– Así que tenemos en Buenos Aires a un famoso detective
– dijo Evita-. Qué fascinante.
– No sé si famoso -repliqué-. Famoso es una palabra adecuada para un boxeador o una estrella de cine, no para un detective. Desde luego, la jefatura de policía de Weimar hizo creer a los periódicos que algunos éramos más hábiles que otros. Pero sólo eran recursos para proyectar una buena imagen del cuerpo policial y dar confianza al público sobre nuestra capacidad de resolver crímenes. Me temo que no se podrían escribir más de dos párrafos muy sosos en los periódicos actuales sobre mi labor de detective, señora.
Eva Perón ensayó una sonrisa fugaz. Su barra de labios era impecable y sus dientes perfectos, pero proyectaba una mirada inexpresiva. Era como recibir una sonrisa de un glaciar templado. -Su modestia… cómo decirlo… es típica de sus compatriotas -dijo Evita-.
Parece que ustedes nunca han sido muy importantes. Siempre atribuyen a otro los laureles o la culpa. ¿No es cierto, Herr Gunther?
Tenía muchas cosas que decir al respecto, pero cuando la esposa del presidente le pega a uno semejante sopapo, más vale recibirlo en el mentón como si la mandíbula fuera de hierro, aunque duela.
– Hace sólo diez años, los alemanes pensaban que debían dominar el mundo. Ahora lo único que quieren es vivir tranquilos y que los dejen en paz. ¿Es eso lo que quiere, Herr Gunther? ¿Vivir tranquilo? ¿Que lo dejen en paz?
Fue el policía el que acudió en mi ayuda.
– Por favor, señora -dijo-. Sólo está siendo modesto. Le doy mi palabra. Herr Gunther era un gran detective.
– Ya veremos -dijo ella.
– Tómelo como un cumplido, Herr Gunther. Si me acuerdo yo de su nombre, después de tantos años, estará de acuerdo en que, en este caso al menos, la modestia está fuera de lugar.
– Es posible -dije, encogiéndome de hombros.
– Bueno -dijo Evita-. Me tengo que ir. Dejo a Herr Gunther y al coronel Montalbán con su mutua admiración.
La vi marchar. Me alegré de verla por detrás. Sobre todo me alegré de ver su trasero. Incluso en presencia de la mirada del presidente, llamaba la atención. Yo no conocía ninguna melodía de tango argentino, pero, al ver sus posaderas bien enfundadas saliendo con garbo del despacho de su marido, sentí el deseo de tararear alguno. En otra sala y con una camisa limpia, habría intentado darle una palmadita. A algunos hombres les gustaba dar palmadas a una guitarra o a las fichas de dominó. Yo prefería darlas en el culo de una mujer. No era exactamente una afición. Pero se me daba bien. A un hombre se le debe dar bien algo.
Cuando Evita se marchó, el presidente tomó de nuevo el mando. Me pregunté cuántas cosas consentía Perón a su esposa sin darle siquiera una palmada. Probablemente bastantes. Es un defecto habitual en los dictadores entrados en años cuando sus mujeres son más jóvenes.
– No le haga caso a mi mujer, Herr Gunther -dijo Perón en alemán-. No entiende que usted hablaba desde…
– Se dio palmaditas en el estómago-. Desde aquí. Habló porque sintió la necesidad de hacerlo. Me halaga que haya tenido esa confianza conmigo. Tal vez ambos vemos mutuamente algo en el otro. Algo importante. Una cosa es obedecer a otra persona. Hasta un idiota puede hacerlo. Pero obedecerse a uno mismo, someterse a la disciplina más rígida e implacable, eso es lo importante. ¿Verdad?
– Sí, señor. Perón asintió.
– Así que usted no es médico. Entonces no podemos ayudarle a que ejerza la medicina. ¿Podemos hacer algo por usted?
– Sí, hay una cosa, señor -dije-. No sé si es que los viajes en barco me sientan malo si estoy envejeciendo, pero últimamente no me encuentro muy bien, señor. Me gustaría que me viera un médico, si fuera posible. Uno de verdad. Para ver si me pasa algo o si sólo es morriña. Aunque ahora mismo esto último parece bastante improbable.
CAPITULO 4
Pasaron varias semanas. Conseguí la cédula y me trasladé del piso franco de la calle Monasterio a un hotelito acogedor llamado San Martín, en el barrio de la Florida. Estaba a cargo de los propietarios, los Lloyd, una pareja inglesa. Por la cortesía de su trato, me costaba creer que nuestros respectivos países hubieran estado en guerra. Sólo después de la guerra se descubre cuántas cosas se tienen en común con los enemigos. Descubrí que los ingleses eran como los alemanes, pero con una gran ventaja: no les hacía falta hablar alemán.
El San Martín tenía el encanto del viejo mundo, con cúpulas de cristal, mobiliario confortable y buena cocina casera, principalmente para los devotos de los filetes con patatas. Estaba situado junto a la esquina del menos económico Hotel Richmond, en cuyo café me gustaba recalar.
El Richmond era un local exclusivo. Tenía un gran salón revestido de madera, con pilares, espejos en los techos, grabados ingleses con escenas de caza y sillones de piel. Una pequeña orquesta tocaba tangos y obras de Mozart y, si no me equivoco, unos cuantos tangos de Mozart. El sótano lleno de humo era el lugar donde los hombres jugaban al billar, al dominó y sobre todo al ajedrez. Las mujeres no eran bienvenidas en el sótano del Richmondo Los hombres argentinos se tomaban a las mujeres muy en serio. Demasiado en serio como para tenerlas cerca mientras jugaban al billar o al ajedrez. O bien era eso o bien es que las mujeres argentinas jugaban demasiado bien al billar y al ajedrez.
En mis tiempos berlineses, durante el estancamiento de la República de Weimar, yo solía jugar al ajedrez en el Romanisches Café. En una o dos ocasiones recibí una lección del gran Lasker, que era también un asiduo del lugar. Después de aquello no logré ser mejor jugador, pero sí más capaz de apreciar la derrota frente a un jugador tan bueno como Lasker.
Fue en el sótano del Richmond donde el coronel Montalbán me encontró enfrascado en un final de partida con un escocés diminuto, con cara de rata, llamado Melville. Podría haber forzado un final en tablas si hubiera tenido la paciencia de un Philidor. Pero Philidor nunca tuvo que jugar al ajedrez bajo la vigilancia de la policía secreta. Aunque poco le faltó. Por suerte para Philidor, estaba en Inglaterra cuando se desencadenó la Revolución francesa. Tuvo la sensatez de no regresar. Se pueden perder cosas más importantes que una partida de ajedrez. La cabeza, por ejemplo. El coronel Montalbán no tenía la mirada fría de un Robespierre, pero yo la sentía igual. Y en lugar de preguntarme cómo debía explotar mi peón adicional para sacar la máxima ventaja, empecé a preguntarme qué querría de mí el coronel. A partir de ahí, mi derrota fue sólo cuestión de tiempo. No me importaba perder ante un escocés con cara de rata. Ya me había ganado antes. Lo que me fastidió fue el consejo que llegó con el húmedo apretón de manos.
– Conviene poner siempre la torre detrás del peón -dijo en su español peninsular ceceante que suena y huele muy distinto del español latinoamericano-. Excepto, por supuesto, cuando es una decisión incorrecta.
Si Melville hubiera sido Lasker, habría recibido bien el consejo. Pero era Melville, un agente de ventas de Glasgow, con mal aliento y un interés malsano por las niñas.
Montalbán me siguió al piso de arriba. -Juega bien -me dijo.
– Aceptablemente. Al menos hasta que aparecen los policías. Eso me desconcentra.
– Lo siento.
– No importa. Pero me alegra que lo sienta. Me quita un peso de encima.
– En Argentina no somos así ~dijo-. Está bien criticar al gobierno.
– No es eso lo que me han dicho. Y si me pregunta quién, verá que tengo razón.
– Hay críticas y críticas -dijo el coronel Montalbán, encogiéndose de hombros mientras encendía un cigarrillo-. Mi trabajo consiste en captar esa sutil diferencia.
– Supongo que no le costará mucho con los oyentes, ¿no?