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– Eso no me lo creo.

– No hay asesinos -dije-. Sólo hay fontaneros y tenderos y abogados que matan. Todo el mundo es bastante normal hasta que aprieta el gatillo. En eso consiste la guerra. En un montón de gente corriente que mata a un montón de gente corriente. No puede ser más sencillo.

– ¿Y por eso te parece bien?

– No, pero es la pura realidad.

No dijo nada y durante un rato caminamos así, como si el silencio prodigioso del bosque nos afectase de alguna manera. Sólo una leve brisa en las copas de los árboles y el crujido de las ramitas bajo los pies nos recordaban dónde estábamos. Luego, al salir de entre los árboles,nos encontramos con una segunda alambrada. Medía unos doscientos metros de largo y al otro lado se alzaban numerosos edificios de madera provisionales. A ambos extremos de la cerca había torres de vigilancia, aunque, por suerte para nosotros, no estaban vigiladas. El campo, en el supuesto de que aquello fuese un campo, parecía desierto. Saqué las tenazas.

– Melville decía que este lugar se llamába Dulce -comenté mientras cortaba los alambres galvanizados del escocés.

– Alguien se debía de creer muy gracioso -dijo Anna-. Esto no tiene nada de dulce.

– Sospecho que aquí es donde concentraban a los inmigrantes judíos ilegales como tus tíos y las hermanas de Isabel Pekermano Es mi hipótesis de trabajo, al menos.

Traspasamos la alambrada y entramos en el campo.

Conté cinco torres de vigilancia, una en cada esquina de la cerca perimétrica y una quinta en el centro del campo, desde donde dominaba una especie de trinchera que conectaba varios barracones alargados entre sí. Cerca de la entrada había un pequeño cuartel. Desde la puerta de la entrada se accedía por un sendero al campo de concentración y a algo que parecía una plaza de armas. En el centro de la plaza de armas había un mástil sin bandera. Cerca del lugar por donde habíamos entrado al campo, había un enorme rancho. Nos asomamos por las ventanas polvorientas. Vimos muebles: mesas, sillas, una radio antigua, una foto de Juan Perón, una habitación con una docena de camas con los colchones enrollados. En una cocina del tamaño de una cantina había ollas y sartenes colgadas en orden sobre una repisa encastrada en la pared. Probé a abrir la puerta y observé que no estaba cerrada con llave.

Entramos, respirando un aire con olor a moho. En una mesa encontramos un viejo ejemplar de La Prensa. En la primera página aparecía una fotografía de Perón vestido con uniforme militar, gorra blanca de oficial, guantes blancos, una banda con los colores de la bandera argentina, yuna generosa sonrisa, El artículo hablaba de que Perón anunciaba su primer plan quinquenal para impulsar las industrias recién nacionalizadas del país. Se lo mostré a Anna, señalando la fecha.

– 1947-dije-. Supongo que fue la última vez que alguien vino por aquí.

– Eso espero -dijo.,

Entré en otra habitación y recogí un viejo casco. Las demás habitaciones no eran más esclarecedoras.

– Aquí es donde debían de relajarse los soldados -dije.

Salimos del rancho y cruzamos la plaza de armas hasta un grupo de cuatro barracones largos. Entramos en uno. Era como un establo, salvo porque, en lugar de compartimentos, tenía anchos estantes de madera, algunos de los cuales estaban cubiertos de puñados de paja. Tardé casi un minuto en comprender que eran camastros. Seguramente habrían acomodado a dos o tres personas en cada estante.

Anna me miró con ojos tristes y supe que había llegado a la misma conclusión. Ninguno de los dos dijo nada. Permaneció a mi lado y al final me cogió la mano izquierda. Con la derecha seguía empuñando la pistola. Entramos en el segundo barracón, que se parecía mucho al primero. Al igual que el tercero. Me recordaba al campo de prisioneros de guerra donde me retuvieron los rusos. Aparte de las condiciones climáticas, este lugar parecía tan lúgubre como aquél.

El cuarto barracón sólo era un cobertizo alargado y vacío. Al fondo del cobertizo se accedía a una especie de trinchera cubierta con un techo de alambrada de espino. La trinchera medía unos treinta metros de largo y dos de ancho. Al adentrarnos allí, descubrimos un barracón que no se veía antes de entrar en la trinchera. Este barracón estaba dividido en tres cámaras por dos paredes de madera. Estas paredes medían unos tres metros de alto y unos nueve de ancho y, por la cara interior, estaban recubiertas de planchas de zinc. En el techo había brazos de ducha. Las puertas de las cámaras eran gruesas y se podían cerrar desde fuera con una tranca de hierro. Estas puertas estaban selladas con juntas de goma en los bordes. En cada una de las tres cámaras había una cañería de cobre que traspasaba la pared a escasos centímetros del suelo de baldosa. Todas las cañerías estaban conectadas a una gran estufa central, situada en el pasillo exterior a las cámaras. Aquel lugar me daba muy mala espina.

– ¿Y de dónde venía el agua? -preguntó Anna, mirando las tuberías del techo y echando un vistazo alrededor-. No he visto ningún depósito de agua en el tejado.

– Quizá se lo llevaron -dije.

– ¿Por qué? No se han llevado nada más. -Miró el suelo-. ¿Y que es esto? ¿Raíles para vagonetas? ¿Cómo? Siguió los raíles hasta el fondo de los barracones y unas puertas dobles, junto a una gran campana extractora encastrada en el muro. Abrió las puertas y salió.

– Creo que deberíamos marcharnos -le grité, caminando detrás de ella. Enfundé el arma e intenté coger a Anna de la mano, pero se zafó y siguió adelante.

– Hasta que entienda qué es este lugar, no nos vamos -dijo.

– Vamos, Anna. Vamos -dije, intentando aparentar cierta calma en mi voz-. Me preguntaba qué sabía Anna de lo ocurrido en los campos de Polonia-. Ya hemos visto bastante, ¿no crees? Aquí no están. A lo mejor nunca estuvieron aquí.

Los raíles bordeaban la ladera de cinco montículos cubiertos de hierba de unos seis metros de ancho y doce de largo. Junto a los montículos había numerosas vagonetas industriales de plataforma plana como las que se utilizan en las cocheras. Las vagonetas estaban oxidadas, pero su finalidad era evidente: cada una podía levantarse para volcar la carga en las fosas. Yo empezaba a sospechar lo que probablemente yacía bajo los montículos cubiertos de hierba.

– Son terraplenes-comenté.

– ¿Terraplenes? No, no creo.

– Sí -le dije-. Seguramente pensaron que iban a construir más barracones y luego cambiaron de opinión.

Sonaba patético. Sabía perfectamente lo que eran. Y ella también.

Anna se agachó despacio para observar algo que le había llamado la atención en el montículo cubierto de hierba. Se arrodilló, echó un vistazo alrededor y encontró un trozo de madera que usó para raspar el terreno circundante de una planta casi descolorida que crecía en la fosa.

– ¿Qué es? -pregunté, acercándome-. ¿Has visto algo?

Se puso en cuclillas y entonces vi que la planta no era una planta, sino la mano de un niño, una mano humana descompuesta, parcialmente esquelética. Anna negó con la cabeza, susurró algo y luego se tapó la boca con la mano, intentando ahogar la emoción que ascendía por su garganta. Luego se persignó.

No dije nada. Qué podía decir. La finalidad del campo estaba clara para los dos. Los montículos eran túmulos de fosas comunes.

– ¿Cuántos crees que habrá? -dijo al fin-. ¿En cada uno?

Entonces fui yo quien se puso nervioso. Miré alrededor por si alguien nos observaba. Un campo de exterminio era mucho peor de lo que me imaginaba. Mucho más.

– No sé. Puede que mil. Mira, tenemos que marcharnos ya.

– Sí, tienes razón. -Encontró un pañuelo y se enjugó un ojo-. Sólo dame un minuto, ¿vale? Mis tíos seguramente están enterrados en una de esas fosas.

– No lo sabes.

– Sinceramente, ¿se te ocurre alguna explicación mejor?