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– Hausner, se está metiendo en aguas peligrosas.

– No importa, soy buen nadador.

– Más le vale. ¿Sabe lo que hacen en Argentina con la gente que no les cae bien? Los llevan de paseo en avión y los arrojan al Río de la Plata desde diez mil pies de altura. Escúcheme bien. Olvídese de que ha visto a esa chica.

Bajé el arma y me abalancé sobre Mengele, agarrándolo con una mano por las solapas del abrigo de cachemir, mientras le cruzaba la cara atónita de tez morena con la palma y el dorso de la otra mano, como un campeón de ping pongo

– Cuando quiera escucharle, primero le abofetearé -dije-. Y ahora oigamos el resto. Hasta los detalles más podridos de su mugriento trabajo en esta ciudad. ¿Entendido? Si no me lo cuenta todo, le enseñaré el verdadero significado de una vida indigna.

Lo empujé hacia abajo en la silla y le solté las solapas. Ahora Mengele tenía los ojos fríos y entrecerrados, y la cara pálida, excepto en la zona de las mejillas que mi mano había puesto colorada. Se tocó la mandíbula y gruñó una respuesta como un perro acobardado.

– A Perón le gustan las jovencitas -dijo-. Doce, trece, catorce años. Vírgenes. Y que no usen anticonceptivos, al igual que él. Le gusta la estrechez de las jovencitas porque tiene el pene muy pequeño. Le cuento esto porque saberlo ya es motivo suficiente para que a uno lo maten en este país, Hausner. Me lo contó cuando nos conocimos, y desde julio del año pasado, cuando llegué a Argentina, he practicado unos treinta abortos para él.

– ¿Y Grete Wohlauf?

– ¿Quién es?

– Una chica de quince años que está en la morgue de la policía.

– No sé cómo se llaman las chicas que opero -dijo-, pero debo decirle que no ha muerto ninguna. Ahora se me da bien este trabajo.

No lo puse en duda. Todo el mundo tiene alguna habilidad. La suya consistía en destruir la vida.

– ¿Y Fabienne Von Bader? ¿Qué ha sido de ella?

– Como le dije, no sé cómo se llaman.

Por alguna razón, le creí.

– Mire, no soy el único -dijo-. El único médico alemán que se dedica a esto, quiero decir. Ser médico de las SS es una combinación atractiva para el general. Esto significa que, a diferencia de los médicos católicos locales, que tienen escrúpulos para practicar abortos, nosotros tenemos que hacer lo que nos dicen o corremos el riesgo de ser entregados a la justicia aliada.

– Por eso le gusta entrevistarse con los médicos alemanes.

– Sí. Y eso significa que soy importante para él. Que sirvo a sus intereses. ¿Puede decir lo mismo usted? -Mengele sonrió-. No, no lo creo. Usted es un poli gilipollas y sentimental. No durará mucho aquí. Esta gente es tan despiadada como los alemanes. O incluso más. Pero son más fáciles de entender. Lo que los motiva es el dinero y el poder, no la ideología. Ni el odio. Ni la historia. Sólo el dinero y el poder.

– No esté tan seguro de que no soy tan despiadado como ellos -dije, empuñando la Smith con ostentación-. Soy capaz de pegarle un tiro en la barriga y quedarme aquí sentado hasta verlo morir. Sólo por diversión. Probablemente usted lo llamaría experimento. Sí, puede que lo haga. Seguramente me darían el Premio Nobel de Medicina. De todos modos, primero coja una pluma y un papel y escriba todo lo que me ha contado. Incluya la afición del presidente a las jovencitas y el útil servicio de limpieza que le presta usted. Y después, fírmelo.

– Con mucho gusto -dijo Mengele-. Firmaré su sentencia de muerte. Pero antes de que lo maten, creo que lo visitaré en la celda. Y llevaré mi maletín de médico para extirparle algún órgano en vida.

– Bien, pero hasta entonces hará lo que yo le diga y sonreirá mientras lo haga, pues en caso contrario querré saber por qué.

Volví a abofetearle por puro placer. Podría haberlo hecho toda la tarde. Mengele era una de esas personas que sacan lo peor de mí.

Escribió la confesión. La leí y me la metí en el bolsillo.

– Ya que está usted de confesiones -le dije-, quisiera hacerle otra pregunta. -Le acerqué la pistola a la cara-. Y recuerde. Me apetece usar esto. Así que más vale que responda con atención. ¿Qué sabe sobre la Directiva 11?

– Sólo sé que era algo relacionado con la necesidad de impedir que viniesen aquí los judíos desplazados. -Se encogió de hombros-. No sé más.

Metí la mano en el bolsillo y saqué el collar le-chaim que me había regalado Anna Yagubsky. Durante unos instantes deje que girase bajo la luz. Y observé que Mengele reconocía el objeto.

– Arrancarles las tripas de esa manera, como para evitarnos el olor, era un truco elegante -le dije-. Pero usted no es el único que sabe hacer esas cosas. Si tengo que dispararle, dejaré este collar cerca de su cuerpo. Le-chaim es una palabra hebrea que significa «por la vida». La policía lo encontrará y dará por hecho que algún escuadrón de la muerte israelí vino a vengarse de usted. No me buscarán a mí, Mengele. Así que voy a preguntárselo por segunda vez. ¿Qué sabe sobre la Directiva 11?

Mengele se aferró a la parte inferior de la silla.

– ¡No sé nada más! ¡No sé nada más! ¡No sé nada más! -gritó, inclinándose hacia mí, firmemente agarrado al asiento. Su cabeza se desplomó sobre el pecho y rompió a sollozar-. No sé nada más -dijo entre sollozos-. Le he dicho todo lo que sé.

Me levanté, ligeramente consternado por este arrebato y por el modo en que lo había reducido a un estado de vulnerabilidad infantil. Era extraño. Sólo sentía asco por él. Pero lo más extraño era el asco que sentía por mi propia persona, por la oscuridad que moraba dentro de mí. La oscuridad que mora dentro de todos.

CAPITULO 16

BUENOS AIRES. 1950

Como de costumbre, me levanté a las seis, me di un baño y desayuné. Los Lloyd servían algo llamado «desayuno frito»: dos huevos fritos, dos tiras de beicon, una salchicha, un tomate, champiñones y tostada. Al acabar estaba lleno. Cada vez que desayunaba eso, salía de allí pensando lo mismo: que costaba creer que alguien hubiera combatido en una guerra con un desayuno así.

Salí a comprar tabaco. No presté atención al coche que me adelantó hasta que se detuvo y se abrieron de pronto dos puertas. Era un Ford sedán de color negro, sin ningún distintivo policial, salvo los dos hombres con gafas oscuras y bigotes a juego, que salieron del vehículo y se encaminaron rápidamente hacia mí. Los había visto antes. En Berlín. En Munich. En Viena. En todo el mundo, siempre eran los mismos hombres fornidos con cerebros fornidos y nudillos aun más fornidos. Y todos tenían el mismo estilo práctico y dinámico, mirándome como si yo fuera un mueble incómodo que debía relegarse lo antes posible al asiento trasero de un coche negro. Ya me habían hecho eso antes. Muchas veces. Cuando era detective privado en Berlín era una especie de riesgo laboral. A la Gestapo nunca le gustaron los detectives privados, aunque Himmler contrató a una empresa de Munich para averiguar si su cuñado engañaba a su hermana.

Instintivamente giré para esquivarlos y tropecé con un fornido número tres. Me registraron y me metieron en el coche antes de que pudiera cobrar aliento. Nadie dijo nada. Excepto yo. Dejé de pensar en la carretera y en la velocidad a la que circulábamos.

– Bravo, muchachos, les felicito -dije-. Supongo que no hace falta que les diga que llevo mis credenciales de la SIDE en el bolsillo de la chaqueta, ¿verdad? Supongo que no.

Nos dirigíamos hacia el sur, en dirección a San Telmo. Hice algún otro comentario en castellano, pero no hicieron caso y al cabo de un rato me resigné a su fornido silencio. El coche giró hacia el oeste cerca del Ministerio de la Guerra. Era el edificio más robusto de Buenos aires, con dieciséis plantas y dos alas independientes, y dominaba el área circundante como una gran pirámide de Keops. Por su aspecto, no auguraba nada bueno a países vecinos como Chile y Uruguay. Al cabo de un rato llegamos a un parquecillo agradable y, detrás de éste, a una fortaleza almenada que parecía llevar ahí desde que Francisco Pizarro llegó a Sudamérica. Cuando atravesamos el portón de madera, casi daba por seguro que nos recibirían con piedras y aceite hirviendo vertido desde las almenas. Aparcamos y me sacaron del cochea empujones y me obligaron a bajar por unas escaleras hacia el patio. Al final de un largo pasillo húmedo, me condujeron a una húmeda celda, donde me registró un hombre casi tan grande como el robusto Ministerio de la Guerra, y luego me dejaron solo, con la única compañía de una silla, una litera de madera y un orinal. El orinal estaba medio lleno o medio vacío, según se mire.