– ¿Pero por qué lo hace?
– Porque Anna dice que usted es el hombre que va a resolver el enigma. Y no me refiero al paradero de Fabienne y su madre, sino al de nuestros familiares. Los tíos de Anna y mis hermanas. -Continúe -dije con un suspiro-. Hábleme de ellas. Hábleme de usted. -Me encogí de hombros-. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, he pagado por su tiempo.
– Mi madre me sacó de Polonia justo antes de la guerra. Yo tenía veinticinco años. Me dio unas joyas y logré llegar a Argentina. Mis dos hermanas eran demasiado pequeñas para venir conmigo. Una tenía diez años y la otra ocho. El plan era que yo mandase a alguien a buscarlas cuando pudiera. Escribí a mi madre para contarle que estaba bien y recibí una carta de un vecino que me dijo que mi madre y mis hermanas estaban escondidas en Francia. Después, en 1945, supe que mis dos hermanas viajaban como falso peso en un buque de carga desde Bilbao.
– ¿Falso peso?
– Sí, es como llaman a los inmigrantes ilegales en un barco. Sin embargo, cuando el barco atracó aquí en Buenos Aires, no había ni rastro de ellas. Mi marido de entonces hizo algunas indagaciones. Era ex policía. Averiguó que las había vendido el capitán a una casita. Como franchuchas.
Hice un gesto negativo.
– Una franchucha es como llaman los porteños a una prostituta francesa. Una gallina es como llaman a una rusa. Vinieran de donde vinieran, tenían casi siempre una cosa en común: eran judías. Hubo una época en que la mitad de las prostitutas de esta ciudad eran judías. No por elección. La mayoría eran vendidas como esclavas y obligadas a prostituirse. Después mi marido se largó con todo el dinero que me quedaba y casi todo el de Anna.
Cuando volvió, se había gastado hasta el último céntimo y tuve que ganarme la vida como fuese. Así que aquí estoy, como ve. Actúo, bailo, un poco de todo. A veces algo más, si el hombre me gusta. De todos modos, mi nueva vida tenía una gran ventaja. Me permitía buscar a mis hermanas, y hace un par de años descubrí que las habían detenido el año anterior, en una redada policial en una casita. Se las llevaron a la cárcel de San Miguel. Pero en lugar de comparecer ante los magistrados, se esfumaron de la cárcel. Desde entonces no sé nada de ellas. Nadie sabe nada. Es como si no hubieran existido.
» Fue mi ex marido, Pablo, el que me presentó al coronel. Y la verdad es que acepté el trabajo del señor Von Bader con la esperanza de tener una oportunidad de preguntar al coronel por mis dos hermanas.
– ¿Y lo hizo?
– No. Por la sencilla razón de que él y Von Bader hicieron ciertos comentarios sobre los judíos. Comentarios antisemíticos. ¿Se acuerda?
– Sí, me acuerdo.
– Por lo tanto, no me pareció probable que se mostrase muy comprensivo con mi situación. Entonces m~ di cuenta de que a usted tampoco le gustaron los comentarios. Vi la amabilidad de sus ojos. Y decidí renunciar a mi plan de hablar con el coronel para hablar con usted. O al menos convencí a Anna para que hablase con usted sobre nuestra situación. El resto ya lo sabe. Ella no tiene dinero, claro, pero es muy guapa. Yo no esperaba que nos ayudase a cambio de nada. Le aseguro que en este país nadie hace nada a cambio de nada.
– No cuente con que suceda muy a menudo. Yo pago con la misma facilidad que cualquiera. A veces pierdo la aureola y me entra apetito de los vicios comunes y hasta de los menos comunes. -Lo tendré en cuenta -dijo-. Me dará algo en que pensar la próxima vez que no pueda dormir.
– ¿Qué edad tenían sus hermanas cuando llegaron aquí?
– Catorce y dieciséis.
– ¿Hay mucha trata de blancas aquí en Buenos Aires?
– Mire, de eso hay en todas partes. Las chicas llegan a un lugar que está muy lejos de su país natal. Están sin dinero, sin papeles, y no tienen forma de volver. Comprenden que tienen que trabajar para pagar los gastos ocultos de su pasaje. Tengo suerte de que no me sucediese lo mismo a mí. Todo lo que hago, lo hago por elección. Más o menos.
– ¿Quién se encarga de la compra y de la venta?
– ¿Quiere decir del equipaje? ¿Las chicas?
Asentí.
– Para empezar, esto ya no sucede con mucha frecuencia. Ha disminuido el suministro de chicas nuevas. Normalmente los vendedores eran los mismos que organizaban el pasaje de las chicas. Capitanes de barco, primeros oficiales, en puertos como Marsella, Bilbao, Vigo, Oporto, Tenerife e incluso Dakar. Las chicas más jóvenes, como mis hermanas, eran de «peso escaso». Otras eran de «sobrepeso», Si eran muy jóvenes, las llamaban «frágiles», demasiado jóvenes para ver la luz del día durante el viaje. La mercancía era controlada por un polaco de Montevideo llamado Mihanovich. Montevideo era donde atracaban todos los barcos antes de venir a Buenos Aires. Algunos se quedaban en Uruguay, pero normalmente enviaban a las chicas aquí, donde se podía ganar dinero con su venta. Mihanovich llegaba a un acuerdo con los hombres del Centro, que es como se llama el crimen organizado en esta ciudad. Se llama el Centro porque tiene su sede en la zona comprendida entre Corrientes, Belgrano, el puerto y San Nicolás. En gran parte está controlado por familias francesas, una de Marsella y las otras de París. Así que los hombres del Centro compraban chicas a Mihanovich, les metían el miedo en el cuerpo cuando llegaban aquí, y las ponían a trabajar en las casitas de Buenos Aires. El sitio ideal para los marineros salidos y con unos días de permiso. Hay más casitas en esta zona de Buenos Aires que en el resto de Argentina. Hasta los polis se pasan mucho por aquí. Así que ya se imagina cómo me sentí al saber que mis dos hermanas adolescentes entraron a trabajar en ese negocio. -Negó con la cabeza, amargamente-. Esta ciudad es como una escena del Juicio Final.
Encendí otro cigarro y dejé que las volutas de humo me envolviesen los ojos. Quería castigarlos por mirarle el escote justo cuando necesitaba que cumpliesen con su trabajo y la mirasen fijamente a la cara, con el fin de dilucidar si me decía la verdad. Pero supongo que para eso se inventaron los escotes. Me moví en la silla y eché un vistazo al local. Isabel Pekerman hacía que Buenos Aires se pareciese mucho a Berlín durante los últimos años de la República de Weimar. No obstante, para mis cínicos ojos, lo que había visto en Buenos Aires no era comparable con la antigua capital alemana. Las chicas que bailaban llevaban algo de ropa encima y sus parejas al menos eran hombres, en su mayoría, no una cosa intermedia. Los músicos tocaban una melodía sin pretensiones. No ponía en duda lo que había dicho Isabel Pekerman. Pero, a diferencia de Berlín, que alardeaba del vicio y la corrupción, Buenos Aires atendía su ansia de depravación como un viejo sacerdote que echa un trago a una botella de coñac escondida en el bolsillo de la sotana.
Me cogió la mano, abrió la palma y la observó atentamente.
– Según su mano, vamos a pasar la noche juntos, después de todo -dijo mientras recorría con el índice las diversas arrugas y montículos.
– Como le dije, he tenido un día tremendo.
– Me mirarían mal si no lo hiciera -dijo, contradiciendo gran parte de lo que había dicho antes-. Al fin y al cabo, ya ha pagado por ello. Blue Vincent pensará que he perdido facultades.
– No pensará eso. Si tiene ojos en la cara.
– ¿Ah, no? -dijo, abrazándome-. Venga. Lo pasaremos bien. Hace años que no me acuesto con un hombre que me guste de verdad.
– Qué coincidencia -dije, y me levanté para marcharme. Y más valdría que me hubiera quedado.