– Es ella -dijo Fuldner-. Evita. La esposa del presidente.
– Algo me decía que no era la señora de la limpieza. Con todo el dineral que llevaba encima, parecía improbable.
Subimos la escalinata y entramos en un vestíbulo suntuosamente amueblado por donde pululaban varias mujeres. A pesar de que el gobierno de Perón era una dictadura militar, allí nadie iba uniformado. Cuando comenté este hecho, Puldner me dijo que a Perón no le gustaban los uniformes; prefería cierto grado de informalidad, cosa un tanto chocante para algunos, También habría podido mencionar que las mujeres presentes en el vestíbulo eran muy bellas y que seguramente Perón las prefería a las feas, en cuyo caso era un dictador con el que me identificaba. El tipo de dictador que habría sido yo si un sentido sumamente desarrollado de la justicia social y la democracia no hubiese obstaculizado mi propio deseo de poder y autocracia.
A pesar de lo que me había dicho Fuldner, parecía que el presidente no estaba todavía en su despacho. Y mientras aguardábamos su anhelada aparición, una de las secretarias nos sirvió café en una bandejita de plata. Luego fumamos. Las secretarias fumaban también. Todo el mundo fumaba en Buenos Aires. Al parecer, hasta los gatos y perros consumían veinte cigarrillos diarios. Después oí un ruido como de cortacésped al otro lado de los ventanales. Dejé la taza y fui a echar un vistazo. Justo en ese instante un hombre alto bajaba de un escúter. Era el presidente, aunque nadie lo diría al ver su modesto medio de transporte o su atuendo informal. Comparé a Perón con Hitler e intenté imaginar al Führer vestido con ropa de golf y montado en una Vespa de color verde lima por la Wilhelmstrasse.
El presidente aparcó el escúter y subió las escaleras de dos en dos, pisando los escalones de mármol con sus zapatos de cuero ingleses y un ruido como de golpes en el costal de un gimnasio. Por su pinta parecía un jugador de golf, con la gorra, el bronceado, el cárdigan de cremallera, los bombachos marrones y los calcetines gruesos de lana, pero tenía porte y complexión de boxeador. Con una estatura que no llegaba al metro ochenta, pelo oscuro peinado hacia atrás y una nariz más romana que-el Coliseo, me recordaba a Primo Carnera, el peso pesado italiano. Tendrían también la misma edad, aproximadamente. Supuse que Perón rondaba los cincuenta y pocos. El pelo oscuro parecía lustrado y abrillantado a diario cuando los granaderos se limpiaban las botas de montar.
Una de las secretarias le entregó unos papeles mientras otra le abría las puertas dobles de su despacho, cuyo aspecto interior era autocrático en un sentido más convencional. Había multitud de bronces ecuestres, revestimiento de roble en las paredes, retratos todavía húmedos, lujosas alfombras y columnas corintias. Nos indicó que nos sentásemos en un par de sillones de cuero, soltó los papeles en una mesa del tamaño de un trabuquete y lanzó la gorra y la chaqueta a otra secretaria, que los apretó contra su pecho nada insustancial, de una manera que me hizo pensar que deseaba que no se los hubiese quitado.
Otra persona le trajo un café, un vaso de agua, una pluma de oro y una boquilla de oro con un cigarro ya encendido. Bebió un sorbo sonoro de café, se llevó la boquilla a los labios, cogió la pluma y empezó a estampar su firma en los documentos que le habían entregado. Yo estaba lo suficientemente cerca para prestar atención al estilo de la firma: una «J» mayúscula con florituras egoístas, un trazo final agresivo y vistoso en la «n» de Perón. Al ver su letra, hice una rápida evaluación psicológica del hombre y concluí que era un tipo neurótico, retentivo anal, que prefería que la gente entendiese lo que escribía. No como un médico, desde luego, me dije con alivio.
Disculpándose en un alemán casi fluido por habernos hecho esperar, Perón nos acercó una pitillera de plata. Luego nos dimos la mano y noté una dura prominencia en el carpo del pulgar, cosa que me hizo pensar de nuevo en un boxeador. Eso, y las venas rotas bajo la fina piel de los pómulos prominentes, y la dentadura postiza delatada por su sonrisa fácil. En un país donde nadie tiene sentido del humor, el hombre sonriente es el rey. Yo también le sonreí, le di las gracias por su hospitalidad y luego lo felicité en español por su dominio del alemán.
– No, por favor -respondió Perón, en alemán-. Me encanta hablar en alemán. Me viene bien practicar. Cuando era cadete en la academia militar, todos los instructores eran alemanes. Fue antes de la Gran Guerra, en 1911. Había que aprender alemán porque las armas eran alemanas y todos los manuales técnicos estaban en alemán. Incluso aprendimos a desfilar con el paso de la oca. Todos los días a las seis de la tarde mis granaderos desfilan con el paso de la oca hasta la Plaza de Mayo para arriar la bandera del mástil. La próxima vez que vaya, intente que sea a esa hora y lo verá.
– Así lo haré, señor. -Dejé que me encendiese el cigarrillo-. Pero creo que mis tiempos del paso de la oca se han acabado ya. Ahora lo máximo que puedo hacer es subir un tramo de escaleras sin quedarme sin aliento.
– Yo también. -Perón sonrió-. Pero intento mantenerme en forma. Me gusta montar a caballo y esquiar cuando tengo ocasión. En 1939 fui a esquiar a los Alpes, en Austria y Alemania. Por aquel entonces, Alemania era maravillosa, una maquinaria bien lubricada. Era como estar dentro de uno de esos imponentes automóviles Mercedes-Benz. Suave, potente y fascinante. Sí, fue un momento importante de mi vida.
– Sí, señor. -Seguí sonriéndole, como si estuviese de acuerdo con él en todo lo que decía. Lo cierto es que me horrorizaba ver soldados desfilando con el paso de la oca. Para mí era una de las visiones más desagradables del mundo; algo terrorífico y ridículo que suscitaba la hilaridad del espectador. Y en cuanto al año 1939, había sido un momento importante pata la vida de todo el mundo. Sobre todo para los polacos, franceses, británicos e incluso para los alemanes. ¿Quién olvidaba en Europa el año 1939?
– ¿Y cómo van las cosas en Alemania ahora? -preguntó.
– Para la gente corriente, bastante bien -respondí-. Pero depende de la zona en la que uno esté. Lo peor es la zona de ocupación soviética. Las cosas son siempre más difíciles allá donde están a cargo los rusos. Incluso para los rusos. La mayoría de la gente sólo quiere olvidarse de la guerra y seguir adelante con la reconstrucción.
– Es increíble lo que se ha conseguido en tan poco tiempo -dijo Perón.
– Bueno, no sólo me refiero a la reconstrucción de nuestras ciudades, señor. Aunque por supuesto eso es importante. No, me refiero a la reconstrucción de nuestras creencias e instituciones más fundamentales. Libertad, justicia, democracia. El Parlamento. Una fuerza policial justa. Un sistema judicial independiente. Cuando todo eso se haya recuperado, puede que recuperemos algo de dignidad.
– Debo decir que no parece usted nazi -dijo Perón entrecerrando los ojos.
– Han pasado cinco años, señor, desde que perdimos la guerra -repliqué-. No tiene sentido pensar en lo que se perdió. Alemania necesita mirar al futuro.
– Eso es lo que necesitamos en Argentina -dijo Perón-. Mirar hacia delante. Un poco de dinamismo alemán, ¿no le parece, Fuldner?
– Desde luego, señor.
– Disculpe que le diga esto, señor -dije-, pero por lo que he visto hasta ahora, Alemania no tiene nada que enseñar a Argentina.
– Éste es un país muy católico, Doctor Hausner -me dijo-. De costumbres muy arraigadas. Necesitamos un poco de pensamiento moderno. Necesitamos científicos. Buenos gestores. Técnicos. Doctores como usted.-Me dio una palmadita en el hombro.