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– Walburga. Es un nombre poco común.

– Sí, ¿verdad? Walburga era una santa inglesa que vivió y murió en Alemania. Supongo que le sonará la noche de Walpurgis. El 1 de mayo. Es cuando se trasladaron sus reliquias a no sé qué iglesia.

– Pensaba que era una especie de sabbath de las brujas.

– Creo que también es algo así -dijo.

– Y usted es Josef ¿Tiene hermanos?

– Dos hermanos. Alois y Karl.

– No quiero entretenerlo más, doctor Mengele. -Sonreí.

– Prefiero que me llame doctor Gregor.

– Sí, claro. Disculpe. Dígame, ¿dónde estudió?

– ¿Y eso es relevante?

– Continúa ejerciendo la medicina, ¿no? Yo diría que es bastante relevante.

– Sí. Sí, claro. Perdone, es que no estoy acostumbrado a responder con sinceridad tantas preguntas seguidas. Llevo cinco años fingiendo una nueva personalidad. Seguro que sabe lo que es.

– Desde luego. Por eso el gobierno argentino me ha encomendado esta tarea. Porque soy alemán y de las SS, igual que usted. Así podrán dejarlo tranquilo, como al resto de camaradas, cuando concluya todo el proceso. Lo entiende, ¿verdad?

– Sí. Bien pensado, parece lógico.

– De todos modos -dije, encogiéndome de hombros-, si no quiere solicitar un pasaporte argentino, podemos interrumpir todo esto aquí. -Negué con la cabeza-. Y tan amigos, como se suele decir.

– Por favor, continúe.

Fruncí el ceño como si pensase en otra cosa.

– Insisto -añadió.

– No, es que tengo la sensación de que nos hemos visto antes.

– No creo. Me acordaría.

– ¿Fue en Berlín, no? En el verano de 1932.

– En el verano de 1932 estaba en Munich.

– Sí, seguro que se acuerda. Fue en casa de otro médico. El doctor Richard Kassner. En Donhoff Platz, ¿se acuerda?

– No recuerdo haber conocido al doctor Kassner.

Me desabroché el abrigo para que vislumbrase el arma que llevaba. Por si acaso se le pasaba por la cabeza algún experimento quirúrgico conmigo. Como trepanarme con una pistola. Porque yo ya no dudaba que él iba armado. En uno de los bolsíllos del abrigo escondía algo más pesado que una cajetílla de tabaco. No sabía exactamente lo que había hecho Mengele durante la guerra.

Lo único que sabía era lo que me había contado Eichmann. Que Mengele hizo algo bestial en Auschwitz. Y que, por ese motivo, era uno de los hombres más buscados de Europa.

– Venga. Seguro que lo recuerda. ¿Cómo dijo que se llamaba? Biffo, ¿no? No, un momento. Era Beppo. ¿Qué ha sido de Kassner?

– Creo que me confunde con otra persona. Perdone que le diga, pero eso fue hace dieciocho años.

– No, ahora lo recuerdo todo, mire, Herr doctor Mengele. Beppo. Yo era policía en 1932. Trabajaba en la división de homicidios del Kripo de Berlín. Era el detective que investigaba el asesinato de Anita Schwartz. ¿La recuerda, quizá?

– No -respondió, cruzando las piernas con frialdad-. Mire, todo esto es muyconfuso. Necesito un cigarrillo.

Se llevó la mano al bolsillo. Pero yo fui más rápido.

– ¡Ajá! -exclamé, y, empuñando la Smith & Wesson a escasos centímetros de su vientre, le metí en la manó enbolsillo de la bata y saqué una PPK con empuñadura de nogal. La observé un instante. Era una treinta y ocho con un águila nazi en la empuñadura-. No es muy inteligente por su parte. Conservar algo así.

– Usted es el que no es muy inteligente -dijo.

– ¿Ah, sí? -dije mientras me guardaba la pistola y volvía a sentarme-. ¿Por qué?

– Porque soy amigo del presidente.

– ¿No me diga?

– Le aconsejo que guarde el arma y salga de mi casa.

– No antes de charlar un poco más, Mengele. De los viejos tiempos. -Amartillé con el pulgar-. Y si no me gustan las respuestas, tendré que soplárselas. En el pie. Y luego en la pierna. Estoy seguro de que sabe cómo funciona, doctor. Un diálogo socrático, vaya.

– ¿Socrático?

– Sí. Le invito a que reflexione y piense, y a que juntos…-Le apunté con el arma-… Juntos busquemos la verdad de algunas preguntas importantes. No hace falta formación filosófica, pero, si tengo la sensación de que no intenta alcanzar un consenso, pues bien, ¿recuerda lo que le pasó a Sócrates? Sus compatriotas atenienses lo obligaron a meterse una pistola en la cabeza y volarse los sesos. O algo parecido.

– ¿Qué diablos importa lo que le pasó a Anita Schwartz? -preguntó Mengele muy irritado-. Si fue hace casi veinte años.

– No sólo Anita Schwartz. También Elizabeth Bremer. La chica de Munich, ¿se acuerda?

– No es lo que piensa -declaró.

– ¿No? ¿Entonces qué fue? ¿Dadaísmo? Creo recordar que era un movimiento bastante popular antes de los nazis. Veamos. Usted evisceró a las dos chicas porque era un artista que pretendía encontrar el significado a través del caos. Utilizó sus entrañas para un collage. O quizá para una fotografía. Estaban usted y Max Ernst y Kurt Schwitters. ¿No? ¿Y qué le parece esto? Usted era estudiante de medicina y decidió sacarse un dinero extra practicando abortos ilegales a chicas menores de edad. Lo que no tengo tan claro son los pormenores. El cuándo y el cómo.

– Si se lo cuento, ¿me dejará en paz?

– Si no me lo cuenta le dispararé. -Le apunté al pie-. Y luego lo dejaré en paz. Desangrándose.

– Vale, vale.

– Empecemos por Munich. Con Elizabeth Bremer.

Mengele negó con la cabeza hasta que, al ver que le apuntaba de nuevo al pie, ondeó las manos.

– No, no, sólo estoy intentando hacer memoria. Pero me cuesta. Han pasado muchas cosas desde entonces. No tiene ni idea de lo irrelevante que es todo esto para un hombre como yo. Me habla de dos muertes accidentales que ocurrieron hace casi veinte años. -Se rió con amargura-. Yo estuve en Auschwitz, ¿sabe? Y lo que ocurrió allí fue, por supuesto, bastante extraordinario. Tal vez lo más extraordinario que ha ocurrido jamás. Hubo tres millones de muertos en Auschwitz. Tres millones. Y usted sólo quiere hablar de dos muchachitas.

– No estoy aquí para juzgarle. Estoy aquí para hacer una investigación.

– Pero mire cómo habla. Si parece uno de esos vaqueros canadienses de tres al cuarto. ¿Cómo los llaman? ¿La Policía Montada? Esos siempre encuentran al hombre que buscan. ¿Es por eso? ¿Por orgullo profesional? ¿O es otra cosa que me pierdo?

– Aquí pregunto yo, doctor. Pero da la casualidad de que conservo algo de orgullo profesional, sí, señor. Estoy seguro de que sabe a qué me refiero, siendo usted también un profesional. Me apartaron de este caso por motivos políticos. Porque no era nazi. Ni me gustó entonces ni me gusta ahora. Así que empecemos por Walter Pieck. Lo conocía bastante bien,.¿verdad? De Gunzburgo

– Claro. En Gunzburg todo el mundo se conoce. Es una ciudad pequeña muy católica. Walter y yo fuimos juntos al colegio. Al menús hasta que suspendió el Abitur. Siempre le interesó más el deporte, sobre todo los deportes de invierno. Era un esquiador y un patinador increíble. Se lo digo yo, que también esquío bastante bien. Total, discutió con su padre y se fue a trabajar a Munich. Yo aprobé el Abitur y fui a estudiar a Munich. Llevábamos vidas independientes pero de vez en cuando quedábamos para tomar una cerveza. Hasta le presté algo de dinero en alguna ocasión.

»Mi familia era bastante rica para la media de Gunzburg. Todavía hoy, Gunzburg es la familia Mengele. Pero mi padre, Karl, era un personaje frío y de alguna manera estaba celoso de mi. Quizá por ese motivo, no me daba mucho dinero durante mis estudios de medicina y decidí sacarme unos ingresos extra. Sucedió también que otra vieja amiga estaba embarazada y, como había leído algo sobre obstetricia y ginecología como estudiante, le ofrecí ayudarle a deshacerse del embarazo. En realidad, es un procedimiento bastante sencillo. En poco tiempo practiqué varios abortos. Gané bastante dinero. Hasta me compré un coche pequeño con lo recaudado.