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El camarero del Adlon hacía los mejores cócteles de Berlín. Le encantaban los pepinos. Ponía pepinos en vinagre en las mesas y rodajas de pepino fresco en algunas de las copas predilectas de los americanos. En la barra había un gran pepino entero. Lo divisé mientras buscaba un cuchillo. No me gusta que me echen nada en la copa, salvo hielo, pero me encantó el aspecto de aquel pepino. Además, me había dejado el arma en la guantera del coche.

Detesto golpear a un hombre que está de espaldas. Ni siquiera con un pepino. Va contra mi sentido inherente de la justicia. Pero dado que Ricci Kamm no tenía mucho sentido de la justicia, le golpeé con fuerza la mano que sostenía la botella rota. Dio un grito y soltó la botella. Luego le aticé con el pepino en la sien, dos veces. Si hubiera tenido hielo y una rodaja de limón, probablemente le habría pegado con ellos también. Una exclamación recorrió el bar de puntillas, como si hubiera hecho desaparecer un conejo recién salido de una chistera. El único problema era que el conejo seguía allí. Ricci se desplomó en el suelo, sujetándose la oreja. Con la nariz arrugada, enseñando los dientes, metió la mano en el abrigo. No supuse que estuviese buscando la cartera. Vi una cabecita negra de hipopótamo que asomaba de una pistolera y apareció una Colt automática en la mano de Ricci.

Era un pepino muy resistente, nada maduro. Elástico y pesado como una buena cachiporra. Le di con todas mis fuerzas. No me quedaba otra opción. Ricci no movió la cabeza más de un centímetro. No intentó impedir el pepinazo. Confiaba en disparar el arma antes de que eso ocurriese. Recibió el golpe en toda la nariz, cayó de espaldas en la silla, soltó el arma i se llevó las dos manos al centro de la cara, que estaba embadurnado de sangre. Como supuse que nunca tendría mejor ocasión, le esposé las dos muñecas antes de que fuese consciente de lo que ocurría.

Dejé que Ricci gimiese un rato antes de levantarlo, tirando de las esposas, y de entregarle una servilleta para que se la presionase contra la nariz. Tras agradecer los aplausos de algunos clientes del bar del hotel, entregué a Ricci a los dos agentes uniformados y luego les lancé el arma.

Frieda se dirigió a la pelirroja.

– Es hora de marchar, querida -le dijo, agarrando un codo huesudo.

– Quítame las manos de encima -dijo la pelirroja, intentando zafarse, aunque el codo estaba bien sujeto en el fuerte puño de Frieda. Entonces la pelirroja soltó una carcajada y me lanzó una mirada lánguida de norte a sur-. Ha estado muy bien lo que acaba de hacer, camarada. Como un regalo de navidad del Kaiser. ¡Ya verá, cuando se entere la gente! ¿Ricci Kamm arrestado por un guripa que iba armado con un pepino? ¡Él no lo olvidará mientras viva! O eso espero, por lo menos. El muy cabrón me pegaba unas palizas…

Frieda la arrastró con firmeza hasta la puerta y me dejó solo con el hombre del IGF, un tipo alto, delgado, de pelo entrecano, con buenas maneras prusianas de Herrenklub berlinés, que me saludó con una reverencia muy formal.

– Ha sido admirable -dijo-. Extraordinario. Se lo agradezco, señor. No me cabe duda de que ese matón habría podido hacerme bastante daño. O algo peor.

El hombre del IGF sacó la billetera y me dio su tarjeta de visita, que era tan gruesa y blanca como el cuello de su camisa. Era el doctor Carl Duisberg, uno de los directores del LG. Farben de Frankfurt.

– ¿Puedo saber cómo se llama, señor?

Se lo dije.

– Veo que la fama internacional que tiene el cuerpo policial de Berlín es bien merecida, señor.

– Es increíble lo que se puede hacer con un pepino-dije encogiéndome de hombros.

– Si puedo hacer algo por usted como recompensa, en señal de gratitud -dijo-, dígamelo, señor. Dígamelo,

– Le agradecería que me proporcionase alguna información, doctor Duisberg.

– Desde luego -dijo con el ceño fruncido, algo extrañado. No se esperaba eso-. Si está en mi mano proporcionársela.

– ¿Tiene algo que ver el Sindicato de la Industria Colorante con las compañías farmacéuticas?

Sonrió y se mostró ligeramente aliviado, como si la información que le pedía fuese de dominio público.

– Con mucho gusto le responderé. El Sindicato de la Industria Colorante es propietario de Bayer desde 1925.

– ¿Se refiere a la compañía que fabrica la aspirina?

– No, señor -dijo con orgullo-. Me refiero a la compañía que la inventó.

– Ah, ya. -Hice todo lo posible por mostrarme impresionado-. Entonces supongo que debiera estarles agradecido por todas las resacas que su compañía me ha ayudado a soportar. ¿Y qué es lo próximo? ¿Cuál es el nuevo fármaco maravilloso en que trabaja su empresa?

– No es ése mi campo, señor, no es mi campo en absoluto. Yo soy ingeniero químico.

– ¿Quién se encarga de ese campo?

– ¿Qué persona, quiere decir?

Asentí.

– Mi querido comisario, tenernos docenas de científicos que investigan para nuestra empresa en toda Alemania. Pero principalmente en Leverkusen. Bayer tiene la sede en Leverkusen.

– ¿Leverkusen? No conozco ese lugar.

– Porque es una ciudad nueva, comisario Gunther. Está formada por varios pueblos pequeños en el Rhin. Y tiene muchas fábricas químicas.

– Será un lugar precioso.

– No, comisario, Leverkusen no es nada bonito. Pero se hace dinero allí. Ya lo creo, -El doctor Duisberg se rió-. ¿Pero por qué lo pregunta, señor?

– Aquí en Berlín tenernos un Instituto de Ciencias Policiales en Charlottenburg – le dije-. Y siempre estarnos a la caza de nuevos expertos que puedan ayudarnos en nuestras investigaciones, como comprenderá.

– Oh, claro, claro.

– Conocí a un médico que se encarga de dirigir unas pruebas clínicas muy delicadas en el Hospital Estatal en Friedrichschain, aquí en Berlín. Creo que me dijo que trabajaba para Bayer. Y me preguntaba si será de esas personas discretas y fiables que pueden ayudarnos de vez en cuando. Por lo que parece, es un hombre de mucho talento. Hay quien lo considera el nuevo Paul Ehrlich. ¿Sabe? ¿La Bala Mágica?

– Ah, usted se refiere a Gerhard Domagk -dijo Duisberg.

– El mismo -dije-. Sólo me preguntaba si usted respondería por él. Sólo eso.

– Bueno, no lo conozco personalmente, pero según tengo entendido es muy inteligente. Extraordinariamente inteligente. Y muy discreto. Tiene que serlo. Gran parte de nuestro trabajo es sumamente confidencial. Estoy seguro de que le encantaría colaborar con la policía de Berlín si tuviera ocasión. ¿Hay algo concreto que quieran pedirle?

– No. Todavía no. Tal vez en el futuro.

Me guardé en el bolsillo la tarjeta del hombre del IGF y le dejé que volviese a la mesa en la que almorzaba con otros comensales. y Frieda se acercó de nuevo a mí. Parecía algo colorada y muy agradecida, que es como me gusta ver a mis mujeres.

– Has manejado ese pepino como un profesional-me dijo.

– ¿Sabes qué? Antes de ingresar en la policía de Berlín era verdulero en Leverkusen.

– ¿Dónde diablos está Leverkusen?

– ¿No lo sabes? Es una ciudad nueva, en el Rhin. El centro de la industria química alemana. ¿Te apetece que vayamos allí el fin de semana y me muestras lo agradecida que estás?

– No hay que ir tan lejos para ir tan lejos -dijo Frieda con una sonrisa-. Sólo hay que subir las escaleras. Habitación 102. Es una de las suites VIP. Está vacía en este momento. Charlie Chaplin durmió una vez en la habitación 102. Y también Emil Jannings.

– Sonrió-. Pero ninguno de los dos solicitó mi presencia.

Serían las cuatro y media cuando volví a Alex, Encima de mi mesa tenía una caja de pepinos. Ondeé uno en el aire mientras me aplaudían y vitoreaban varios hombres del Kripo en la sala de detectives. Otto Trettin, uno de los mejores polis del departamento, especialista en bandas criminales como los Guardianes de la Verdad, se acercó a mi mesa. Tenía medio pepino en la pistolera. Lo desenfundó, me apuntó y emitió un ruido como de pistoletazo.