– Muy gracioso. -Sonreí mientras me quitaba la chaqueta y la colgaba en el respaldo de la silla.
– ¿Y la tuya dónde está? -preguntó-. Tu arma, quiero decir.
– En el coche.
– Bueno, supongo que eso explica lo del pepino.
– Venga, Otto. Ya sabes lo que pasa a veces. Si llevas el arma encima, tienes que tener la chaqueta abotonada, y con el calor que hace…
– Pensaste que tendrías ocasión de quitártela.
– Algo así.
– En serio, Bernie. Ahora que te has enfrentado a Ricci Kamm, tendrás que andarte con cuidado.
– ¿Tú crees?
– Un hombre que manda a Ricci Kamm al Charité con la nariz rota y una conmoción cerebral más valeque empiece a empuñar un arma de fuego o que se esconda una navaja en los omóplatos. Aunque sea poli.
– Es posible que tengas razón -reconocí.
– Claro que tengo razón. Tú vives en Dragonerstrasse, ¿no, Bernie? Justo a las puertas del territorio de los Guardianes de la Verdad. El arma no está bien en la guantera, tío. A no ser que tengas pensado atracar un garaje. -y, dicho esto, Otto se alejó, disparándome con el pepino.
– Deberías hacerle caso -dijo una voz-. Lo que te dice es cierto. Cuando no sirven las palabras, un arma a mano puede ser muy útil.
Era Arthur Nebe, uno de los detectives menos de fiar de todo el Kripo. Había sido miembro de los derechistas Freikorps. Lo nombraron comisario del Dla sólo dos años después de ingresar en el cuerpo de policía y tenía un formidable historial en resolución de crímenes. Era miembro fundador de la NSBAG -la Asociación Nacionalsocialista de Funcionarios- y se rumoreaba que mantenía una estrecha amistad con nazis tan importantes como Goebbels, el conde von Helldorf y Kurt Daluege. Curiosamente, Nebe era también amigo de Bernhard Weiss. Tenía otros amigos influyentes en el SDP. y en Alex se daba por hecho que Arthur Nebe tenía más opciones de compra que la Bolsa de Berlín.
– Hola, Arthur -le dije-. ¿Qué haces aquí? ¿No hay bastante trabajo en la política y vienes de caza por aquí?
– Desde que detuvo a los hermanos Sass,-dijo Nebe, haciendo caso omiso de mi comentario-, Otto tiene que andarse con cuidado. Es como si estuviese pintando su propio retrato.
– Bueno, ya sabernos lo de Otto y los hermanos Sass -repliqué. En 1928 Otto Trettin estuvo a punto de ser expulsado del cuerpo cuando se supo que había torturado a esos dos criminales para que confesasen su culpabilidad-. Lo mío no tiene nada que ver con eso. Le eché el guante a Ricci Kamm con una jugada limpia.
– Espero que él opine lo mismo -dijo Nebe-. Por tu propio bien. Mira, andar por ahí sin pistola no es bueno para un poli. En abril, después de mandar al trullo a PranzSpernau, recibí tantas amenazas de muerte que llegaron a ofrecer dinero en el Hoppergarten a quien consiguiese acabar conmigo antes del final del verano. Casi se cobran la apuesta.-Nebe dibujó su sonrisa voraz y se abrió la chaqueta para enseñarme una gran Mauserde mango deescoba-. Pero acabé yo con ellos antes, mira tÚ.Ya sabes lo que quiero decir… -Se dio unos golpecitos en un lado de la nariz (nada desdeñable, dicho sea de paso), con un claro significado-. Por cierto, ¿cómo llevas el caso de Schwartz?
– ¿Por qué quieres saberlo, Arthur?
– Conozco a Kurt Daluege. Estuvimos juntos en el ejército. La próxima vez que nos veamos me preguntará.
– En realidad, empiezo a hacer grandes avances. Estoy más o menos seguro de que el principal sospechoso es un paciente de la Clínica Urológica del Hospital Estatal en Friedrichschain.
– ¿Ah, sí?
– Así que ya le puedes decir a tu colega Daluege que no es nada personal. Pondría todo mi empeño en detener al asesino de esta niña aunque su padre no fuese un nazi repugnante.
– Seguro que le alegrará saberlo, pero, personalmente, no sé qué sentido tiene traer al mundo a una niña así. Como sociedad, creo que deberíamos seguir el ejemplo de los romanos. ¿Sabes a qué me refiero? ¿Rómulo y Remo? Habría que dejarlos en la ladera de una montaña hasta que murieran de frío. O algo así.
– Es posible. Sólo que esos dos no acabaron en una ladera porque estuviesen enfermos, sino porque su madre era una virgen vestal que había infringido su voto de celibato.
– Bueno, ni siquiera sé cómo se escribe eso -dijo Nebe.
– Además, Rómulo y Remo sobrevivieron. ¿No lo sabías? y fundaron Roma.
– Me refiero al principio general. Me refiero al derroche de dinero en miembros inútiles de la sociedad. ¿Sabes que al gobierno le cuesta sesenta mil marcos más mantener vivo a un tullido en este país que a un ciudadano medio sano?
– Dime, Arthur. Cuando hablamos de ciudadanos sanos, ¿incluimos a Joey Goebbels?
– Eres buen poli, Bernie -dijo Nebecon una sonrisa-. Todo el mundo lo dice. Sería una pena que arruinases una carrera tan prometedora con un par de comentarios irreflexivos como ése.
– ¿Quién ha dicho que ese comentario es irreflexivo?
– ¿No lo es? Tengo entendido que no eres ningún rojo.
– Pongo mucho empeño en mi aversión a los nazis, Arthur. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.
– Sin embargo, los nazis van a ganar las próximas elecciones. ¿Y qué piensas hacer entonces?
– Haré lo mismo que todo el mundo, Arthur. Me iré a casa y meteré la cabeza en el horno de gas con la esperanza de despertarme de una pesadilla.
Hacía otra noche muy agradable, más cálida que de costumbre.
– ¡Venga! -le dije a Heinrich Grund, después de lanzarle la chaqueta-. Vamos a hacer de detectives un rato.
Bajamos al patio central de Alex, donde había aparcado el coche. Giré la llave en el contacto y presioné el botón para accionar el motor de arranque. El coche cobró vida con gran estruendo. -
¿Adónde vamos? -preguntó Grund.
– A Oranienburger Strasse.
– ¿Por qué?
– Estamos buscando sospechosos, ¿recuerdas? Es lo bueno que tiene esta ciudad, Heinrich. No hay que ir al manicomio para encontrar mentes retorcidas y trastornadas. Las hay por todas partes. En el Reichstag. En Wilhelmstrasse. En el Parlamento Prusiano. No me extrañaría que hubiera una o dos en Oranienburger Strasse. Eso nos facilita mucho el trabajo, ¿no crees?
– Si tú lo dices, jefe… ¿Pero por qué Oranienburger Strassei
– Porque es famosa por cierta clase de putas.
– Las tullidas.
– Exacto.
Era viernes por la noche, pero qué le íbamos a hacer. Todas las noches había mucho bullicio en la Oranienburger Strasse. Los coches paraban delante de la Oficina Central de telégrafos que estaba abierta día y noche. Y, hasta el año anterior, la Oranienburger Strasse era el lugar donde se encontraba uno de los cabarés más populares de Berlín, el Nido de Cigüeña, uno de los motivos por los que la calle se había.popularizado entre las prostitutas de la ciudad. Se rumoreaba que bastantes chicas de Oranienburger habían trabajado en el Nido antes de que el dueño del cabaré contratase a cabareteras polacas, que eran más baratas.
Los viernes por la noche había aún más tráfico del habitual, porque todos los judíos asistían al shul en la Nueva Sinagoga, la mayor de Berlín. El tamaño del edificio y la suntuosa cúpula en forma de bulbo indicaban la relevancia de la presencia judía en Berlín. Sin embargo, las cosas empezaban a cambiar. Según mi amigo Lasker, algunos judíos de la ciudad se preparaban para marcharse de Alemania, por si sucedía lo impensable y los nazis ganaban las elecciones. Cuando llegamos, cientos de judíos traspasaban los arcos de ladrillo multicolor de la sinagoga: hombres con sombreros de piel y abrigos negros, hombres con mantos de rezo y tirabuzones, chicos con casquetes de terciopelo, mujeres con pañuelos de seda en la cabeza, todos bajo la atenta vigilancia, ligeramente desdeñosa, de varios policías uniformados, dispuestos en parejas a intervalos a lo largo de la calle, por si algún grupo de agitadores nazis decidía aparecer y provocar algún conflicto.