– No me extraña que tarde veintitrés horas, a esta velocidad -protesté.
– El ferrocarril lo construyeron los británicos -explicó Anna-. Y hasta la llegada de Perón, fueron también sus propietarios.
– Eso no explica que vaya tan despacio.
– No construyeron el ferrocarril para la gente -dijo-, sino para el transporte de ganado.
– Y yo que pensaba que sólo los alemanes dominaban el arte de transportar a personas como ganado.
– Umm. ¿Siempre has sido tan cínico?
– No. Antes sólo era un proyecto en la mente de mi padre.
– Buena pieza debe de ser tu padre.
– Lo intentó.
– Tan despiadado como cínico. Igual que todos los de las SS.
– ¿Cómo lo sabes? Apuesto que soy el primero de las SS que conoces.
– Desde luego, nunca me imaginé que me gustaría besar a ninguno.
– Tampoco yo me imaginé que acabaría siéndolo, te lo aseguro. ¿Quieres que te hable de ello? Tenemos tiempo de sobra.
– ¿Y nuestro trato de no hacer preguntas?
– No, creo que ha llegado el momento de que sepas algo sobre mí. Por si me matan.
– Lo dices para asustarme. No te molestes. Últimamente duermo con la luz encendida.
– ¿Quieres que te lo cuente o no?
– Supongo que no podré salir por la puerta si al final decido que no me gustas. Ni siquiera a esta velocidad. Venga, adelante. Siempre puedo hacer solitarios si me aburro de escucharte.
– Mi estilo de confesión a tumba abierta es fuerte. Hay que acompañarlo con un refresco. Como un ginger ale o un tónica. -Saqué una botella de whisky de la bolsa y serví una dosis en el único vasito que llevaba-. O con un poco de esto.
– Un poco fuerte para ser un refresco -dijo Anna, probándolo como si fuera nitroglicerina.
Encendí dos cigarros y le puse uno en la boca.
– Es una historia un poco dura. Vamos. Bebe un poco. Sólo te la puedo contar cuando veas doble y te nuble la vista con humo. Así no te darás cuenta de que me crecerán losdientes y me saldrá una mata de pelo en la cara.
El tren dejaba atrás los barrios periféricos de Buenos Aires. Ojalá pudiera dejar atrás mi pasado con la misma facilidad. Entró por la ventana un fuerte olor a agua marina. Las gaviotas planeaban en el cielo azul cerca de la costa. Las ruedas traqueteaban bajo el suelo del vagón como una marcha de seis por ocho y, durante un instante, recordé las bandas que desfilaban bajo las ventanas del Hotel Adlon la noche del lunes 30 de enero de 1933. Fue el día en que el mundo cambió para siempre. El día en que Hitler fue nombrado canciller del Reich. Recordaba que, cuando las bandas se acercaban a la Pariser Platz, donde estaban situados el Adlon y la embajada francesa, interrumpieron la música y se pusieron a tocar la vieja canción de guerra prusiana «Queremos derrotar a los franceses». En ese momento comprendí que era inevitable otra guerra europea.
– Todos los alemanes llevan en su seno una imagen de Adolf Hitler -dije-, hasta los que odiábamos a Hitler y todo lo que representaba. Su cara, con el pelo alborotado y el bigote de sello de correos, nos persigue a todos de por vida y, como una llama misteriosa que nunca se apaga, arde en nuestras almas. Los nazis hablaban de un imperio milenario. Pero a veces pienso que, a causa de lo que hicimos, el nombre de Alemania y los alemanes vivirá en la infamia durante más de un milenio. El resto del mundo tardará un milenio en olvidar. Desde luego, si llego a vivir mil años, nunca olvidaré algunas cosas que vi. Y algunas cosas que hice.
Se lo conté todo. Todo lo que hice durante la guerra y en los años posteriores hasta el día en que zarpé con rumbo a Argentina. Era la primera vez que, hablaba de ello con sinceridad, sin omitir nada y sin justificar mis actos. Pero al final le dije quién era el verdadero culpable de todo aquello.
– Para mí la culpa la tienen los comunistas por convocar en noviembre de 1932 una huelga general que forzó las elecciones. La tiene Von Hindenburg por ser demasiado viejo para cantarle las cuarenta a Hitler. La tienen los seis millones de desempleados; un tercio de la población activa, por querer un empleo a toda costa, incluso a costa de Hitler. La tiene el ejército por no poner fin a la violencia callejera durante la República de Weimar y por respaldar a Hitler en 1933. La tienen los franceses. La tienen Von Papen y Rathenau y Evert y Scheidemann y Leibknecht y Rosa Luxemburgo. La tienen los espartaquistas y los Freikorps. La tiene la Gran Guerra por arrebatarnos el valor de la vida humana. La tienen la inflación y la Bauhaus y el dadaísmo y Max Reinhardt. La tienen Himmler y Goering y Hitler y las SS y Weimar y las putas y los chulos. Pero sobre todo la tengo yo. Por no hacer nada. Que era menos de lo que debería haber hecho. Que era lo que se requería para que triunfase el nazismo. Tengo parte de culpa. Antepuse mi supervivencia a cualquier otra consideración. Eso no tiene vuelta de hoja. Si fuese verdaderamente inocente, estaría muerto, Anna, Y no lo estoy.
»Llevo cinco años intentado salir del atolladero. Tuve que venir a Argentina y verme reflejado en los ojos de otros ex miembros de las SS para comprenderlo. Yo formaba parte de todo aquello. Intenté que no fuera así, pero fracasé. Estuve allí. Llevé el uniforme. Comparto la responsabilidad.
– ¡Dios! -exclamó Anna Yagubsky arqueando las cejas y apartando la mirada-. Sí que has tenido una vida interesante.
Sonreí, pensando en Louis Adlon y la maldición china.
– Bueno, yo no te juzgo -dijo Anna-. No creo que tengas tanta culpa. Aunque tampoco eres totalmente inocente. De todos modos, me parece que ya has pagado caro lo que hiciste. Fuiste prisionero de los rusos. Debió de ser horrible. Y ahora me estás ayudando. Tengo la impresión de que si fueses como el resto de tus viejos camaradas no me ayudarías. No depende de mí el perdonarte. Depende de Dios, suponiendo que creas en Dios, pero rezaré para que te perdone. Y podrías rezar tú también.
No podía arriesgarme a sufrir otra vez su desaprobación, contándole que no creía en Dios más de lo que creía en Adolf Hitler, No era muy probable que una judía conversa se tomase a la ligera la cuestión de mi ateísmo. Después de lo que le había contado, necesitaba ganarme de nuevo su favor, así que asentí y le dije:
– Sí, puede que lo haga.
Y si había Dios, supuse que me entendería. Al fin y al cabo, no es extraño dejar de creer en Dios cuando se deja de creer en todo lo demás. Cuando se deja de creer en uno mismo.
CAPITULO 21
Llegamos a Tucumán la noche siguiente. El tren llevaba retraso y era casi medianoche cuando entró traqueteando en la estación local. El lugar tenía mejor pinta de noche. La residencia del gobernador estaba iluminada como un árbol de Navidad. Bajo las palmeras de la plaza de la Independencia, las parejas bailaban el tango. Los argentinos no necesitaban excusas para marcarse un tango. Que yo supiera, los bailarines de la plaza no estaban esperando el autobús. La estación estaba llena de niños. A ninguno le interesaba la locomotora con forma de submarino que se enfriaba después del viaje. Querían dinero. En eso los niños eran como todos los demás. Les repartí un puñado de monedas y cogimos un taxi. Le dije al taxista que nos llevase al Plaza.
– ¿Por qué quiere ir allí? -preguntó.
– Porque la última vez que vine, el Plaza era un hotel.
– Debería ir al Coventry. Puedo conseguirle un buen precio allí.
– Usted y su hermano, ¿verdad?
– Exacto -dijo el taxista entre risas, mirando hacia atrás-. Mi hermano le gustará, ya verá.
– Ya lo creo. Supongo que no me gustará menos de lo que me gustó el Coventry la última vez. De hecho, creo que les gusté menos yo que ellos a mí, porque cuando salí del hotel estaba plagado de picaduras. No me importa compartir cama con alguien siempre que tenga sólo dos piernas. Cuando la Luftwaffe bombardeó el Coventry de Inglaterra, supongo que tenían en mente este hotel de Tucumán.