– ¿Es posible que alguien le culpe de esa traición?
– No creo. Yo no tenía ninguna implicación operativa, sólo era inversor. -. Von Bader ahora me miraba a los ojos-· -. No sé hasta qué punto todo esto es relevante para la desaparición de mi hija, Herr Hausner, pero éramos cinco. Los banqueros que financiamos a los nazis en Argentina. Ludwig Freude, Richard Staudt, Heinrich Dorge, Richard Von Leute y yo. Menciono todo esto porque a finales del año pasado el doctor Dorge apareció muerto en una calle de Buenos Aires. Lo asesinaron. Heinrich fue asesor del doctor Hjalmar Schacht. Supongo que sabe a quién me refiero.
– Sí -dije. Schacht había sido ministro de Economía y luego presidente del Reichsbank. En 1946 fue juzgado por crímenes de guerra en Nuremberg y salió absuelto.
– Le cuento todo esto para que sepa dos cosas en concreto. Una es que es perfectamente posible que mi vida anterior me esté pasando factura de un modo incomprensible. No he recibido ninguna amenaza. Nada en absoluto. La otra es que soy muy rico, Herr Hausner. Y quiero que me tome en serio cuando le digo que, si encuentra a mi hija viva, y consigue traerla a casa sana y salva, le recompensaré con dos millones de pesos, pagaderos en la moneda y en el país que elija. Son unos cincuenta mil dólares, Herr Hausner.
– Es mucho dinero, Herr Baron.
– La vida de mi hija vale por lo menos eso para mí. Vale más. Mucho más. De eso me encargo yo. Usted debe encargarse de conseguir esos dos millones de pesos.
Asentí pensativo. Supongo que di la impresión de estar sopesando las cosas. Ése es mi gran problema: funciono con monedas. Empiezo a pensar cuando me ofrecen dinero. Empiezo a pensar mucho cuando me ofrecen mucho dinero.
– ¿Tiene hijos, Herr Hausner?
– No, señor.
– Si los tuviera, sabría que el dinero no vale nada en comparación con la vida de un ser querido.
– Me siento obligado a tomarle la palabra, señor.
– No está obligado a tomarme la palabra. Mis abogados redactarán una carta de acuerdo donde se estipulará la recompensa.
No me refería a eso, pero no le contradije. En cambio, eché un último vistazo a la habitación.
– ¿Qué pasó con el pájaro de la jaula?
– ¿El pájaro?
– El de la jaula. -Señalé la jaula del tamaño de una pagoda en la mesa alta.
Von Bader miró la jaula como si no la hubiera visto nunca.
– Ah, ya. Murió.
– ¿La niña se disgustó por ello?
– Sí, claro que sí, pero no creo que su desaparición tenga nada que ver con un pájaro.
– Le sorprendería lo que puede disgustar a una chica de catorce años.
– Mire, Herr Hausner -dijo con un gesto de contrariedad-, yo tengo una hija de catorce años. Usted no. Por lo tanto, y con el debido respeto, creo que puedo decir honestamente que sé más que usted sobre las chicas de catorce años.
– ¿Lo enterró en el jardín?
– No lo sé, la verdad.
– A lo mejor lo sabe su esposa.
– Más vale que no le pregunte por ello. Ya bastante tiene. Mi esposa se siente culpable por la muerte del pájaro. Y ya está buscando motivos para culparse por la desaparición de la niña. Cualquier insinuación de que estos dos sucesos guardan relación entre sí sólo contribuirá a aumentar el sentimiento de culpabilidad que tiene por la desaparición de Fabienne. Supongo que comprenderá.
Puede que fuera cierto. O puede que no. No obstante, por respeto a los dos millones.de pesos, estaba dispuesto a olvidarme del pájaro. A veces hay que dejar que vuele el pájaro para tener el dinero en mano. En eso consiste la política.
Volvimos al salón, donde la baronesa volvió a llorar. He estudiado atentamente el llanto de las mujeres. Es algo propio de mi oficio, como la porra y las esposas. En el frente oriental en 1941 vi a algunas mujeres que habrían ganado la medalla de oro de llanto olímpico. Sherlock Holmes examinaba la ceniza del cigarro y escribió una monografía sobre el tema. Yo era experto en llantos. Sabía que cuando una mujer llora no conviene acercarla mucho al hombro. Puede costamos una camisa limpia. Sin embargo, las lágrimas son sagradas, y es muy arriesgado quebrantar su inviolabilidad. Así que la dejamos en paz.
Al salir de la casa de los Von Bader convencí al coronel de que fuésemos al cementerio de Recoleta. Al fin y al cabo, estábamos muy cerca, y quería ver el sitio que visitó Fabienne cuando desapareció.
Al igual que los vieneses, los porteños ricos se toman la muerte muy en serio. Lo suficiente para gastar dinero a espuertas en tumbas y mausoleos prohibitivos. Sin embargo, de todos los cementerios que había visitado en mi vida, Recoleta era el único donde no había tumbas. Atravesamos una entrada de estilo griego y accedimos a una pequeña ciudad de mármol. Muchos mausoleos tenían un diseño clásico y parecían casi habitables. Al recorrer las calles de piedra paralelas uno tenía la sensación de estar visitando una ciudad romana antigua, deshabitada por alguna catástrofe natural. Al contemplar el cielo azul brillante, casi esperaba ver el cráter humeante de un volcán. Era difícil imaginar a una chica de catorce años visitando aquel lugar inhóspito. Las pocas personas vivas que vimos eran de edad avanzada, con el pelo cano. Supongo que pensaron lo mismo del coronel y de mí.
Volvimos al coche y nos dirigimos a la Casa Rosada. Yo llevaba tiempo sin conducir, aunque nadie se habría dado cuenta. Sólo había visto peores conductores que los porteños en Ben-Hur. Ramón Novarro y Francis X. Bushman se habrían sentido a sus anchas en las calles de Buenos Aires.
– Qué práctico para el presidente tener la sede de la policía secreta en la Casa Rosada -comenté, al ver de nuevo el inconfundible edificio rosa.
– Tiene algunas ventajas. Casualmente, ya ha conocido al jefe. El hombre joven del traje de rayas que estaba con nosotros cuando conoció a Perón, ¿se acuerda? Es él, Rodolfo Freude. Nunca se aleja mucho del presidente.
– ¿Freude? Von Bader mencionó a un banquero llamado Ludwig Freude. ¿Son parientes?
– Es el padre de Rodolfo.
– ¿Por eso consiguió ese puesto?
– Es una larga historia, pero sí, en efecto.
– ¿Estaba también en el Abwehr?
– ¿Quién? ¿Rodolfo? No, pero el número dos de Rodolfo, sí. Werner Koennecke. Werner está casado con la hermana de Rodolfo, Lily.
– Qué íntimo parece todo.
– Buenos Aires es así. Es como el cementerio de Recoleta. Hay que conocer a alguien para entrar.
– ¿Ya quién conoce usted, coronel?
– Rodolfo conoce a gente importante, es cierto. Pero yo conozco a gente muy importante. Conozco a una italiana que es la mejor puta de la ciudad. Conozco a un chef que hace la mejor pasta de Sudamérica y conozco a un hombre que puede matar y fingir que es un suicidio, sin que nadie sospeche nada. Ésas son las cosas importantes que conviene saber en nuestra extraña profesión, Herr Hausner. ¿Está de acuerdo?
– No suelo despertarme con la sensación de que necesito encargar un asesinato, coronel. Si fuera así, probablemente me ocuparía personalmente, pero supongo que en eso soy un poco raro. Además, soy demasiado viejo para que me impresionen esas cosas. Salvo lo de la italiana. Siempre me han gustado las italianas. Y eso que no he estado nunca en Italia.
CAPITULO 8