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– Sí, lamento haberle inducido a error, Herr Gunther -dijo Van Bader. Lucía un traje distinto, pero la misma mirada de cómoda prosperidad. Se había cortado el pelo entrecano desde la última vez. También tenía las uñas más cortas, pero no de manicura, sino por habérselas mordido. Estaban en carne viva de tanto mordisco-. Pero estaba, y sigo estando, muy preocupado por lo que haya podido pasarle.

– ¿Cree usted que Fabienne está cerca de su madrastra?

– Sí. Mucho. Es decir, trata a mi mujer como a su verdadera madre. Y para todos nuestros conocidos siempre ha sido así. Evita ha tenido escasa relación con su hija hasta hace relativamente poco.

– ¿Qué le hizo pensar -dije, mirando al coronel Montalbán- que puede haberse escondido con una familia alemana? Y por si no se ha dado cuenta, coronel, es una pregunta directa de las que requieren una respuesta directa.

– Creo que yo puedo responder, Herr Gunther -dijo Van Bader-. Fabienne es una chica muy madura. Sabe mucho sobre la guerra y sobre lo que vino después y por qué muchos alemanes como usted han decidido vivir aquí en Argentina. Se podría decir que Fabienne es nacionalsocialista. Ella lo diría, desde luego. Mi esposa y yo a veces discutíamos por eso.

»El motivo por el que el coronel quería que usted investigase a nuestros viejos camaradas aquí en Argentina es bastante sencillo. La propia Fabienne insinuó que se escaparía y se iría a vivir a casa de alguno de ellos. Nos amenazó con eso varias veces después de descubrir que Evita era su verdadera madre. Fabienne podía ser así de cruel. Quién mejor para esconderse que alguien que también se escondía, nos decía. Sé que puede resultar un poco extraño que un padre diga esto de su hija, pero Fabienne es una chica muy carismática. Sus fotografías no le hacen justicia. Es la quintaesencia de la raza aria y, entre los que la han conocido, existe consenso general de que hasta el Führer se habría sentido cautivado por ella. Si ha visto a Leni Riefenstahl en La luz azul, Herr Gunther, sabrá a qué me refiero.

Había visto la película. Un filme alpino, lo llamaban. Los Alpes eran lo mejor de la película.

– En ese sentido se nota que es hija de Evita. Como la conoce, supongo que entiende lo que quiero decir.

– Claro -asentí-, ya entiendo. Es la adoración de todos. Geli Raubel, Leni Riefenstahl, Eva Braun y Eva Perón, y así hasta llegar a una preciosa sirena. ¿Por qué no me informó antes?

– No teníamos libertad para hacerlo -dijo el coronel-. Evita no quería que se conociese su secreto. Sus enemigos podrían utilizar esa información para acabar con ella. Sin embargo, al final la convencí de que se lo contase y ahora ya lo sabe usted todo.

– Ummm.

– ¿Qué significa eso? -preguntó el coronel.

– Significa que puede que sí y puede que no, y puede que me esté acostumbrando a no distinguir entre lo uno y lo otro. Y además, la chica es hija de Von Bader, y qué interés tendría él en mentirme, si no es porque la gente miente en cualquier tema y en todo momento, salvo los meses con X. -Encendí un cigarro-. ¿Y tienen nombre los viejos camaradas que conocía la chica?

– Hace un año -dijo Von Bader-, mi esposa y yo dimos una fiesta de bienvenida a muchos de los viejos camaradas que llegaron a Argentina.

– Muy hospitalario por su parte, desde luego.

– Uno de mis antiguos colegas se ocupó de elaborar la lista de invitados. El doctor Heinrich Dorge. Antes era ayudante del doctor Schacht. El ministro de Finanzas de Hitler, ¿sabe?

Asentí.

– Fabienne fue la estrella de la fiesta -dijo su padre-. Parecía tan lozana, tan cautivadora, que muchos hombres olvidaron por qué estaban aquí. Recuerdo que cantó canciones alemanas antiguas, acompañada por mi esposa al piano. Fabienne los conmovió. Estuvo extraordinaria. -Hizo una pausa-. El doctor Dorge ha muerto. Sufrió un accidente. Lo cual significa que no nos acordamos de todos los que vinieron a la fiesta. Debía de haber unos ciento cincuenta viejos camaradas. Posiblemente más.

– Y cree que está escondida con alguno, ¿no es así?

– Creo que es sumamente probable.

– Y vale la pena investigarlo -añadió el coronel-. Por ello quisiera que continuase su investigación anterior. Todavía hay muchos nombres con los que no ha hablado.

– Es cierto -dije-. Pero sospecho que si no la han encontrado es porque ya no está en Buenos Aires. Seguramente estará en otra zona del país. El Tucumán, quizás. Allí viven muchos viejos camaradas que trabajan para Capri en la construcción de la presa de La Quiroga. No estaría demás que me diese una vuelta por allí arriba.

– Ya lo hicimos -dijo el coronel-. Pero quién sabe. A lo mejor se nos pasó algo. ¿Cuándo puede ir?

– Cogeré el tren de esta noche.

Había sólo dos platos en el menú del Shorthorn Grilclass="underline" carne con verduras o carne sola. Había mucha carne de ternera expuesta en brochetas en el escaparate y en las paredes pintadas de color rosbif había dibujos de diversos cortes de vacuno, cocinado y sin cocinar. Una cabeza de buey vigilaba el restaurante y a sus clientes con vidriosa perplejidad. En cuanto la carne se cocinaba y servía en las mesas, era devorada con un cordial silencio, como si la carne fuese algo demasiado serio para interrumpirla con la conversación. Era uno de esos sitios donde hasta la piel de los zapatos se pone un poco nerviosa.

Anna estaba sentada en una esquina ante una mesa cubierta con un mantel de cuadros rojos. En la pared, sobre su cabeza, había una litografía que representaba a un gaucho enlazando a un buey. Anna tenía los ojos tristes, pero no pensé que fuese porque era vegetariana. En cuanto me senté, llegó un camarero y nos sirvió en los platos unas salchichas de vacuno con pimientos rojos. La mayor parte de los restantes camareros eran cejijuntos; en cambio, las cejas del nuestro ya habían copulado. Pedí una botella de vino tinto, el que sabía que le gustaba a Anna, hecho de uvas y alcohol. Cuando se marchó puse la mano sobre la suya.

– ¿Qué te pasa? ¿No te gusta la carne?

– No debería haber venido -dijo en silencio-. Acabo de recibir una mala noticia. Sobre una amiga mía.

– Cuánto lo siento -dije-. ¿Quieres contármelo?

– Era actriz -dijo Anna-. Bueno, eso decía. Francamente, yo tenía mis dudas, pero era buena persona. Llevaba una vida muy dura, creo yo. Mucho más dura de lo que quería reconocer. Y ahora ha muerto. No tendría más de treinta y seis años. -Anna sonrió compungida-. Supongo que su vida ya no empeorará, ¿verdad?

– Isabel Pekerman -dije.

– Sí -dijo Anna sorprendida-. ¿Cómo lo sabías?

– Eso no importa. Cuéntame lo que pasó.

– Después de que me llamases esta mañana, recibí una llamada de Hannah, una amiga común. Hannah vive en el apartamento que está justo encima del de Isabel. Es en el Once, el barrio que oficialmente se llama Balvanera. Históricamente es allí donde vivían los judíos de la ciudad, y algunos todavía siguen allí. Bueno, el caso es que Isabel apareció muerta esta mañana. Hannah la encontró. Estaba en el baño con las muñecas rajadas, como si se hubiese suicidado.

– ¿Como si?

– Isabel era una superviviente. No es de esas personas que se suicidan. En absoluto, y menos después de lo que ha tenido que soportar. Y desde luego no se quitaría la vida mientras hubiera esperanzas de encontrar a sus hermanas con vida. Mira…

– Lo sé. Ella me contó lo de sus hermanas. De hecho me lo contó anoche. Y no me pareció que estuviese a punto de suicidarse, desde luego.

– ¿Estuviste con ella?

– Me llamó al hotel y quedamos en un lugar llamado el Club Seguro. Me lo contó todo. Creo que tus dudas sobre su profesión son bastante acertadas, pero era buena persona. Me cayó bien. Me cayó tan bien que podría haberme acostado con ella. Y ojalá lo hubiera hecho. A lo mejor seguiría viva.

– ¿Por qué no? ¿Por qué no te acostaste con ella?

– Por muchos motivos. Ayer tuve un día tremendo.