El nombre me sonaba, pero no sabía de qué.
– Me reuní varias veces con el señor KarrÍmler en el Palacio de San Martín, en Arenales. Un tipo interesante. Durante la guerra fue general de las SS. Pensaba que lo conocerías.
– Vale. Estuve en las SS. ¿Satisfecho?
– Lo sabía -dijo Melville, triunfante, golpeándose el muslo con la palma de la mano-. Lo sabía. Pero oye, a mí me importa un bledo lo que hayas hecho. La guerra se acabó. Y vamos a necesitar a los alemanes para que los rusos no se apoderen de Europa.
– ¿Para qué necesitaba el Ministerio de Relaciones Exteriores una gran cantidad de alambrada? -pregunté.
– Será mejor que se lo preguntes al general Kammler -dijo Melville-. Me reuní con él varias veces. La última en un sitio cerca de Tucumán, donde entregué el alambre.
– Ah, ya -dije, relajando un poco mi curiosidad-. Entonces será para la planta hidroeléctrica que construye Capri.
– No, no. Ésos también son clientes míos, sí. Pero esto era otra cosa. Algo mucho más secreto. Supongo que tenía que ver con la bomba atómica. A lo mejor me equivoco, pero Perón siempre ha querido que Argentina fuese la primera potencia nuclear de Sudamérica. Kammler llamaba el proyecto memorando no sé qué. Un número.
– ¿11? ¿Directiva 11?
– Exacto. No, espera. Era Directiva 12.
– ¿Estás seguro?
– Sí, creo que sí. De todos modos, era todo muy secreto. Me pagaron más de la cuenta por el alambre. En parte, supongo, porque teníamos que entregar el material en un valle en medio de la nada en la Sierra de Aconquija. Llegar hasta Tucumánera bastante fácil. Hay un tren bastante decente de Buenos Aires a Tucumán, como sabrás. Pero desde allí hasta Dulce, que así es como se llama la planta que construyeron, después del río del mismo nombre, me imagino, tuvimos que ir en mulas. Cientos de mulas.
– Melville… ¿Crees que podrías señalar ese lugar en un mapa?
– Creo que ya te he contado demasiado -dijo con una sonrisa insegura-. Si es una planta nuclear secreta no querrán que le cuente a la gente exactamente dónde está, digo yo.
– En eso tienes razón -reconocí-. Probablemente te matarán si descubren que se lo has contado a alguien como yo. Puedes darlo por seguro. Pero, por otro lado… -Me abrí la chaqueta para mostrar la pistolera y la Smith que llevaba-. Por otro lado, no tienes mucha elección. Dentro de un momento, tú y yo vamos a ir a la librería de enfrente a comprar un mapa. Y una de dos, o tu cerebro o tu dedo se va a estampar en el mapa antes de que me marche.
– Estás de coña -dijo.
– Soy alemán. No destacamos precisamente por el sentido del humor, Melville. Sobre todo si se trata de matar a la gente. Es algo que nos tomamos bastante en serio. Por eso se nos da tan bien.
– ¿Y si no quiero ir a la librería? -preguntó, echando un vistazo alrededor. Había mucha gente en el Richmond-. No te atreverías a matarme aquí, delante de tanta gente.
– ¿Por qué no? Me he acabado el café y tú has pagado la cuenta. Desde luego no voy a perder la mañana para meterte una bala en la cabeza. Y cuando los polis me pregunten por qué lo hice, simplemente diré que te resististe a la detención. -Saqué mis credenciales de la SIDE y se las mostré-. Mira, soy una especie de poli. De la secreta, de los que casi nunca cargan con el muerto.
– ¿Así que te dedicas a eso? -Melville soltó otra carcajada maníaca, pero en este caso era algo más que una risa nerviosa-. Por fin me sacas de dudas.
– Bueno, pues ahora que has satisfecho tu curiosidad, vámonos. Y recuerda lo que dije sobre el sentido del humor alemán.
En la librería Figuera, en la esquina de Florida con Alsina, compré un mapa de Argentina por cien pesos y, cogiendo del brazo a Melville, caminé con él hasta la Plaza de Mayo, donde desplegué el mapa sobre el césped, justo delante de la Casa Rosada.
– Venga, desembucha -dije-. ¿Dónde está exactamente ese lugar? Y si descubro que me has mentido, volveré como Banquo en esa obra vuestra, escocés. Y te pondré el pelo más rojo de lo que lo tienes.
El escocés movió un dedo índice hacia el norte de Buenos Aires, pasando por Córdoba y Santiago del Estero, y al oeste de La Cocha, donde vivía Eichmann.
– Por aquí -dije-. No está marcado en el mapa. Pero ahí es donde me reuní con Kammler. Justo al norte de Andalgala hay un par de lagunas en una depresión, cerca de la cuenca del río Dulce. Estaban construyendo un pequeño ferrocarril cuando estuve allí. Seguramente para facilitar el transporte de los materiales hasta allí.
– Sí, seguramente -repetí, mientras doblaba el mapa y me lo guardaba en el bolsillo-. Si quieres un consejo, no le cuentes esto a nadie. Seguramente te matarán a ti antes que a mí, pero después de haberte torturado. Por suerte para ti, a mí ya me torturaron y no sacaron nada en limpio, así que quedas libre de sospecha en lo que a mí respecta. Lo mejor que podrías hacer ahora es largarte y olvidar que me has conocido. Ni siquiera con un tablero de ajedrez por medio.
– Vale -dijo Melville y se alejó de allí apretando el paso.
Eché otro vistazo al mapa y pensé que iba a defraudar al coronel Montalbán: menudo detective estaba hecho. ¿Quién habría pensado que Melville, el tarugo del bar Richmond, acabaría teniendo la clave de todo el caso? Me hacía gracia la circunstancia accidental en que había obtenido aquella pista sobre la Directiva 12 y sobre dónde se había desarrollado. Pero Melville se equivocaba en un punto. La Directiva 12 no tenía nada que ver con una planta nuclear secreta, sino con la carpeta vacía del Ministerio de Relaciones Exteriores que encontramos Anna y yo en el viejo Hotel de Inmigrantes. De eso estaba seguro.
CAPITULO 20
Llamé a Anna y quedé para comer con ella hacia las dos en el Shorthorn Grill de Corrientes. Luego me dirigí en coche a la casa de Arenales donde me esperaban Von Bader y el coronel. Después de lo que me había contado Isabel Pekerman en el Club Seguro, sabía que probablemente sería una pérdida de tiempo, pero quería ver cómo se comportaban los dos hombres sin ella, y qué impresión me causaban a la luz de lo que ya sabía. No es que supiera nada con seguridad. Eso era mucho decir. Suponía que Von Bader preveía ir a Suiza y que Evita no estaba dispuesta a dejarlo marchar hasta que la auténtica baronesa liberase a Fabienne.
Si la verdadera baronesa había desaparecido con la hija de Evita, en el supuesto de que Fabienne fuese hija de Evita, podía deberse a diversos motivos. Tal vez guardaba relación con las cuentas del Reichsbank en Zurich, aunque no entendía exactamente cómo. En el fondo, yo había sido una marioneta del coronel Montalbán. Sabía por qué me había dejado reabrir una investigación de asesinato de veinte años antes. Pero la única explicación posible de que no me hubiese contado que Fabienne se había escondido con su madre era que el coronel sabía, con absoluta certeza, que se había escondido con uno de los viejos camaradas. En todo caso, algún motivo tenía para organizar la farsa de Isabel Pekerman. El coronel no hacía nunca nada sin un motivo importante.
– ¿Su esposa no está? -pregunté a Von Bader cuando entramos en el salón y cerró la puerta.
– Me temo que no -respondió con frialdad-. Está en nuestra segunda residencia, en Pilar. Ha estado sometida a una enorme tensión.
– Comprendo -dije-. De todos modos, así será más fácil, me imagino. -Al ver su cara de perplejidad, añadí-: Hablar sobre la verdadera madre de Fabienne sólo con usted. -Dejé que se muriese de vergüenza unos instantes y luego dije-: Me lo contó la esposa del presidente.
– Ah, ya. Sí, comprendo.
– Me contó que su hija los oyó discutir y luego se escapó de casa.