Por las noches, cuando no actuaba, Isabel Pekerman trabajaba en una milonga, que era una especie de club de tango, en Corrientes. Yo no sabía mucho sobre el tango, salvo que se originó en los burdeles argentinos. Y eso es exactamente lo que me pareció el Club Seguro. Para acceder al local, había que bajar unos escalones desde un pequeño letrero de neón y atravesar un patio iluminado por una única llama desnuda. Entre las sombras titilantes se acercó un hombre fornido. El vigilante de la puerta. Tenía un silbato en el cuello para llamar a la policía en caso de que se desatase una reyerta incontrolable.
– ¿Lleva navaja? -preguntó.
– No.
– De todos modos tengo que registrarle -dijo, aparentemente sorprendido por mi respuesta negativa.
– ¿Entonces por qué lo pregunta?
– Porque si me miente pensaré que viene a armar jaleo -dijo mientras me cacheaba-. Y tendré que vigilarle. -Cuando comprobó que no iba armado, me señaló la puerta por la que se filtraba una música de acordeón y violines.
En la entrada había una especie de gallinero donde residía la mujer de la casita, una negra bastante corpulenta que estaba sentada en una poltrona, tarareando una melodía totalmente distinta de la que tocaba la orquesta de tango. En el muslo tenía una servilleta de papel y un par de chuletas de cordero. Podría tratarse de su cena, pero también de los restos del último hombre que armó jaleo al fornido vigilante. Desplegó una enorme sonrisa irregular, tan blanca como una tira de campanillas de invierno, y me echó una mirada de arriba abajo.
– ¿Busca un Stepney?
Me encogí de hombros. Mi castellano había mejorado bastante, pero se me deshizo como un traje barato en cuanto tropezó con el argot local.
– Ya sabe. El café creme.
– Busco a Isabel Pekerman -dije.
– ¿De dónde eres, cariño?
– De Alemania.
– Veinte pesos, Adolf -dijo la mujer de la casita-. No sé qué se piensa, pero el cafinflero de la señora es Blue Vincent y Vincent prefiere que le dé el ramo antes de que hable con la gallina.
– Sólo quiero hablar con ella.
– Lo mismo da que sea cazador o no. Todos los criollos son del centro y si habla con el equipaje tendrá que darle un ramo. Normas del local.
– Lo tendré en cuenta. -Saqué un par de billetes y se los presioné en su mano curtida.
– Ajá. Se movió un instante y se embutió los billetes bajo una de sus nalgas sustanciales. Parecía un lugar tan seguro como una cámara acorazada-. Seguramente estará en la pista de baile.
Traspasé una cortina de abalorios y entré en una escena de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Las paredes de ladrillo estaban cubiertas de pintadas y carteles antiguos. Alrededor de una sucia tarima de baile había multitud de mesitas de mármol. Las luces bajas del techo apenas iluminaban la sórdida vida de abajo. Había mujeres con faldas abiertas hasta el ombligo y hombres con el sombrero gacho sobre los ojos vigilantes. La orquesta parecía tan empalagosa como la música que tocaba. Sólo faltaba que apareciese un Rodolfo Valentino con un poncho, un látigo en la mano y un mohín en los labios. Nadie prestó atención a mi llegada. Nadie salvo la más alta de las dos mujeres que bailaban el tango con ojos cómplices.
Apenas la reconocí. Parecía un caballo de circo. Tenía una melena larga y muy rubia, con alguna que otra cana. Los ojos eran grandes, pero no tanto como su hermoso trasero curvo, que la falda no se esforzaba en ocultar. También vestía una especie de leotardos con lentejuelas que casi escudaban su pudor. Creo que eran leotardos, pero no se sabía con seguridad, por el modo en que desaparecían entre las nalgas.
Le clavé una dura mirada sólo para que supiera que la había visto. Ella me miró también y señaló una mesa. Me senté. Apareció un camarero. Todo el mundo bebía cubano en grandes vasos redondos. Pedí lo mismo y encendí un cigarrillo.
Un hombre recio se acercó a mi mesa. Iba a ataviado con botas, pantalones negros, una chaqueta gris que le venía algo pequeña y un pañuelo blanco. Llevaba escrita la palabra chulo por todo el cuerpo, como los números de una baraja. La mujer le hizo una seña y él me miró, dilatando la boca en una sonrisa de aprobación y lástima. Lo comprendí. Aprobaba mi elección de mujer, pero lamentaba que yo fuese de esos gilipollas que se rebajaban a hacer ese tipo de transacción degradante. Sus facciones marcadas no indicaban miedo. Tenía la cara curtida, como un objeto que se podría utilizar para sacudir una alfombra. Cuando hablaba, su aliento me agudizaba la sed de un licor fuerte. Mantuve la nariz dentro del vaso hasta que acabó de soltarme la perorata.
En silencio, solté unos billetes en la mesa. No estaba de humor para nada salvo información, pero a veces la información cuesta lo mismo que otras relaciones más íntimas. Apretó el dinero en el puño y se largó. Entonces ella se acercó y se sentó.
– Lo siento -dijo-. Le pediré el dinero al final de la noche y se lo devolveré en otro momento, pero ha hecho bien en pagarle. Vincent no es un hombre insensato, pero es mi criollo, y a los criollos les gusta que las cosas parezcan lo tienen que parecer. Por si se lo pregunta, no es mi chulo.
– Si usted lo dice…
– Un criollo sólo vigila a una mujer. Es una especie de guardaespaldas. Algunos hombres con los que bailo a veces se ponen un poco pesados.
– No importa lo del dinero. Quédeselo.
– ¿Eso es lo que quiere?
– Sí, quédeselo. Lo que busco es información, nada más. No se ofenda, pero he tenido un día tremendo.
– ¿Quiere hablar de ello?
– No. Charlemos. -Bebí un sorbo de cubano-. Está distinta de la última vez que nos vimos.
Un camarero le sirvió una copa, pero ella prescindió de la copa y del hombre.
– ¿Quién se lo pidió?
– El poli. El que lo trajo a usted. Vino a mi apartamento y me dijo que me había visto en un espectáculo y que tenía un trabajo especial para mí. Si hacía lo que me decía, me pagaría e incluiría en el trato algo de ropa bonita. Sólo tenía que aparentar que era una madre rica y preocupada. -Se encogió de hombros-. Era muy fácil. Yo también tuve una madre rica y preocupada. -Encendió un cigarro-. Así que conocí a Von Bader y charlamos.
– ¿Cuánto tiempo estuvo allí?
– Casi todo el día. No sabíamos exactamente a qué hora iban a llegar.
– ¿Y montaron todo eso sólo porque iba yo?
– Aparentemente sí. Pero el coronel Montalbán también quería que le informase sobre Von Bader.
– Sí, eso ya me encaja un poco más. Dos trabajos por el precio de uno. -Asentí-. ¿Y qué le pareció Von Bader?
– Nervioso. Pero agradable. Le oí hablar por teléfono. Creo que preveía marcharse al extranjero. Llamó a Suiza y recibió varias llamadas de allí mientras yo estaba en su casa. Lo sé porque en una ocasión me pidió que atendiese el teléfono mientras él estaba en el baño. Yo hablo alemán, como sabe. También hablo polaco y español. Soy germano-polaca de nacimiento. De Danzig. -Dio una calada al cigarro, pero no le resultó agradable y lo apagó a medio fumar-. Lo siento, pero todo esto me pone un poco nerviosa. Al coronel no le hizo ninguna gracia cuando le dije que no puedo repetir la interpretación mañana por la mañana. No lo encajó bien.
– ¿Y por qué lo hizo?
– Cuando Von Bader me dijo que usted era un famoso detective alemán y que había investigado muchos casos de desapariciones en Berlín antes de la guerra, creo que perdí interés por el plan. O quién sabe. Mire, fui yo quien le habló a Anna Yagubsky de usted. Y quien le sugirió que hablase con usted para pedirle ayuda. Pensé que si ayudaba a Anna a encontrar a sus tíos también me ayudaría a mí a encontrar a mis hermanas. Y, dado que usted me estaba ayudando, aunque a través de una representante, yo decidí ayudarle a usted. Decidí ponerle al corriente, en la medida de lo posible, de lo que están tramando el coronel y Von Bader. Mire, la chica, Fabienne, ha desaparecido con su madre y nadie sabe dónde está. Eso es todo lo que sé. Von Bader quiere abandonar el país, pero hasta que sepa que están. a salvo no puede marcharse. Algo así, vaya. En todo caso, corro un gran peligro al contarle esto.