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– En absoluto, coronel. Le entiendo perfectamente.

– Hay una petaca en la guantera -dijo-. A veces la terapia da sed de algo más que conocimiento de uno mismo.

En la petaca había coñac. Estaba muy bueno. Me ayudó a respirar mejor, como si hubieran abierto una ventana. Le pasé la petaca. Negó con la cabeza y sonrió.

– Usted es buena persona, Gunther. No quiero que le suceda nada malo. Ya le he dicho que usted era mi héroe. Todo hombre necesita un héroe en la vida, ¿no cree?

– Es muy amable, coronel.

– Rodolfo, me refiero a Rodolfo Freude, el jefe de la SIDE, cree que mi fe en sus capacidades es irracional, y es posible que lo sea. Pero él no es un poli de verdad como nosotros, Gunther. No entiende lo que hace falta para ser un gran detective.

– No estoy seguro de haber entendido eso, coronel.

– Pues se lo explicaré. Para ser un gran detective hay que ser protagonista. Una especie de personaje dinámico que, con su mera existencia, hace que sucedan cosas. Creo que usted es de esa clase de personas, Gunther.

– En el ajedrez lo llamaríamos gambito. Normalmente supone el sacrificio de un peón o un caballo.

– Sí. También es bastante posible.

– Es usted un hombre interesante, coronel -dije entre risas-. Un tanto excéntrico, pero interesante. Y no crea que no valoro su confianza en mí, porque la valoro mucho. Y se lo agradezco. Casi tanto como este trago y los cigarrillos que me ha dado. -Le cogí la cajetilla y saqué otro cigarro.

– Bien. Porque no me gustaría nada pensar que necesita una segunda sesión de terapia en Caseros.

Era de noche. Las tiendas cerraban y los clubes abrían. Todos los ciudadanos se deprimían por estar tan lejos del resto del mundo civilizado. Conocía esa sensación. A un lado estaba el océano y al otro el vasto yermo de las pampas. Estábamos rodeados por la nada, sin ningún otro lugar adonde ir. Tal vez la mayoría de la gente se resignaba a eso, como sucedía en la Alemania nazi. En cambio, yo era diferente. Decir una cosa y pensar otra era algo que hacía con total naturalidad.

– Ya me voy haciendo una idea, coronel -le dije-. Habría dado un taconazo y saludado si no estuviese dentro del coche. -Bebí otro trago de coñac-. A partir de ahora, este caballo lleva anteojeras y bozal. -Señalé a través del parabrisas-. Sólo veré la carretera que hay delante y nada más. -Emití una risita sardónica como si hubiese aprendido la lección.

– Parece que lo va entendiendo -dijo el coronel, aparentemente complacido por mi declaración-. Lamento que le haya costado una camisa averiguarlo.

– Puedo comprarme otra camisa, coronel -dije, aún fingiendo una aquiescencia cobarde-. Una nueva piel es más difícil de encontrar. No tendrá que advertírmelo de nuevo. No tengo el menor interés en acabar en su morgue. A propósito, la chica, Gtete Wohlauf, ¿qué es de ella? No estoy seguro de haber encontrado a su asesino, pero desde luego sí he encontrado al hombre que asesinó a las dos chicas en Alemania. Y tenía usted razón. Vive aquí, en Buenos Aires. Como le dije, no estoy seguro de que tenga algo que ver con la muerte de Grete Wohlauf. O que sepa nada sobre Fabienne Von Bader. Pero no me extrañaría, dado que sigue dedicándose al mismo negocio de los abortos ilegales. Se llama Josef Mengele, pero se hace llamar Helmut Gregor. Supongo que ya lo conocerá. En cualquier caso, puede leerlo todo en una declaración escrita que le obligué a escribir. La tengo escondida en la habitación del hotel.

El coronel Montalbán se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el sobre que contenía la confesión manuscrita de Mengele.

– ¿Se refiere a esta declaración?

– Eso parece, sí.

– Naturalmente, cuando lo detuvieron registramos su habitación en el Hotel San Martín.

– Claro. Y supongo que ahora va a destruir todo eso.

– Por el contrario. Voy a conservarla en un lugar muy seguro. Puede llegar a ser muy útil en algún momento.

– ¿Para librarse de Mengele, quiere decir?

– Qué va, él es poca cosa. No, me refiero a librarme de Perón. Éste es un país muy católico, Herr Gunther. Ni siquiera un electorado comprado votaría a un presidente que ha utilizado a un criminal de guerra nazi para practicar abortos ilegales a las jovencitas con las que se acuesta. Por supuesto, no hace falta decirlo, esta declaración, bien guardada, se convierte en una póliza de seguros muy útil. Para un hombre como yo, en una profesión tan insegura como ésta, es lo mejor para tener seguridad laboral. Me maliciaba que ocurría algo así, pero no podía relacionarlo con Perón. Hasta que apareció usted.

– ¿Pero cómo podía saber usted que Mengele era el hombre que yo buscaba en 1932? -pregunté-. Si yo acabo de resolverlo.

– Hace un mes o dos, cuando Mengele ya residía en Argentina, llegó de Alemania una caja de documentos dirigida a Helmut Gregor, aquí en Buenos Aires. Eran los archiyos de las investigaciones que desarrolló Mengele en la Oficina de la Raza y la Repoblación de Berlín y en Auschwitz. Parece que el médico no quería separarse del trabajo de toda una vida, y, creyendo que aquí estaba a salvo, pidió a alguien que le enviase todos los papeles desde Gunzburg, su ciudad natal. No sólo sus archivos de investigación. Estaba también su expediente de las SS y una ficha de la Gestapo. Por algún motivo su ficha de la Gestapo contenía los documentos que usted dejó en el Kripo. Los que yo le di cuando empezó a trabajar para mí. Parece que alguien intentó reabrir el caso Schwartz durante la guerra. Pero no lo logró, porque alguien con mayor poder en las SS protegía a Mengele. Un coronel de las SS llamado Kassner, que también había trabajado en el I.G. Farben. De todos modos, Mengele nunca recibió ninguno de los documentos. Cree que se perdieron cuando se hundió de forma accidental un cargamento del barco que los traía de Alemania. En realidad los documentos fueron interceptados por mis hombres.

»Antes de que llegasen a mis manos, tenía mis sospechas sobre la verdadera identidad de Helmut Gregor, e intuía que practicaba abortos ilegales aquí en Buenos Aires. Supuse que Perón le enviaba chicas jóvenes que dejaba embarazadas, pero no pude demostrar nada. No me atreví. Ni siquiera cuando apareció muerta una «fruta inmadura» de Perón, que es como llama a sus jóvenes amiguitas. Se llamaba Grete Wohlauf. y había muerto por una infección contraída durante un aborto. Cuando aparecieron los papeles de Mengele, me di cuenta de que era el hombre que usted buscaba. Y decidí despertar su interés por el caso de un modo que me beneficiase. Así que le pedí al patólogo que la mutilase para despertar su curiosidad.

– Pero ¿por qué no fue sincero conmigo?

– Porque no me convenía. Mengele está protegido por Perón. Usted logró eludir esa protección. Yo no podía hacerlo si quería seguir siendo un hombre de confianza de Perón. Como bien dice, usted era mi gambito, Herr Gunther. Cuando supe que los hombres de Perón lo habían detenido y lo habían llevado a Caseros, ejercí cierta influencia en otra parte y conseguí que lo liberasen. Pero no sin antes darle una lección. Como le he dicho antes, preguntar por la Directiva 11 no es muy aconsejable.

– Eso ya lo aprendí. ¿Y Fabienne Von Bader? ¿Ha desaparecido de verdad?

– Oh, sí. ¿Ha encontrado algún rastro de ella?

– No, pero empiezo a entender por qué desapareció. Su padre tiene el control parcial de las cuentas bancarias suizas del Reichsbank, y los Perón quieren echar mano de ese dinero. Sospecho que los Von Bader la han escondido para protegerla, para que los Perón no puedan utilizar a la chica como moneda de cambio con el fin de que el padre haga lo que le piden. O algo así.