Miré la hora. Eran las dos.
Al cabo de noventa minutos se abrió de nuevo la puerta. El hombre de la casa acompañó a la chica hasta la galería. Cogió el gato y se lo mostró con orgullo. La chica acarició la cabeza del gato y le metió una golosina en la boca. El hombre dejó el gato en el suelo y bajaron las escaleras. La chica caminaba más despacio que antes, bajando los escalones como si midiesen más de un metro. Volví a mirar por el telescopio. Le pendía la cabeza sobre los hombros, pero no tanto como los párpados. Daba la impresión de que la habían drogado. Varios pasos por delante de la chica, el hombre dio unos golpecitos en la ventanilla del coche de policía y el agente se irguió de forma repentina, como si un objeto punzante hubiera traspasado la parte inferior de su asiento. El hombre abrió la puerta trasera derecha del coche y se volvió para ver dónde estaba la chica y vio que había dejado de caminar, aunque a duras penas se sostenía de pie. Parecía un árbol a punto de desplomarse. Estaba pálida, tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente por la nariz, intentando no desvanecerse. El hombre volvió hacia la chica y le pasó la mano por la cintura. A continuación la chica se inclinó hacia delante y vomitó en la alcantarilla. El hombre miró a su alrededor buscando al poli y dijo algo brusco. El poli se acercó, recogió a la chica en brazos y la tendió en el asiento trasero del coche. Cerró la puerta, se quitó la gorra, se secó la frente con un pañuelo y comunicó algo al hombre, que se inclinó hacia delante para decir adiós con la mano por la ventanilla a la chica postrada y luego se quedó allí esperando. Miró a su alrededor. Miró hacia mí. Me encontraba a unos treinta metros de distancia. No pensé que pudiera verme. No me vio. El coche de policía arrancó, el hombre volvió a decir adiós y subió a la casa.
Plegué el telescopio y lo guardé en la guantera. Bebí un trago de coñac de la petaca que llevaba en el bolsilló y salí del coche. Recogí una carpeta y un cuaderno que tenía en el asiento del copiloto, me ajusté la pistolera, me froté la cicatriz aún reciente en la clavícula y subí las escaleras. El perro se puso a ladrar otra vez. El gato, que tenía el tamaño y la forma de un plumero, estaba sentado en la balaustrada y me escudriñó con ojos verticales. Era un demonio menor, típico de su diabólico propietario.
Llamé al timbre, oí un carillón que sonó como el de un reloj de torre, y volví la vista atrás, hacia el otro lado de la calle. En ese momento se vestía la mujer de la bata rosa. Seguí esperando hasta que se abrió la puerta detrás de mí.
– Oirán bien al cartero -dije en alemán-. Con un timbre así. Dura tanto como un coro celestial. -Le mostré mi identificación-. Me pregunto si puedo pasar y hacerle unas preguntas.
En el aire se percibía un fuerte olor a éter, que ponía de relieve la evidente inoportunidad de mi visita. Pero Helmut Gregor era alemán y un alemán sabía que no le convenía discutir con credenciales como las mías. Ya no existía la Gestapo, pero la idea y la influencia de la Gestapo pervivía en la mente de todos los alemanes con edad suficiente para distinguir entre un anillo de boda y una nudillera metálica. Sobre todo en Argentina.
– Será mejor que pase -me dijo, apartándose con cortesía-. ¿Herr…?
– Hausner. Carlos Hausner.
– Un alemán que trabaja para el servicio estatal de información. Qué raro, ¿no?
– Bueno, no sé. En otros tiempos no se nos daban nada mal estas cosas.
Insinuó una sonrisa y cerró la puerta.
Estábamos en un vestíbulo de techos altos con suelo de mármol. Alcancé a ver fugazmente algo que parecía una clínica, al fondo del vestíbulo, antes de que Gregor cerrase la puerta de cristal esmerilado de aquella sala.
Hizo una pausa, como si se sintiese inclinado a celebrar el interrogatorio en el vestíbulo, pero luego parece que cambió de opinión y me condujo hasta una elegante sala de estar. Bajo un historiado espejo de oro había una chimenea de piedra muy elegante, ante la cual había una mesa de té china de madera noble y un par de sillones de piel. Me indicó por señas que me sentase en uno de los sillones.
Me senté y eché un vistazo alrededor. En un aparador había una colección de mates de plata y, en la mesa que teníamos delante, un ejemplar del Free Press, que era el diario alemán de tendencia nazi. En otra mesa había una fotografía de un hombre con pantalones bombachos montando en bicicleta. En otra foto se veía a un hombre con corbata blanca y frac en el día de su boda. El hombre no tenía bigote en ninguna de las dos fotografías y este detalle me ayudó a identificarlo como el hombre que conocí en los escalones de la casa del doctor Kassner en Berlín, en el verano de 1932. El hombre que se llamaba Beppo. El hombre que ahora decía llamarse Helmut Gregor. Aparte del bigote no había cambiado gran cosa. No llegaba a los cuarenta y tenía todavía bastante pelo, sin una sola cana. No sonreía pero mantenía la boca entreabierta, con el labio retorcido como un perro que se prepara para ladrar, o para morder. Los ojos eran distintos a como los recordaba. Eran como los ojos de un gato: cautelosos, atentos y llenos de siete vidas de secretos oscuros.
– Lamento molestarle a la hora de comer. -Señalé un vaso de leche y un bocadillo a medio comer en una bandeja de plata en el suelo, junto a la pata de la silla. Al mismo tiempo me pregunté si la leche y el bocadillo habrían sido para su joven visita anterior.
– No importa. ¿Qué desea?
Recité la monserga habitual del pasaporte argentino yel certificado de buena conducta y le dije que era un mero trámite, porque yo había pertenecido a las SS y me conocía el percal. Al oír esto, me preguntó por mi servicio en la gu~rra y, después de suministrarle la versión editada de mis tiempos en la Oficina Alemana de Crímenes de Guerra, aparentemente se relajó un poco, como una tanza de pesca que se afloja al cabo de unos minutos en el agua.
– Yo también estuve en Rusia -dijo-. En el cuerpo médico de la División Viking. Y, en concreto, en la batalla de Rostov.
– Tengo entendido que las cosas eran bastante peliagudas allí -me atreví a decir.
– Eran peliagudas en todas partes.
– Sólo quisiera comprobar algunos datos básicos -dije después de abrir la carpeta que traía. El expediente de Helmut Gregor.
– Claro.
– ¿Nació el…?
– 16 de marzo de 1911.
– ¿En…?
– Gunzburg.
– Está a orillas del Danubio. Es lo único que sé de esa localidad. Yo soy de Berlín. No. Aguarde un minuto. Conocí a una persona de Gunzburg. Un tipo llamado Pieck. Walter Pieck. Estaba también en las SS. En el campo de concentración de Dachau, creo. A lo mejor lo conoce.
– Sí. Su padre era el jefe de la policía municipal. Antes de la guerra apenas nos conocíamos. Pero yo nunca estuve en Dachau. Nunca estuve en ningún campo de concentración. Como le dije, estuve en la División Viking de las Waffen-SS.
– ¿Ya qué se dedicaba su padre en Gunzburg?
– Vendía maquinaria agrícola. Todavía se dedica al mismo negocio. Trilladoras y cosas así. Algo muy corriente, pero creo que sigue siendo la empresa más grande de la ciudad.
– Lo siento -dije, después de dejar la pluma-. Me he saltado una pregunta. Nombre del padre y la madre, por favor.
– ¿Es necesario?
– Es normal en la solicitud de pasaporte.
– Karl y Walburga Mengele.