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Me senté en el suelo, que me parecía más cómodo que la silla o la litera, y esperé. En alguna torre lejana, infestada de ratas, se reía un hombre histérico. Más cerca de donde me tenían retenido, el agua goteaba ruidosamente en el suelo y, como no tenía mucha sed, apenas me preocupé del ruido. Sin embargo, al cabo de varias horas, cambió mi sensación al respecto.

Anochecía cuando volvieron a abrir la puerta. Entraron dos hombres en mi celda. Se remangaron como indicando que iban a ponerse manos a la obra. Uno era bajo y musculoso y el otro era alto y musculoso. El más bajo sostenía algo que parecía un bastón de metal, con un enchufe eléctrico de dos clavijas en un extremo. El más alto me sujetó. Me resistí, pero parece que no se quiso enterar. No le vi la cara. Estaba en algún lugar por encima de las nubes. El más bajo tenía diminutos ojos azules, como piedras semipreciosas.

– Bienvenido a Caseros -dijo con cortesía burlona-. Ahí fuera hay un monumento a las víctimas del brote de fiebre amarilla de 1871. ¿Entiende?

– Creo que sí.

– Ha estado haciendo preguntas sobre la Directiva 11.

– ¿Yo?

– Quiero saber por qué. Y qué cree saber al respecto.

– No sé casi nada. Posiblemente precede a la Directiva 12. Y no me extrañaría que alguien descubra algún día que venía después de la Directiva 10. ¿Qué tal voy?

– No muy bien. ¿Es alemán, verdad?

Asentí.

– El país de Beethoven y Goethe. La imprenta y los rayos equis. La aspirina y el motor cohete.

– No se olvide de Hindenburg-dije.

– Supongo que se sentirá orgulloso. En Argentina sólo hemos aportado un invento al mundo moderno. -Levantó el bastón metálico-. La picana eléctrica. Habla por sí sola, ¿no le parece? Este mecanismo emite una fuerte descarga eléctrica, suficiente para mover una vaca adonde uno quiera. Una vaca tiene un peso medio de mil kilos. Diez veces más que usted, más o menos. Aun así es un medio sumamente efectivo para someter al animal. Así que ya se imagina el efecto que tendrá en un ser humano. Al menos espero que se lo imagine mientras le hago la siguiente pregunta.

– Haré todo lo posible -dije.

Se remangó y mostró un brazo cubierto de una asombrosa capa de pelo. Algún espectáculo de fenómenos de feria se estaba perdiendo al eslabón perdido. El puño raído de la manga fue subiendo por el brazo hasta la media luna de sudor, bajo la axila. Seguramente no quería mancharse la camisa. Al menos parecía que se tomaba el trabajo en serio.

– Me gustaría saber el nombre de la persona que le habló de la Directiva 11.

– Fue alguien de la Casa Rosada. Uno de mis colegas, supongo. No recuerdo quién exactamente. Mire, se oyen muchas cosas en un lugar así.

El hombre bajo y peludo me rasgó la camisa y dejó al aire la cicatriz de mi clavícula. La palpó con su uña más mugrienta.

– ¡Caramba, si se ha operado! Discúlpeme, no lo sabía. ¿Qué tenía?

– Me extirparon media tiroides.

– ¿Por qué?

– Era cancerosa.

– Se está curando muy bien -dijo casi con simpatía. Entonces tocó la cicatriz con el extremo de la picana. Por suerte para mí no estaba enchufada todavía-. Normalmente nos concentramos en los genitales. Pero en su caso creo que podemos hacer una excepción. -Hizo señas con la cabeza al hombre alto que me sujetaba. En un periquete me ató a la silla de la celda.

– Dígame el nombre de la persona que le habló de la Directiva 11, por favor -repitió.

Intenté esconder el nombre de Anna Yagubsky en el rincón más lejano de mi mente. No tenía intención de revelar que ella era la persona que me había hablado de la Directiva 11, pero en otras ocasiones había visto cómo arrancaba las palabras el dolor. No quería ni pensar lo que podían hacer un par de matones como aquéllos a una mujer como Anna. De modo que empecé a convencerme de que la persona que me había hablado de la Directiva 11 era Marcello, el oficial de registro del archivo de la Casa Rosada. En el supuesto de que tuviese que decir algo.

– Miren -dije, negando con la cabeza-. La verdad es que no lo recuerdo. Fue hace varias semanas. Estábamos charlando varios colegas en el departamento del archivo. Pudo haber sido cualquiera.

– Oiga usted -dijo, sin escucharme-. Déjeme que le refresque la memoria. -Me tocó la rodilla con la picana, esta vez encendida. Incluso a través de la tela de los pantalones el dolor me desplazó varios metros por el suelo, junto con la silla, y me provocó calambres en la pierna durante varios minutos.

– ¿Da gustito, verdad? -dijo-. Pues le parecerán sólo cosquillas cuando se lo ponga en la carne desnuda.

– Ya me estoy riendo.

– Pues el chiste es sobre usted, me temo. -Volvió a acercarse a mí con la picana, apuntando directamente a la cicatriz de la clavícula. Durante una décima de segundo tuve una visión de los restos de mi tiroides crepitando dentro de mi garganta como un trozo de hígado frito. Luego reconocí una voz que exclamó:

– ¡Ya basta! -Era el coronel Montalbán-. Desátenlo.

No hubo palabras de protesta. Desde luego, ninguna por mi parte. Mis dos torturadores potenciales obedecieron al instante, casi como si supieran que iban a parar. El propio Montalbán encendió un cigarro y me lo metió en la boca trémula y agradecida.

– Me alegro de verle -dije.

– Vamos -dijo tranquilamente-. Salgamos de aquí.

Resistiendo la tentación de decirle algo al hombre de la picana, salí con el coronel al patio de la fortaleza donde estaba aparcado un bonito Jaguar blanco. Respiré hondo con una mezcla de alivio y euforia. Abrió el maletero y sacó una camisa bien doblada y una corbata que me sonaba.

– Tome -dijo-. Le he traído esta ropa de su habitación del hotel.

– Qué detalle por su parte, coronel -dije, desabotonándome los harapos de la camisa.

– No hay de qué -dijo mientras entraba en el asiento del conductor.

– Siempre va en coches bonitos, coronel-comenté al entrar a su lado.

– Este coche perteneció a un almirante que tramó un golpe de estado -dijo-. ¿Se imagina un almirante con un coche así? -Encendió un cigarrillo y salimos por el portón.

– ¿Y dónde está ahora? ¿El almirante?

– Desapareció. Quizá en Paraguay. Quizá en Chile. Pero quizá en ninguna parte en concreto. Pero a veces es mejor no hacer esas preguntas. ¿Entiende?

– Creo que sí. Pero ¿a quién le importa la marina?

– En realidad, las únicas preguntas seguras en Argentina son las que uno se hace a sí mismo. Por eso hay tantos psicoanalistas en este país.

Nos dirigimos al este, hacia el Río de la Plata. -¿Ah, sí? ¿Hay muchos psicoanalistas en este país?

– Oh, sí. Una barbaridad. En Buenos Aires se hace más psicoanálisis que en casi cualquier otro lugar del mundo. En Argentina nadie se cree tan perfecto que no pueda mejorar. Usted, por ejemplo. Un poco de psicoanálisis le ayudaría a no meterse en líos. O eso me pareció. Por eso le organicé una cita con los dos mejores hombres de la ciudad. Para que se entienda a sí mismo y defina mejor su relación con la sociedad. Y para que tenga en cuenta lo que le dije antes: que en Argentina es mejor saberlo todo que saber demasiado. Por supuesto, mis hombres son más aptos que la mayoría para conseguir que un hombre se entienda a sí mismo. No hacen falta tantas sesiones. A veces basta con una. Y, desde luego, son mucho más baratos que los analistas freudianos que visita la mayoría de la gente. Pero los resultados, como ha podido comprobar, son mucho más espectaculares. Es raro que alguien salga de una sesión en Caseros sin un profundo sentido de lo que hace falta para sobrevivir en una ciudad como ésta. Sí. Sí, ya lo creo. Esta ciudad mata salvo si uno se prepara psicológicamente para lidiar con ella. Espero no estar siendo demasiado críptico en esto.