Nos llevó al Plaza.
Como casi todos los hoteles argentinos, aquél pretendía aparentar que se encontraba en otro lugar. En Madrid, quizá. O en Londres. Tenía el típico revestimiento de madera de roble en las paredes y mármol en los suelos. Apoyé un brazo en el mostrador de recepción como si fuese a decir algo muy en serio y miré al recepcionista, que vestía un traje oscuro a juego con el bigote. Tenía la cara y el pelo abrillantados con la misma sustancia con que engrasaban la maquinaria de la jaula del pequeño ascensor, dispuesto en sentido perpendicular a la recepción. Me hizo una reverencia con la cabeza y me enseñó una dentadura muy manchada de tabaco.
– Queremos una habitación grande -le dije. Me pareció mejor pedir una habitación grande que una cama grande, pero eso es lo que queríamos en realidad-. Con baño. Y con buenas vistas, dentro de lo que cabe en esta ciudad.
– Y que no sea ruidosa -añadió Anna-. No nos gusta el ruido, a no ser que lo hagamos nosotros.
– Tenemos la suite nupcial -dijo, lanzando una mirada hambrienta sobre Anna.
A mí también me estaba entrando hambre. El recepcionista se ofreció a enseñarnos la habitación. Anna dijo que prefería saber primero el precio. Y luego le ofreció pagar la mitad de lo que pedía, en efectivo. Esto nunca habría sido posible en Alemania, pero en Tucumán era normal. En Tucumán regateaban con el cura cuando les imponía una penitencia. Al cabo de diez minutos ya estábamos en la habitación.
La suite nupcial era correcta. Había un par de ventanas francesas que daban a un balcón con vistas a las altas sierras y un fuerte olor a azahar, que era un cambio agradable después del hedor equino. Había un cuarto de baño grande con vistas al resto de la suite y un fuerte olor a jabón, que era un cambio agradable después de la peste a alcantarilla. Y lo más importante es que había una cama. La cama era del tamaño del Matto Grosso. En breve disfrutaría de las vistas del cuerpo desnudo de Anna y el intenso olor de su perfume, que era un cambio agradable respecto de mi olor de soltero. Aprovechamos bien la noche. Cada vez que me despertaba me volvía hacia ella. Cada vez que se despertaba se volvía hacia mí. Lo cierto es que casi no pegamos ojo. La cama era muy dura para conciliar el sueño, pero no me importó. Nunca supuse que disfrutaría tanto en Tucumán.
Por fin llegó la mañana y me di un baño frío que me ayudó a despertarme. Luego pedimos el desayuno. Seguíamos desayunando cuando llamó Pedro Geller y dijo que me esperaba abajo en el vestíbulo del hotel. Me reuní con él a solas. Cuanta menos gente estuviese al corriente de la implicación de Anna mejor, me dije. Geller y yo salimos a la calle hasta el lugar donde había dejado el Jeep.
– He averiguado dónde reside Skorzeny -me dijo-. En un rancho grande en un lugar llamado Wiederhold. Es propiedad de un rico productor de azúcar llamado Luis Freiburg. Y cuando digo rico, quiero decir rico. Se hizo de oro gracias a una indemnización, cuando el gobierno le compró ochocientas mil hectáreas para el proyecto hidroeléctrico. Esas tierras van a quedar anegadas cuando se acabe la presa de La Quiroga. -Geller se rió-. Y ahora viene lo más interesante. Resulta que Freiburg es nada menos que el general de las SS del que me hablaste.
– ¿Hans Kammler?
– Exacto. Según Ricardo, Kammler es un ingeniero que supervisó todos los grandes proyectos de construcción de las SS durante la guerra. Como la planta de Mittelwerk, todos los campos de exterminio como Auschwitz y Treblinka. Ganó una fortuna con todo aquello. Sí, menudo era Kammler. Ricardo me dijo que Himmler consideraba a Kammler uno de sus hombres más capaces y con mayor talento.
– ¿Todo eso te lo contó Ricardo?
– Se pone bastante parlanchín cuando se toma unas copas -dijo Geller-. Ayer por la noche, salíamos de la oficina de la división técnica de Capri en Cadillal cuando vimos un gran coche blanco americano, conducido por Skorzeny. Ricardo reconoció a Kammler de inmediato.
– ¿Y qué pinta tenía Kammler?
– Delgado, huesudo, con nariz aguileña. De unos cincuenta. Muy aguileño todo él, podríamos decir. Su mujer y su hija iban con él. Son de Alemania, creo. Es uno de los motivos por los que Ricardo odia a Kammler. Porque tiene aquí a su mujer y su hija. Aunque más bien creo que Ricardo tiene celos de cualquiera que salga de Alemania con gran cantidad de dinero en los bolsillos del pantalón. Y de cualquiera al que le haya ido mejor que a él en Argentina. Incluido tú.
– ¿Y Ricardo te contó por qué está Skorzeny con Kammler?
– Sí.
Por un instante, Geller se intranquilizó. Le ofrecí un cigarrillo. Cogió uno, se lo encendí y permaneció en silencio.
– Vamos, Herbert -le dije, empleando por una vez su verdadero nombre, mientras encendía un pitillo para mí.
– Es algo muy secreto, Bernie -dijo con un suspiro-. Hasta Ricardo parecía un poco desconfiado cuando me lo contó. -Ricardo siempre es desconfiado -dije.
– Bueno, naturalmente, le preocupa que le persiga el pasado.
A todos nos preocupa. Incluso a ti, seguramente. Pero esto no es pasado. Es presente. ¿Te suena el proyecto Álamo?
– ¿Álamo? ¿Como el árbol?
– Al parecer -dijo Geller-, Perón quiere construir una bomba atómica. En Capri corren rumores de que Kammler es el director del programa de armamento nuclear de Perón, al igual que lo fue en Alemania en Riesengebirge y Ebensee. Y que Skorzeny es su jefe de seguridad.
– Se necesita mucho dinero para algo así. -Al decir esto, recordé que, según mis informaciones, Perón ya tenía acceso a cientos de millones de dólares de dinero nazi; y, si Evita se salía con la suya, posiblemente a miles de millones más en Suiza-. También se necesitan muchos científicos -añadí-. ¿Has visto muchos científicos por aquí?
– No sé. No creo que anden por ahí vestidos con batas blancas y con reglas de cálculo en la mano.
– En eso tienes razón.
Había un mapa en el asiento del Jeep y una caja de herramientas en la parte trasera.
– Enséñame dónde está el rancho de Kammler -le dije a Geller.
– ¿Wiederhold? -Geller cogió el mapa y movió el dedo hacia el suroeste de Tucumán-e-. Está aquí. Unos kilómetros al norte del río Dulce. Unos kilómetros más al sur y un poco más al este, las ranas hacen imposible el cultivo de caña de azúcar. La caña sería imposible también en Tucumán, salvo en la Sierra de Aconquija. -Dio una calada al pitillo-. ¿No estarás pensando en ir ahí, verdad?
– No. Adonde voy es aquí. -Señalé una de las lagunas del río Dulce-. Justo al norte de Andalgala. A un lúgar llamado Dulce.
– No me suena -dijo Geller-. Está el río Dulce pero no conozco ningún pueblo que se llame así.
El mapa de Geller era más detallado que el que compré en Buenos Aires. Pero tenía razón: no había ningún lugar llamado Dulce. Sólo un par de lagunas anónimas. De todos modos no pensaba que Melville se hubiese atrevido a engañarme, con todas las amenazas que proferí contra su vida miserable.
– ¿Este mapa es preciso? -pregunté.
– Sí, mucho. Se basa en un mapa de los antiguos arrieros. Hasta principios de siglo, las mulas eran el único modo de transporte por toda esa zona. Se vendían hasta sesenta mil mulas al año en Santa, al norte de aquí. Nadie conocía esos caminos mejor que los arrieros.
– ¿Me lo prestas?
– Claro. No me digas que has encontrado al capullo número uno -dijo-. El asesino que buscabas.
– Algo así. Es mejor que no te cuente nada más, Herbert. Por ahora.
– No me quita el sueño no saber -dijo Geller, encogiéndose de hombros-. Mientras te llevas mi Jeep me voy a ver a una chica bastante atractiva que trabaja en el instituto de Antropología, aquí en Tucumán. Pretendo que me estudie detalladamente.