Me enseñaron un dormitorio con un postigo roto, una alfombra raída y una cama de latón cuyo colchón era tan fino como una rodaja de pan de centeno, y más o menos igual de cómodo. A través de la ventana mugrienta, llena de telarañas, vi un jardín cubierto de jazmín, helechos y enredaderas. Había una fuente pequeña que no funcionaba desde hacía tiempo: una gata- había parido varios gatitos en su interior, justo debajo de un canalón de cobre tan verde como sus ojos. Pero no todo eran malas noticias. Al menos disponía de una habitación sólo para mí. El baño en sí estaba repleto de libros antiguos, lo que no impedía que me bañase. Me encanta leer en el baño.
Ya había otro alemán alojado en el piso. Tenía la cara roja y abotargada, con ojeras abolsadas como un coy de cocinero naval. El pelo era de color paja y no menos desaliñado que ésta. Su cuerpo era delgado, con cicatrices que semejaban orificios de bala. No era difícil verlas, porque llevaba una reliquia de bata maloliente con un hombro al descubierto, a semejanza de una toga. En las piernas tenía unas varices enormes como lagartos fosilizados. Parecía un tipo estoico que acaso dormía en un barril, a juzgar por la botella de licor en el bolsillo de la bata y el monóculo en el ojo, que le confería un toque distinguido y elegante.
Fuldner lo presentó como Fernando Eifler, pero supuse que no era su nombre verdadero. Los tres sonreímos con cortesía pero nos invadió una misma idea: que si permanecíamos el tiempo suficiente en el piso franco, acabaríamos como Fernando Eifler.
– Hola, amigos, ¿no tendrán un cigarrillo? -preguntó Eifler-. Creo que se me han acabado.
Kuhlmann le dio uno y le ayudó a encenderlo. Entretanto, Fuldner se disculpaba por la miseria del lugar, recalcando que sólo era para unos días y que, si Eifler seguía ahí, era porque había rechazado todos los empleos que le ofreció la DAlE, la organización que nos había traído a Argentina. Lo dijo con bastante naturalidad, pero nuestro nuevo compañero de piso se irritó visiblemente.
– No he recorrido medio mundo para trabajar -dijo Eifler con acritud-. ¿Por quién me toman? Soy un oficial alemán y un caballero, no un empleado de banco de pacotilla. La verdad, Puldner, no sé cómo pretenden semejante cosa. Cuando estábamos en Génova, nadie nos dijo que tendríamos que trabajar para ganarnos la vida. Desde luego, yo no habría venido, si hubiera sabido que pretendían que me ganase el pan. Ya es bastante fastidioso tener que abandonar la casa familiar en Alemania para encima aceptar la humillación de estar bajo las órdenes de un jefe.
– ¿Prefería caer en manos de los aliados, Herr Eifler? -preguntó Eichmann.
– La soga americana o el ronzal argentino -dijo Eifler-. No es mucha elección para un hombre con una trayectoria como la mía. Francamente, preferiría que me hubieran matado los Popov antes que sentarme todos los días a las nueve de la mañana delante de una mesa de oficinista. Es poco civilizado. -Sonrió fríamente a Kuhlmann-. Gracias por el cigarrillo. Por cierto, bienvenidos a Argentina. Y ahora, si me disculpan, caballeros. -Con una fría reverencia entró renqueante en su habitación y cerró la puerta.
– A unos les cuesta más que a otros adaptarse -dijo Fuldner, encogiéndose de hombros-. Sobre todo a los aristócratas como Eifler.
– Debía haberlo imaginado -dijo Eichmann con desdén.
– Lo dejo aquí con Herr Geller para que se acomoden -dijo
Fuldner a Eichmann. Luego se dirigió a mí y añadió-: Herr Hausner, tiene una cita esta mañana.
– ¿Yo?
– Sí. Vamos a la comisaría de policía en Moreno-dijo-. Al Registro de Extranjeros. Todos los recién llegados tienen que presentarse para obtener una cédula de identidad. Le aseguro que es un mero trámite rutinario, Herr Doctor Hausner. Fotografías y huellas, ese tipo de cosas. La necesitan todos para trabajar, por supuesto, pero para guardar las apariencias es mejor que no vayan todos a la vez.
Al salir del piso franco, Fuldner confesó que, aunque era cierto que todos necesitábamos una cédula de la comisaría local, no era ahí adónde íbamos en ese momento.
– Comprenda que tenía que decir algo-dijo-. No podía mencionar adónde vamos sin herir los sentimientos de ellos dos. -No, sería terrible -dije mientras subía al coche.
– Y, por favor, cuando volvamos, por el amor de Dios, no les diga dónde hemos estado. Gracias a Eifler, ya hay bastante resentimiento en esa casa para que usted ponga la guinda.
– Claro. Guardaré el secreto.
– Tómeselo de guasa, si quiere -dijo mientras encendía el motor y arrancaba el coche-, pero yo soy el que se va a reír cuando descubra adónde vamos.
– No me diga que ya me van a deportar.
– No, de eso nada. Vamos a ver al presidente.
– ¿Juan Perón quiere verme? Fuldner se rió tal como había anunciado. Supongo que puse cara de idiota.
– ¿Pero qué he hecho yo? ¿He ganado.algún premio importante? ¿Soy el forastero más prometedor que acaba de llegar a este país?
– . Aunque no lo crea, a Perón le gusta recibir personalmente a muchos oficiales alemanes que llegan a Argentina. Siente predilección por Alemania y los alemanes.
– No se puede decir eso de todo el mundo.
– Al fin y al cabo es militar.
– Supongo que por eso lo nombraron general.
– Sobre todo le gusta recibir a los médicos. El abuelo de Perón era médico. Él también quería ser médico, pero acabó en la Academia Militar Nacional.
– Es fácil caer en ese error -dije-. Matar a gente en lugar de curarla. -y vertiendo un par de cubitos de hielo en mi voz, añadí-: No crea que no me honra la deferencia del presidente, Carlos. Pero la verdad es que hace muchos años que no cojo un estetoscopio. Espero que no me pida un remedio para el cáncer o que le ponga al día de la última revista médica alemana. Al fin y al cabo, me he pasado los últimos cinco años escondido en la carbonera.
– Relájese -dijo Fuldner-. No es usted el primer médico nazi que presento al presidente. Y no crea que será el último. El hecho de que sea médico sólo indica que es un hombre culto, un caballero.
– Si la ocasión lo requiere, puedo pasar por un caballero -dije. Me abotoné el cuello de la camisa, me estiré la corbata y miré la hora-. ¿Siempre recibe a las visitas con el desayuno y el periódico?
– Perón suele estar en el despacho antes de las siete -dijo Fuldner-. Allí. La Casa Rosada. -Señaló el edificio de color rosa que se alzaba al otro lado de una plaza bordeada de palmeras y estatuas. Parecía el palacio de un marajá indio que había visto en una revista.
– Rosa -dije-. Mi color favorito para un edificio gubernamental. ¿Quién sabe? Es posible que Hitler siguiera en el poder si hubiera mandado pintar la Cancillería del Reich de un color más bonito que el gris.
– Este rosa tiene su historia -dijo Fuldner.
– No me la cuente. Me relajará pensar en Perón como un presidente que prefiere el rosa. Créame, Carlos, me tranquiliza mucho.
– Eso me recuerda una cosa que dijo antes. Cuando insinuó que era rojo, lo decía en broma, ¿no?
– He estado casi dos años en un campo de prisioneros soviético, Carlos. ¿Usted qué cree?
Bordeó el edificio hasta una entrada lateral, donde mostró un pase de seguridad a un guardia, y continuó hasta un patio central. Había dos granaderos apostados ante una escalera de mármol ornamentada. Con sombreros altos y sable en mano, parecían una ilustración de un cuento infantil tradicional. Observé la galería superior de estilo logia que dominaba el patio, con la sensación de que aparecería en cualquier momento el Zorro para darnos una lección de esgrima. En cambio, vislumbré a una rubia menuda que nos miraba con interés. Llevaba más diamantes de lo que parecía decente a la hora del desayuno y un complejo tocado en forma de hogaza. Pensé en pedir prestado un sable para cortarme una rebanada si me entraba hambre.