– Como siempre -dijo el coronel con una sonrisa-, es un poco más complicado.
– ¿Ah, sí? ¿Mucho más complicado?
– Creo que está a punto de averiguarlo.
CAPITULO 17
Pasamos por delante del Ministerio de Trabajo, donde, como de costumbre, una larga cola de personas esperaba a Evita, y el coronel paró el coche al doblar la esquina, delante de una puerta de apariencia anónima.
Por el camino reflexioné sobre lo que me había dicho el coronel sobre Mengele. Y, al salir del coche, le dije que seguramente había perdido mucho tiempo hablando con los antiguos camaradas; tiempo que, si el coronel hubiese tenido la amabilidad de indicármelo, lo habría dedicado a otra cosa más útil.
– Hay un refrán que dice «Un solo ratón muerto no hace buen gato». -Delante de la puerta, sacó un puñado de llaves del bolsillo, abrió la cerradura y me invitó a pasar-. Cuando intercepté los documentos privados de Mengele, me percaté de que sabemos muy poco sobre los ex nazis que han venido a Argentina. Puede que a Perón no le importe lo que hayan hecho ustedes durante la guerra, pero yo no me conformo con eso. Así que decidí que era el momento de empezar a recabar información sobre nuestros «trabajadores invitados». Y decidí que usted era nuestro mejor medio para ello.
Cerró la puerta y subimos por unas escaleras de mármol. El pasamanos de madera estaba pegajoso por un exceso de abrillantador y el suelo de mármol tan blanco y brillante como una sarta de perlas de agua dulce. En el descansillo del primer piso había una fotografía de Evita con un traje azul de lunares blancos, una gran rosa de té en el hombro, un collar de rubíes y diamantes y una sonrisa de rubíes y diamantes a juego.
– En algún momento las relaciones con Estados Unidos tendrán que mejorar, si Argentina quiere recuperar la riqueza económica que disfrutaba hace una década -dijo el coronel-. Para ello sería político pedir a alguno de nuestros célebres inmigrantes que se vaya a vivir a otra parte. A Paraguay, por ejemplo. Paraguay es un país primitivo, sin ley, donde hasta los peores criminales pueden vivir impunemente. Como ve, durante todo este tiempo usted ha estado prestando a este país un gran servicio por el cual, algún día, posiblemente muy pronto, tendremos que darle las gracias.
– Ya me siento patriótico.
– Aférrese a ese sentimiento. Lo necesitará cuando se reúna con Evita. Es la persona más patriótica que conozco.
– ¿Es ahí adonde vamos?
– Sí. Y, por cierto, ¿recuerda que le dije que, cuando me enteré de que los hombres de Perón lo habían detenido y lo habían llevado a Caseros, logré ejercer cierta influencia en otra parte para liberarlo? Evita es esa otra parte. Es su nueva protectora. Convendría que lo tuviese presente.
El coronel Montalbán se detuvo delante de una puerta gruesa de madera. Al otro lado se oía un zumbidó como de enjambre. Me miró de arriba abajo y me entregó un peine. Me lo pasé rápidamente por el pelo y se lo devolví.
– Si hubiera sabido que iba a reunirme con la esposa del presidente esta noche, me habría comprado un traje nuevo -dije-. Hasta puede que me hubiese dado un baño.
– Créame, no notará su olor. Aquí no.
Abrió la puerta y entramos en una sala del tamaño de una pista de tenis revestida de madera. En el extremo opuesto, había otro retrato mayor de Evita, con un traje azul, sonriendo a un grupo de niños. Tenía una luz brillante detrás de la cabeza y, si no la conociera, habría pensado que tenía un marido llamado José y un hijo carpintero. La sala estaba repleta de gente y de olor a suciedad corporal. Unos eran discapacitados, otras estaban embarazadas, la mayoría parecía muy pobre. Todos estaban seguros de que la mujer que esperaban ver era nada menos que la Madonna de Buenos Aires, la Dama de la Esperanza. Sin embargo, no había empujones ni zarandeos. Cada persona tenía un billete numerado y, de vez en cuando, un oficial entraba en la sala y anunciaba un número. Era el turno de que una madre soltera, una familia sin hogar o un huérfano tullido fuesen recibidos ante la santa presencia.
Seguí al coronel a la sala del fondo. Allí había una mesa de caoba larga contra una pared, con tres teléfonos y cuatro jarrones de calas. Había también un sofá tapizado de seda con tres sillas a juego, cuatro secretarias con cuadernos y lápices, o con un teléfono, o con un sobre lleno de dinero. Evita estaba de pie junto a la ventana, que habían dejado abierta para airear el olor de la suciedad corporal. Por el menor volumen del espacio, el olor era más perceptible en el gabinete que en la antesala grande.
Vestía un traje ceremonial de color gris perla, atado a la cintura como una toga. En la solapa lucía un broche de zafiros y diamantes con la forma y el color de la bandera argentina. Pensé que tenía suerte de no ser la esposa del presidente de Alemania; poca cosa puede hacer un joyero en negro, amarillo y rojo. En el dedo de la mano izquierda exhibía un anillo con un diamante del tamaño de una anémona, y sus hermanos en las orejitas. En la cabeza llevaba una boina de seda gris con incrustaciones de rubíes, más apropiada para Lucrecia Borgia que para la Santa Madre. No tenía cara de enferma. Rezumaba más salud que la mujer y el niño esqueléticos que le besaban las manos enguantadas. Evita entregó a la mujer un fajo doblado de billetes de cincuenta pesos. Si Otto Skorzeny no se equivocaba, algún botín nazi se estaba repartiendo entre las manos necesitadas de los pobres argentinos, y yo no sabía si reír o llorar. Como medio para impedir el derrocamiento democrático de un gobierno, esta escena conmovedora carecía del simbolismo del incendio de un parlamento, pero, al parecer, no resultaba menos efectiva. Ni los apóstoles habrían organizado con mayor eficiencia esta clase de caridad.
Un fotógrafo de un diario pero ni sta inmortalizó la escena. Parecía improbable que dejase fuera del cuadro la enorme estampa de Cristo lavando los pies de sus discípulos detrás del hombro de Evita. Por el rabillo del ojo azul, el carpintero contemplaba a su alumna y sus buenas obras con gesto de aprobación. Ésta es mi adorada hija, que me complace plenamente. No votéis a otra persona.
Evita miró al coronel. La mujer esquelética y el niño, que se deshacían en un efusivo agradecimiento, salieron de la sala por indicación del personal. Evita dio media vuelta con elegancia y traspasó una puerta al fondo del gabinete. El coronel y yo la seguimos. En cuanto entramos, cerró la puerta. Era un cuarto con un lavabo, un tocador, un perchero de riel y una sola silla. Evita se sentó. Entre el maquillaje y la multitud de frascos de perfume y laca, había una fotografía de Perón. Evita la cogió y la besó, cosa que me hizo pensar que Otto Skorzeny se equivocaba al pensar que aquella mujer se arriesgaría a tener una aventura con un matón cariacuchillado como él.
– Impresionante -dije, señalando con la cabeza la puerta que tenía a mis espaldas.
– No es nada -dijo Evita con un suspiro-. Todo lo que hagamos es siempre insuficiente. Por mucho que lo intentamos, no conseguimos acabar con la pobreza.
Había oído algo así en algún otro lugar.
– De todos modos debe de ser una labor muy satisfactoria.
– Un poco, pero no me enorgullece. Yo no soy nadie. Soy una grasa, una persona corriente. El trabajo en sí es una recompensa. Además, lo que les doy no me pertenece. Todo es de Perón. Él es el verdadero santo, no yo. Miren, yo no considero que esto sea caridad. La caridad humilla. Lo que se hace ahí es ayuda social. Un estado del bienestar. Nada más y nada menos. Entrego personalmente las ayudas porque sé lo que significa estar a merced de la burocracia en este país, y no confío en nadie. Hay demasiada corrupción en nuestras instituciones públicas. -Intentó ahogar un bostezo-. Así que vengo aquí todas las noches y me encargo de hacerlo personalmente. Sobre todo me importan las madres solteras de Argentina. ¿Se imagina por qué, señor Gunther?