– Te llamé dos veces, pero no estabas.
– Me detuvieron. Durante un rato.
– ¿Por qué?
– Es una larga historia. Como la de Isabel. Sobre todo no me acosté con ella por ti, Anna. O al menos eso es lo que pensé esta mañana. Me sentía bastante orgulloso de mí mismo por haber resistido la tentación. Hasta que me dijiste que había muerto.
– ¿Entonces crees que tengo razón? ¿Puede que la hayan asesinado?
– Sí.
– ¿Por qué querría alguien matar a Isabel?
– Siendo el tipo de actriz que era, corría ciertos riesgos -dije-. Pero eso no explica que la matasen. Supongo que su muerte tiene algo que ver conmigo. A lo mejor le pincharon el teléfono; o a lo mejor me lo pincharon a mí. A lo mejor la siguieron. A lo mejor me siguen a mí. No sé.
– ¿Sabes quién pudo ser?
– Me imagino quién dio las órdenes, pero es mejor que no sepas nada más. Ya bastante peligrosa está la cosa.
– Entonces deberíamos ir a la policía.
– No me parece muy buena idea. -Sonreí. Me hizo gracia su ingenuidad-. No, cielo, desde luego que no vamos a ir a la policía.
– ¿Insinúas que la policía tiene algo que ver con su muerte?
– No insinúo nada. Mira, Anna, he venido a decirte que quizá he averiguado algo. Algo importante sobre la Directiva 11. Un lugar en un mapa. Se me ocurrió la estúpida idea romántica de que cogiéramos tú y yo el tren nocturno de Tucumán para echar un vistazo por allí. Pero eso era antes de saber lo de Isabel Pekermano Ahora creo que es mejor que no diga nada más. Sobre nada.
– ¿Y no crees que es una estúpida idea romántica intentar protegerme como si fuera una cría ingenua? -preguntó.
– Créeme. Es más seguro que no diga nada más.
– Bueno -dijo con un suspiro-, qué comida tan interesante. Si no piensas decir nada.
Lon Chaney volvió con el vino. Abrió la botella y empezamos con la pantomima de la cata hasta que lo sirvió. Tan absurdo como una ceremonia japonesa de té. En cuanto le llenó la copa, Anna se lo bebió de un trago. El camarero sonrió azorado y rellenó la copa. Anna le quitó la botella, se sirvió y se bebió la segunda tan rápido como la primera.
– Bueno, ¿y ahora de qué hablamos? -preguntó.
– Cálmate -dije.
El camarero se alejó. Acaso percibía un inminente jaleo.
– Podemos hablar de fútbol, supongo -dijo-. O de política. O de lo que ponen en el cine. Pero empieza tú. Se te da mejor que a mí evitar ciertos temas. Al fin y al cabo, supongo que tienes mucha más práctica. -Se sirvió más vino-. No, hablemos de la guerra. O mejor dicho de tu guerra. ¿Dónde estabas? ¿En la Gestapo? ¿En las SS? ¿Trabajabas en un campo de concentración? ¿Mataste a algún judío? ¿Mataste a un montón de judíos? ¿Estás aquí porque eres un criminal de guerra nazi y porque han puesto precio a tu cabeza? ¿Te ahorcarán si te echan el guante? -Encendió un cigarrillo con nerviosismo-. ¿Qué tal voy? ¿Se me da bien no hablar de lo que hemos venido a hablar? A propósito, ¿por qué me cogiste como diente, Bernie? ¿Por sentimiento de culpa? ¿Quieres resarcirte de todo aquello ayudándome ahora? ¿Es eso? Ahora entiendo por dónde van los tiros.
Entrecerró los ojos y se mordió el labio como si se implicase con todo el cuerpo en cada latigazo verbal.
– El hombre de las SS con conciencia. Buen argumento para una novela, bien pensado. Un poco sensiblero, pero así son las novelas, ¿no crees? La judía y el oficial alemán. Deberían componer una ópera sobre ese tema. Una ópera vanguardista con canciones deprimentes, tonalidades menores y notas de mierda. Pero el barítono que haga tu papel es mejor que no sepa cantar. O, mejor aún, que no cante nada. Ése es su leitmotiv. ¿Y el de ella? Algo impotente, repetitivo y desesperado.
Anna cogió la copa, pero esta vez se levantó en cuanto la acabó.
– Gracias por el almuerzo.
– Siéntate -dije-. Te estás comportando como una cría.
– A lo mejor es porque me tratas como a una cría.
– A lo mejor, pero prefiero eso que ver tu cuerpo en la morgue de la policía. Ése es mi único motif, Anna.
– Ahora pareces mi padre. No, espera, creo que eres más viejo que él.
Y se marchó.
Me acabé lo que quedaba en la botella y me dirigí a la Casa Rosada para revisar toda la información que me había dado Montalbán sobre los viejos camaradas residentes en Argentina. No había ni rastro de Hans Kammler. Pero tampoco de Otto Skorzeny. Daba la sensación de que algunos camaradas estaban bajo sospecha. Más tarde llamé a Geller para decirle que volvía a Tucumán y pedirle prestado su Jeep.
– ¿Quieres visitar otra vez a Ricardo? -preguntó-. Lo digo porque todavía no me ha perdonado que te dijera dónde vive. -Geller se rió-. Creo que no le caes muy bien.
– Estoy seguro.
– Por cierto, el otro d.ía me preguntaste por los capullos que nos dan mala fama a los capullos. No te imaginas quién apareció por aquí el otro día Otto Skorzeny.
– ¿Trabaja también en Capri?
– Eso es lo bueno. No. Al menos que yo sepa.
– A ver si puedes averiguar qué hace ahí -dije-. Y de paso a ver si averiguas algo sobre un tipo llamado Hans Kammler?
– ¿Kammler? No me suena de nada.
– Era general en las SS, Pedro.
Geller refunfuñó.
– ¿Qué pasa?
– ¿Desde cuándo me llamas Pedro? -dijo-.. Cada vez que oigo ese nombre me estremezco. Es nombre de campesino. Me hace pensar que huelo a mierda de caballo.
– Tranquilo, Pedro, no lo notarás. En Tucumán, no. En Tucumán todo huele a mierda de caballo.
Por la noche fui en coche a la estación de ferrocarril. Como de costumbre, la estación estaba repleta de gente, muchos indios de Paraguay y Bolivia, fácilmente identificables por las mantas de colores y el bombín. Al principio no la vi. Estaba de pie, en la cabecera del andén de la Línea de Mitre. Llevaba un atuendo sensato: traje de dos piezas de lana, guantes y bufanda. Tenía una maleta pequeña junto a la pierna bien torneada y un billete en la mano. Parecía que me esperaba.
– Ya pensaba que no venías -dijo.
– ¿Qué demonios haces aquí?
– Te diría que éste es un país libre, pero como no lo es… -respondió.
– ¿Pretendes venir a Tucumán?
– Es lo que dice mi billete.
– Te lo dije. Es peligroso.
– Tengo el corazón en un puño. -Se encogió de hombros-. Todo es peligroso si se lee la letra pequeña, Gunther. A veces es mejor no llevar las gafas. Además, se trata de mis parientes, no de los tuyos. Suponiendo que tengas algo parecido a parientes.
– ¿No te lo he dicho? Me encontraron debajo de una piedra.
– Se nota. Tienes muchas cualidades pétreas.
– Supongo que no puedo impedir que vengas, cielo.
– Sería gracioso que lo intentases.
– De acuerdo. -Exhalé un suspiro-. Sé reconocer una derrota.
– Eso lo dudo.
– ¿Has estado alguna vez en Tucumán?
– Nunca me ha parecido interesante pasar veintitrés horas en un tren para acabar en un estercolero cochambroso. Es lo que dice todo el mundo, al menos. Que hay un par de iglesias y una especie de universidad.
– Eso, y ochocientas mil hectáreas de caña de azúcar.
– Lo dices como si me hubiera perdido algo.
– Tú no, pero yo sí. -La estreché entre mis brazos y la besé-. Espero que seas golosa. Ochocientas mil hectáreas son un montón de azúcar.
– Después de lo que te dije en la comida, ya puedo endulzarlo un poco, ¿no crees?
– Tienes veintitrés horas para resarcirme.
– Entonces es una suerte que haya traído una baraja.
– Será mejor que subamos al tren. -Le cogí la maleta y recorrimos el andén, pasando por delante de varios carritos que vendían comida y bebida para llevar a bordo. Compramos todo lo que pudimos y encontramos un compartimento libre. Al cabo de unos minutos, el tren salió de la estación, pero media hora después no íbamos más rápido que una anciana en bicicleta.