– Mira -dlije-. No sabes si son judíos los que están ahí enterrados. Podrían ser argentinos. Adversarios políticos de Perón. No hay motivo para suponer…
– Allí hay una cámara de gas -dijo, mirando a los barracones de donde acabábamos de salir- ¿No? Venga, Gunther. Tú estuviste en las SS. Deberías identificar una cosa así.
No dije nada.
– Que yo sepa, nunca han gaseado a los adversarios políticos de Perón -añadió-. Los han fusilado. Y los han arrojado desde un avión. Sí. Pero nunca los han gaseado. No, sólo gasean a los judíos. Este lugar, este campo, es un lugar de muerte. Por eso los trajeron aquí. Para gasearlos. Se percibe por todas partes. Se percibe en las falsas duchas de esos barracones. Se percibe sobre todo aquí.
– Tenemos que marcharnos -dije.
– ¿Qué?
– Tenemos que marcharnos ya. Si nos descubren aquí, nos matarán -le dije. La cogí del brazo para levantarla del suelo-. No me esperaba esto, cielo. La verdad es que no. No te habría traído aquí si hubiera sospechado que sería así. Pensaba que era un campo de concentración. Pero no un campo de exterminio. Eso no. Es mucho más duro de lo que podría imaginar.
La llevé de la mano hasta el agujero de la alambrada.
– ¡Dios! -exclamó-, no me extraña que esto sea un secreto de estado. ¿Te imaginas lo que pasaría si la gente de fuera de Argentina descubriese esto?
– Anna. Escúchame. Tienes que prometerme que nunca se lo contarás a nadie. Al menos mientras permanezcas en este país. Nos matarán a los dos, dalo por seguro. Cuanto antes salgamos de aquí, mejor.
Al adentrarme de nuevo entre los árboles, empecé a correr. y ella también. Al menos ahora, pensé, Anna había captado la verdadera gravedad de nuestra situación. Arrojé las tenazas. Encontramos el agujero que habíamos hecho en la primera alambrada, la exterior. Empezamos a correr hacia donde habíamos dejado el Jeep.
Primero capté su olor. O, mejor dicho, el olor de sus cigarrillos. Dejé de correr y me volví hacia Anna.
– Escucha -le dije, cogiéndola por los hombros-. Haz exactamente lo que te diga. Unos hombres nos están buscando por esta carretera.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque huelo el tabaco.
Anna olfateó el aire y se mordió el labio.
– Quítate la ropa.
– ¿Pero qué dices? ¿Estás loco?
– A lo mejor no encontraron el agujero que hicimos en la alambrada. -Yo ya me estaba desnudando-. Lo mejor que nos puede pasar es que piensen que paramos aquí para hacer el amor. Eso es lo que les vamos a contar. Si se creen que eso es lo único que estábamos haciendo, nos dejarán marchar. Vamos, cielo, desnúdate.
Vaciló unos instantes.
– Nadie que acabe de ver lo que acabamos de ver se desnudaría para follar entre los árboles, ¿verdad?
– Te dije que era mejor volver a ver esto de noche -dijo, y empezó a desvestirse.
Cuando los dos estábamos desnudos, me abrí camino entre sus piernas y dije:
– Y ahora finge que estás disfrutando. Lo más fuerte que puedas.
Anna gimió fuerte. Y volvió a gemir.
Empecé a impulsar la pelvis contra su cuerpo como si de aquella farsa no sólo dependiesen su satisfacción sexual y la mía, sino también nuestras vidas.
CAPITULO 22
Seguía ejercitándome entre los muslos de Anna cuando oí el crujido de una rama en el suelo del bosque, justo detrás de mí. Al volverme vi a unos hombres. Ninguno iba uniformado, pero dos llevaban rifles colgados del hombro. Estupendo, pensé. Al mismo tiempo eché mano de algo para tapar mi desnudez.
Eran tres y vestían ropa de montar: camisa azul, chaleco de piel, pantalones vaqueros, botas de montar y espuelas. El hombre sin fusil tenía un cinturón de plata tan grande como un peto, un historiado cinturón con pistolera y, atado en la muñeca, un látigo de cuero rígido. Tenía rasgos más españoles que sus compañeros, aparentemente mestizos. Estaba picado de viruela, pero sus seguros ademanes indicaban que las cicatrices le traían sin cuidado.
– Iba a preguntar qué hacen aquí -dijo sonriente-, pero ya veo.
– Eso no es asunto suyo -dije, vistiéndome rápido.
– Esto es una propiedad privada -replicó-. Por lo tanto sí es asunto mío. -No me miraba a mí. Miraba a Anna mientras se vestía, un espectáculo casi tan placentero como verla desnudarse.
– Lo siento -dije-. Nos perdimos. Paramos para mirar el mapa y una cosa llevó a la otra. Ya sabe, lo que suele pasar. -Miré alrededor-. Nos pareció un lugar muy agradable. Muy tranquilo.
– Pues se equivocaron.
De pronto, apareció entre los árboles un cuarto hombre a lomos de un caballo blanco, un tipo muy distinto de los otros tres.
Vestía una camisa blanca inmaculada de manga corta y una gorra negra de estilo militar, bombachos grises de montar y botas negras tan lustrosas como el reloj de oro de su fina muñeca. Su cabeza parecía un ave de presa gigante.
– Han cortado la alambrada -dijo el gaucho picado de viruela.
– Nosotros no hemos sido -dijo Anna.
– Dice que pararon aquí para echarse un polvo en un sitio tranquilo -dijo el gaucho jefe.
El hombre del caballo blanco nos rodeó en silencio mientras terminábamos de vestirnos. Mi pistolera y el arma seguían en el suelo, pero todavía no las había encontrado.
– ¿Quiénes son y qué hacen en esta parte del país? -preguntó el hombre.
Su castellano era mejor que el mío. Su boca tenía algún rasgo más adecuado para hablar español. El tamaño y la forma del mentón que regía la boca me indujeron a sospechar que quizá hubo algunos Habsburgo en su familia. Pero era alemán. De eso estaba seguro. Instintivamente deduje que debía de ser Hans Kammler.
– Trabajo en la SIDE -respondí-. Llevo la documentación en el bolsillo del abrigo.
Le entregué el abrigo al gaucho jefe, que enseguida encontró mi cartera y se la pasó a su superior.
– Me llamo Carlos Hausner. Soy alemán. Vine aquí para entrevistar a viejos camaradas con el fin de emitirles los certificados de buena conducta que necesitan para obtener un pasaporte argentino. El coronel Montalbán de la Casa Rosada responderá por mí. Y también Carlos Fuldner y Pedro Geller de construcciones Capri. Creo que nos perdimos. Como le decía a este caballero, paramos para echar un vistazo al mapa y una cosa llevó a la otra.
El alemán del caballo blanco inspeccionó mi cartera y me la devolvió lanzándomela por el aire antes de centrar su atención en Anna.
– ¿Y usted quién es?
– Su novia.
– ¿Y dice usted que es un viejo camarada? -preguntó el alemán, mirándome con una sonrisa en los labios.
– Fui oficial de las SS. Como usted, Herr general.
– Más claro agua, ¿no? -El alemán parecía decepcionado.
– A mí me lo parece, señor -dije, dando un taconazo con la esperanza de que la simulación de servilismo prusiano nos exculpase a Anna y a mí.
– Un trabajo en la SIDE, una novia. -Sonrió-. ¡Caramba! Pues sí que se ha asentado bien aquí, ¿no?-El caballo se movió y él giró para poder seguir clavándonos la mirada desde su montura-. Dígame, Hausner. ¿Siempre va con su novia cuando está de servicio?
– No, señor. Lo cierto es que mi escaso dominio del castellano me sirve para Buenos Aires, pero por estos lares no me desenvuelvo bien. Me cuesta entender el acento de por aquí.
– Casi todos los habitantes de esta parte del mundo son de origen guaraní -dijo, pasándose por fin al alemán-. Son una raza india inferior, pero en un rancho tienen su utilidad. Sirven para arriar, marcar al ganado, remendar alambradas.
– ¿La alambrada es suya, Herr general? -dije señalando con la cabeza la cerca de alambre.
– No -respondió-, pero mis hombres la vigilan. Mire, estamos en una zona de alta seguridad. Poca gente se aventura a llegar hasta aquí por el valle. Lo cual me plantea cierto dilema.