitía distinguir cuándo no me decían toda la verdad.

– Montalbán dice que en Berlín, antes de la guerra, usted era un importante detective del Kripo, además de ejercer en la privada.

Se refirió a mi actividad de detective privado como si fuese un dentista de prestigio. A fin de cuentas, mi profesión tenía bastantes similitudes con la odontología. A veces sonsacar a un cliente todo lo relevante era como extraerle una muela.

– Tuve mis momentos de Arquímedes -repliqué-. En el Kripo y por cuenta propia.

– ¿Arquímedes?

– Eureka. Lo encontré. -Me encogí de hombros-. Actualmente me parezco más a un viajante.

– ¿Y qué vende, en concreto?

– Nada. Nada en absoluto. Ni siquiera ahora. Haré todo lo posible por encontrar a su hija, señor, pero no puedo hacer milagros. Generalmente logro mejores frutos cuando la gente confía en mí lo suficiente para aportarme todos los datos.

Von Bader se sonrojó un poco. Tal vez fue porque forcejeaba para abrir la puerta del ascensor. O quizá no, pero seguía sin mirarme a la cara.

– ¿Qué le hace pensar que no se los hemos dado? -preguntó.

– Será una corazonada -respondí.

Asintió como si sopesase alguna clase de oferta, lo cual era extraño, dado que no le había ofrecido nada.

Al salir del ascensor aparecimos en un pasillo de moqueta gruesa. Al fondo del pasillo el barón abrió una puerta y me hizo pasar al dormitorio de una niña pulcra y ordenada. El papel pintado era de rosas rojas. La cama tenía una decoración de florecillas en el marco de hierro esmaltado. Sobre la cama había varios abanicos chinos en un marco. Había una jaula oriental grande y vacía sobre una mesa alta. En una mesa más baja había un tablero de ajedrez con las fichas dispuestas en una partida inacabada. Eché un vistazo a las fichas. Tanto si jugaba con las blancas como con las negras, era una chica inteligente. Había libros y ositos de peluche en una cómoda. Abrí uno de los cajones.

– ¿Le importa? -pregunté.

– Adelante. Cumpla con su trabajo.

– Bueno, no pretendo husmear la ropa interior. -Esperaba sonsacarle algo a él. Al fin y al cabo, no negó que ocultase algo. Le di la vuelta a unos calcetines y miré debajo.

– ¿Qué busca exactamente?

– Algún diario. Algún libro de referencia. Cartas. Algún dinero del que usted no tuviera constancia. Una fotografía de alguien que usted no reconozca. No sé qué busco exactamente, pero si lo veo lo sabré. -Cerré el cajón-.¿O hay algo que quiera contarme ahora que no está aquí el coronel Montalbán?

El barón cogió un osito de peluche y se lo acercó a la nariz, como un sabueso que intentase captar algún aroma.

– Es curioso -dijo-. El olor que dejan los niños en sus juguetes. Los evoca tanto… Es algo muy proustiano, verdaderamente.

Asentí. Me sonaba mucho Proust. Algún día tendría que buscar alguna disculpa para no leerlo.

– Sé lo que piensa Montalbán -dijo el barón-. Presupone que Fabienne ha muerto. -Von Bader negó con la cabeza-. Pero yo no lo creo.

– ¿Qué le hace pensar que no, barón?

– Será una corazonada, supongo. Una intuición. Si hubiera muerto; estoy bastante seguro de que habríamos tenido noticias. Alguien la habría encontrado. De eso estoy seguro.- Volvió a hacer un gesto negativo con la cabeza-. Dado que usted fue un famoso detective de la policía de homicidios en Berlín, supongo que Montalbán le habrá pedido que colabore en este caso partiendo de la premisa de que mi hija ha muerto. Pues bien, yo le pido que parta de la premisa contraria. Que suponga que quizá alguien, alguien alemán, sí, supongo, la tiene escondida. O la retiene contra su voluntad.

– ¿Por qué habría querido alguien hacer algo así? -pregunté mientras abría otro cajón-. ¿Tiene enemigos, Herr Baron?

– Soy banquero, Herr Hausner. Y bastante importante, da la casualidad. Quizá le sorprenda, pero los banqueros nos creamos enemigos, sí. El dinero o la obtención de dinero siempre crea enemigos. Por un lado está eso. Y por otro, hay que tener en cuenta lo que hice durante la guerra. Trabajé para el Abwehr, el Servicio Alemán de Inteligencia Militar. Un grupo de banqueros germanoargentinos y yo contribuimos a financiar la campaña bélica desde este lado del Atlántico. Financiamos a numerosos agentes alemanes en Estados Unidos. Sin éxito, lamento decir. Varios de nuestros agentes más destacados fueron capturados por el FBI y ejecutados. Alguien los traicionó, pero no sé con seguridad quién fue.