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Me imaginé una posible razón, pero no quise arriesgarme a contrariar a mi nueva benefactora señalando que su marido procuraba abortos a todas las chicas menores con las que se acostaba. Así que sonreí pacientemente y negué con la cabeza.

– Porque yo también lo fui. Antes de conocer a Perón. En aquella época yo era actriz. No era ninguna putita, como pretenden mis enemigos, pero en 1937, cuando me llamaba Eva Duarte y trabajaba en una radionovela, conocí a un hombre y tuve una hija con él. Este hombre se llamaba Kurt Von Bader. Eso es, señor, Fabienne Von Bader es hija mía.

Miré al coronel, que me lo corroboró con un gesto.

– Cuando nació Fabienne, Kurt, que estaba casado, decidió ocuparse de la niña. Su esposa no podía tener hijos. Y, en aquel momento, yo pensaba que tendría más hijos. Lamentablemente, dado que al presidente y a mí nos encantan los niños, no ha sido posible. Fabienne es mi única hija y, como tal, muy preciada para mí.

»Al principio, Kurt y su esposa eran muy generosos y me dejaban ver a Fabienne cuando quería, a condición de que nunca le dijese que yo era su verdadera madre. Más recientemente, sin embargo, todo cambió. Kurt Von Bader es uno de los custodios de una gran cantidad de dinero depositada en Suiza por el anterior gobierno de Alemania. Es mi deseo utilizar parte de ese dinero para sacar a los pobres de la miseria. No sólo aquí, en Argentina, sino en todo el mundo católico romano. Von Bader, que todavía alberga esperanzas de restaurar un gobierno nazi en Alemania, no aceptó. Tuvimos una violenta discusión. Se dijeron muchas cosas. Demasiadas. Fabienne debió de oír algo y descubrió la verdad sobre sus orígenes. Poco después se escapó de casa. -Evita suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla, como si el esfuerzo de contarme todo esto supusiera una fuerte tensión. Después añadió-: Y eso es todo. ¿Le escandaliza, Herr Gunther?

– No señora, no me escandaliza. Sólo me sorprende un poco y quizá me desconcierta que haya decidido confiar en mí.

– Quiero que la encuentre, por supuesto. ¿Es tan difícil de entender?

– En absoluto. Pero, teniendo todo un cuerpo de policía a su disposición, señora, me cuesta entender que espere que yo la encuentre, si ellos…

– No lo han logrado -dijo, al ver que no sabía cómo terminar la frase-. ¿No es así, coronel? Sus hombres me han fallado, ¿verdad?

– Hasta ahora no ha habido éxito, señora -dijo el coronel.

– ¿Ha oído eso? -Evita soltó una carcajada desdeñosa-. Ni siquiera es capaz de pronunciar la palabra «fracaso». Pero es lo que es. En cambio, usted tiene experiencia en la búsqueda de personas desaparecidas, ¿verdad?

– Cierta experiencia, sí, pero en mi país;

– Sí, usted es alemán. Igual que mi hija, que se crió como germano-argentina. El castellano es su segunda lengua. Usted se mueve bien entre esa gente, y estoy convencida de que es ahí donde la encontrará. Encuéntrela, Encuentre a mi hija. Si lo consigue, le pagaré cincuenta mil dólares en efectivo. -Asintió con una sonrisa-. Sí, pensé que eso le haría mover las orejas. -Evita levantó la mano, como si hiciese un juramento-. No soy ninguna chupacirios, pero juro solemnemente por la Santa Virgen que si la encuentra el dinero será suyo.

La puerta se abrió ligeramente y por ella entró uno de los perros. Evita saludó a Canela, lo cogió en brazos y lo besó como a su hijo predilecto.

– ¿Y bien? -me preguntó-. ¿Qué dice, alemán?

– Haré todo lo posible -respondí-. Pero no le prometo nada. Ni siquiera por cincuenta mil dólares. Haré lo que esté en mi mano.

– Sí. Ésa es una buena respuesta. -Una vez más lanzó una mirada acusadora al coronel Montalbán-. ¿Ha oído? No dice que la encontrará. Dice que hará todo lo posible. -Me miró con un gesto de aprobación-. Por ahí dicen que soy una persona egoísta y ambiciosa, pero no es cierto.

Dejó al perro en el suelo y me cogió la mano. Las suyas eran frías, como de cadáver, con uñas largas y rojas de perfecta manicura, cual pétalos de una flor petrificada. Eran unas manos pequeñas pero llenas de fuerza, como si por sus venas corriese una extraña electricidad. Lo mismo sucedía en sus ojos, que me clavaron por un instante una mirada acuosa. El efecto era llamativo y me recordó a lo que me habían contado sobre la experiencia de conocer a Hitler, que al parecer también tenía algo en los ojos. De pronto, sin previo aviso, se abrió la parte delantera del vestido y colocó mi mano entre sus pechos, para que palpase con la palma directamente su corazón.

– Quiero que sienta esto -dijo con apremio-. Quiero que sienta el latido de una mujer argentina corriente. Y que sepa que todo lo que hago, lo hago por los motivos más excelsos. ¿Lo siente, alemán? ¿Siente el corazón de Evita? ¿Siente la verdad de lo que le digo?

Yo no estaba seguro de sentir nada, aparte de la turgencia de sus pechos a ambos lados de mis dedos y el tacto frío y sedoso de su piel perfumada. Sabía que sólo tenía que mover la mano un par de centímetros para abarcar todo el seno y sentir el pezón frotándose contra el pulpejo de mi pulgar. Pero de su latido no había ni rastro. Instintivamente presionó mi mano más fuerte contra el esternón.

– ¿Lo siente? -preguntó con insistencia.

Ahora tenía la mirada llorosa. Y era fácil comprender por qué tuvo tanto éxito como actriz radiofónica. Aquella mujer era la personificación del melodrama y las emociones fuertes. Si hubiera sido el violonchelo de Duport, no podría tener las cuerdas más tensas. Era un riesgo dejarla seguir. Habría podido estallar en llamas, levitar o convertirse en un platillo de ghee. Yo también me estaba excitando. No todos los días la esposa del presidente lo obliga a uno a meter la mano dentro de su sostén. Decidí decirle lo que quería oír. Se me daba bien. Tenía muchas otras mujeres para practicar lo otro.

– Sí, señora Perón, lo siento -dije, intentando que no se me notase la erección en la voz.

Me soltó la mano y parece que se relajó un poco, cosa que me alivió.

– Cuando esté preparado -me dijo con una sonrisa-, puede quitar la mano de mi pecho, alemán.

Por una décima de segundo la dejé allí. Lo suficiente para que Eva supiese que me gustaba tenerla donde estaba. Y luego la aparté. Se me pasó por la cabeza besarme los dedos, o quizá oler el perfume del que se habían impregnado, pero hubiera sido más melodramático que ella. Así que me metí la plano en el bolsillo, reservándola para después, como un puro selecto o una postal guarra.

Se ajustó el vestido y abrió un cajón, del cual sacó una fotografía y me la dio. Era la misma que me había dado Kurt Von Bader. La recompensa que mencionó era la misma cantidad que me había ofrecido él. Me pregunté si, en caso de que encontrase a Fabienne, cobraría las dos retribuciones o sólo una. O ninguna. Lo más probable era que no cobrase ninguna. Normalmente, cuando alguien encuentra a un niño desaparecido, los padres se enfadan primero con el niño y luego con el que lo encontró. No es que eso fuese particularmente relevante. Me pedían que la buscase porque ya lo habían probado todo. Como no habían conseguido nada, supuse que no les quedaba ninguna opción de encontrar pistas sobre su paradero. Para encontrarla tenía que ocurrírseme algo que no hubieran pensado los demás, que no fuese una apuesta probable en la quiniela de nadie. Seguramente la chica estaba en Uruguay, o muerta, y, si seguía con vida, tal vez algún adulto procuraba que nadie la encontrase.

– ¿Cree que la encontrará? -preguntó Evita.

– Eso me pregunto yo -respondí-. Sería posible si tuviera todos los datos.