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En cuanto traspasé la puerta del hotel, Frieda se posó en mis brazos como un halcón.

– Me alegro de verte -dijo.

– Pensé que no eras de esas chicas que se encariñan.

– Hablo en serio, Bernie.

– Y yo. Siempre te lo digo, pero no me haces caso. Habría traído flores si hubiera sabido lo que sentías.

– Quiero que vayas al bar -dijo con tono apremiante.

– Estupendo. Es adonde pensaba ir de todos modos.

– Quiero que vigiles al tipo de la esquina. Y me refiero al menda de la esquina, no a la pelirroja que está con él. Lleva un traje gris perla con chaleco cruzado y una flor en la solapa. No me gusta nada su pinta.

– Si es así, lo aborrezco ya mismo.

– No, creo que puede ser peligroso.

Entré en el bar, cogí una cerilla, encendí un cigarro y ojeé al tipo de arriba abajo. La chica que estaba con él me miró también. Mala cosa, porque el tipo con el que estaba era más que malo. Era Ricci Kamm, el jefe de los Guardianes de la Verdad, una de las bandas criminales más poderosas de Berlín. Ricci solía estar siempre en la zona de Friedrichschain, donde actuaba su banda, lo cual era bueno porque allí no nos daba muchos problemas. Pero daba la sensación de que la chica con la que estaba tenía una opinión de sí misma tan alta como el Zugspitze. Acaso pensaba que no estaban a su altura los antros como el Zum Nussbaum, donde solían divertirse los Guardianes de la Verdad. Seguramente no le faltaba razón. He visto melenas pelirrojas más bonitas, pero sólo en Rita Hayworth. Y tenía hermosas curvas. Dudo que hubiese mejorado su figura si se hubiera calzado los patines sobre hielo predilectos de Sonja Henie.

Ricci me clavó la mirada. Pero yo la miraba a ella y delante de la parejita había una botella de Bismarck que no presagiaba nada bueno. Ricci era un tipo tranquilo de voz suave y buenas maneras, hasta que se metía unas copas encima, y entonces era como ver al Doctor Iekyll convirtiéndose en Mister Hyde. A juzgar por el nivel de alcohol que quedaba en la botella, Ricci se estaba preparando para liarla.

Di media vuelta y regresé al vestíbulo.

– No me extraña que no te guste -le dije a Frieda-. Es un tipo peligroso y creo que su temporizador está a punto de saltar.

– ¿Y qué hacemos?

Hice señas a Max, el portero del vestíbulo, para que se acercase. No lo hice a la ligera. Max pagaba a Louis Adlon tres mil marcos mensuales por desempeñar ese trabajo, porque cobraba bajo mano por todos los favores que les hacía a los huéspedes del hotel, y el pellizco que sacaba era de unos treinta mil marcos mensuales. Sostenía la correa de un perro, que estaba atada a un salchicha miniatura. Supuse que Max estaba buscando a un botones para que pasease a aquella cosa.

– Max -dije-. Llame a la jefatura de Alex y pida que manden un coche patrulla. Y más vale que pida también un par de agentes. Va a haber jaleo en el bar.

Max vaciló como si esperase una propina.

– A menos que quiera ocuparse del asunto personalmente.

Max se dio la vuelta y salió corriendo a los teléfonos del hotel.

– Y de paso eche un vistazo a las butacas de la biblioteca, a ver si consigue apalancar a alguno de esos ex guripas bien remunerados que se consideran los bravucones de la casa.

Frieda nunca había sido policía, así que no se ofendió por mi comentario sobre los ex guris, pero yo sabía que podía arreglárselas sola. Adlon la había contratado por su fuerza, pues formó parte del equipo de esgrima alemán en los Juegos Olímpicos de París de 1924, y no le faltó mucho para ganar una medalla.

La cogí por el brazo y la llevé a la barra.

– Cuando nos sentemos -le dije-, quiero que te me pegues como la hiedra. Así no seré una amenaza para él.

Nos sentamos en la mesa situada justo al lado de Ricci. El Bismarck había entrado en acción y Ricci profería una sarta de tacos a un camarero aterrorizado. Era como si la pelirroja ya hubiera visto antes una escena similar. Casi todos los dientes del bar se preguntaban si lograrían llegar a la puerta sin ser vistos por Ricci, pero uno de ellos parecía más valiente: un empresario vestido con levita y cuello de cortadora de fiambre, que observaba con indignación el grosero alemán que derramaba Ricci por la boca, se levantó y parecía dispuesto a enfrentarse con el gangster. Cuando su mirada se cruzó con la mía, le indiqué por señas que se abstuviese, y por un momento me pareció que sopesaba la advertencia. En cuanto el hombre se sentó, Frieda empezó a achucharme. En las orejas, en el cuello, en la nuca, en la mejilla y por último en la boca, que era donde más me gustaba.

– Qué listo eres -dijo. Y se quedó corta.

Ricci la miró y luego volvió a mirar a la pelirroja que estaba a su lado.

– ¿Por qué no eres un poco más como ésa? -le preguntó, señalando a Frieda con el pulgar-. Más cariñosa, vaya.

– Porque estás borracho. -La pelirroja sacó una polvera y empezó a retocarse el maquillaje. Esfuerzo inútil, a mi modo de ver: como intentar retocar a la Mona Lisa-. Y cuando estás borracho, eres un cerdo.

Tenía razón, pero a Ricci no le gustó. Se puso de pie, y la mesa seguía en su regazo. La botella y las copas y el cenicero cayeron al suelo. Ricci siguió maldiciendo y la pelirroja se echó a reír.

– Un cerdo borracho y torpe -añadió, por si fuera poco, y volvió a soltar una carcajada. Me gustaba el efecto que producía la risa en la boca de cepo de la pelirroja. Me gustaba ver cómo sus dientes blancos y afilados pelaban los labios rojos como mondas de cereza. Pero a Ricci no le gustaba nada y le pegó un sopapo. En el lujoso bar del Adlon, la bofetada sonó como una fiesta de Nochevieja. El hombre de la camisa con cuello de cortadora de fiambre no pudo soportarlo más. Parecía todo un caballero prusiano, de esos que siempre se preocupan por lo que le sucede a una señora, aunque sea una puta de cien marcos, como probablemente era el caso de aquélla.

– Oh, oh -me murmuró Frieda al oído-. El hombre del I.G. Farben está a punto de intervenir como Sir Lancelot.

– ¿Has dicho I.G. Farben?

I.G. Farben era el sindicato de la industria colorante más importante de Europa. La sede de la empresa estaba en Frankfurt, pero tenían una delegación en Berlín, justo enfrente del Adlon, al otro lado de Unter den Linden. Eso era lo que intentaba recordar en el despacho de Illmann.

– Lo siento -dijo el hombre del I.G. Farben en un tono tan duro como una tabla de lavar, y tan cuadrado-, pero debo protestar por su conducta grosera y el modo en que ha tratado a la señora.

La pelirroja se levantó del suelo y musitó unas cuantas palabras breves, muy habituales en las salas de máquinas de los buques de las fuerzas navales alemanas. Probablemente se preguntaba si el tipo del cuello alto se refería a ella. Recogió la botella ya vacía de Bismarck con una mano e intentó golpear con ella la cabeza de Ricci. El líder de los Guardianes de la Verdad la atrapó con habilidad, forcejeó para arrebatársela y la lanzó al aire como una maza de malabarista, la agarró por el cuello y luego la estampó contra el borde de la mesa vuelta hacia arriba, todo con un gesto sencillo, estudiado y pendenciero. La botella salió despedida hacia arriba, refulgente, significativamente triangular, como un cascote de hielo muy afilado, Ricci sujetó al hombre del IGF por la levita, lo aproximó hacia su pecho, y parecía a punto de comunicarle una refutación más fundamental cuando interrumpí el diálogo.