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– Es una larga historia.

– Como siempre.

– Pero ahora no, ¿vale? -Claro. -Grund se echó a reír.

– ¿De qué te ríes? -pregunté.

– Me hace gracia que seas un criminal de guerra fugitivo. Igual que yo. La guerra nos vuelve locos a todos, ¿verdad?

– Esa ha sido mi experiencia, sí.

Oí la trápala de unos caballos y, al volverme, vi a Kammler y sus hombres, que subían por la ladera hacia donde nos encontrábamos. El general de las SS levantó las botas de los estribos y bajó del caballo como un jockey. Grund se acercó a hablar con él. Anna observaba a Kammler. Yo observaba a Anna. Le palpé con cuidado la espalda. El arma no estaba ahí.

– ¿Dónde está? -murmuré.

– Debajo de mi cinturón -respondió-. Al alcance de la mano.

– Si lo matas…

– ¿Cómo vaya estropear tu reunión nazi? Por nada del mundo.

– Si lo matas, nos matarán a los dos -dije. No tenía sentido discutir lo otro en ese momento.

– Después de lo que he visto, ¿crees que me importa?

– Sí. Y si no, debería importante. Todavía eres joven. Algún día podrías tener hijos. Deberías pensarlo.

– No creo que quiera traer hijos a un país como éste.

– Entonces elige otro país. Como hice yo.

– Sí, ya veo que te sientes muy a gusto aquí -dijo con amargura-. Como pez en el agua.

– Anna, por favor, calla. Calla y déjame pensar.

Cuando Kammler terminó de hablar con Grund, se nos acercó con un amago de sonrisa en su rostro enjuto. Se quitó la gorra y nos tendió la mano con aparente hospitalidad. Ahora que había descabalgado pude verlo mejor. Medía bastante más de uno ochenta. Tenía el pelo invisiblemente corto y grisáceo por los lados, pero más largo y oscuro en la coronilla, de modo que parecía una kipá. El cráneo que se alzaba sobre el cuello rígido seguramente lo habían traído de la Isla de Pascua. Los ojos estaban incrustados en cuencas cavernosas tan profundas y sombrías que parecían casi huecas, como si el ave de presa que las empollaba las hubiera picoteado. Su físico cenceño pero fuerte semejaba una bobina de alambre Glasgow de Melville desenrollada. Por un instante no localicé bien su acento. Después concluí que era prusiano, uno de esos prusianos de la costa báltica que desayunan arenques y crían grifos por deporte.

– He estado hablando con su viejo amigo Grund -dijo-, y he decidido no matarles.

– Qué alivio -dijo Anna, sonriéndome con dulzura-. ¿Verdad, querido?

– Sí -dijo Kammler mirando a Anna con inseguridad-, Grund responde por ustedes. Y también el coronel Montalbán.

– ¿Ha llamado a Montalbán? -pregunté.

– ¿Le sorprende?

– Es que no veo líneas telefónicas por aquí.

– Tiene razón. No hay. No, llamé desde un teléfono que hay allá abajo. -Se volvió para señalar el valle-. Una vieja cabina de los tiempos en que estuvieron aquí los empleados de la hidroeléctrica Capri.

– Qué buenas vistas tiene desde aquí, doctor -dijo Anna.

– Sí. Claro, gran parte del paisaje quedará anegado por varias brazas de agua.

– ¿No será un pequeño inconveniente? -preguntó Anna-. ¿Qué será del teléfono? ¿Y de la carretera?

– Construiremos otra carretera, por supuesto -dijo pacientemente, sin desdibujar la sonrisa-. Abunda la mano de obra barata en esta parte del mundo.

– Sí -dijo Anna, con una leve sonrisa-. Ya me imagino.

– Además -añadió Kammler-. Un lago será más bonito. Creo que será como Suiza.

Subimos a la casa principal, que era de ladrillo y madera de color pálido. Conté unas veinticinco ventanas en el frente de tres plantas. La parte central de la casa era una torreta de tejado rojo, en cuya cima estaba apostado un hombre con prismáticos y rifle. En las ventanas más bajas había postigos de estilo tirolés y jardineras llenas de flores. Al acercarnos a la puerta principal, pensé que íbamos a encontrarnos con la Asociación Aria de Esquí. Desde luego, el aire era más alpino allí que en el valle.

Dentro de la casa nos recibieron los criados de habla alemana, entre los cuales había un mayordomo vestido con una chaqueta blanca de algodón. En la chimenea ardía un enorme leño. Había jarrones altos con flores, cuadros y bronces de caballos por todas partes.

– Qué casa tan bonita -dijo Anna-e-, Es todo muy germánico.

– Se quedarán a Cenar con nosotros, por supuesto – dijo Kammler-. Mi chef cocinaba para Herman Goering.

– A él sí que le aprovechaba la comida -dijo Anna.

Kammler sonrió a Anna, sin saber cómo interpretar su temperamento. Yo entendía bien la sensación de Kammler. Y quería ingeniármelas para que cerrase la boca sin utilizar el dorso de la mano.

– Querida -dijo-. Después de tantos esfuerzos, seguramente querrá ir a arreglarse un poco. -A una criada corpulenta que pululaba al fondo, le dijo-: Acomódala en una habitación de arriba.

Vi cómo Anna subía una escalinata tan ancha como una carretera pequeña y confié en que tuviese el sentido común de no volver con el arma en la mano. Ahora que Kammler estaba siendo simpático y hospitalario, mi mayor miedo era que Anna se convirtiese en un ángel vengador.

Pasamos a una enorme sala. Heinrich Grund nos seguía a una distancia respetuosa, como un fiel edecán. Vestía una camisa azul con corbata y un traje de color gris bien cortado, aunque no tanto como para disimular la pistolera. Allí nadie corría ningún riesgo en materia de seguridad. La sala de estar era como una galería de arte con sofás, decorada con grandes maestros de la pintura clásica y alguno más moderno. Era evidente que Kammler había huido de las ruinas de Europa con más bienes que la propia vida. En una jaula alta de estilo oriental, un canario batía las alas y gorjeaba como una diminuta hada amarilla. Por un par de ventanas francesas se veía un extenso césped inmaculado como el fieltro verde de algunas mesas de billar. Lejos quedaba Auschwitz- Birkenau. Pero, por si no fuera suficiente la distancia, había un avión aparcado en el césped.

Oí un estallido y al volverme vi que Kammler abría una botella.

– Suelo tomarme una copa de champán a esta hora. ¿Le apetece?

Dije que sí.

– Es el mejor que tengo -dijo mientras me servía una copa. Casi me parto de risa al ver la caja de puros Partagás en el aparador, la licorera y las copas Lalique, el cuenco de plata con rosas en la mesa de café.

– Deutz -dijo-. Fue bastante difícil traerlo hasta aquí. -y luego, levantando la copa en un brindis, añadió-: Por Alemania.

– Por Alemania -repetí. Y caté el delicioso champán. Ojeando por la ventana la avioneta plateada que había en el césped del tamaño de una pista de aterrizaje, pregunté-: ¿Qué es? ¿UnBFW?

– Sí. Un Taifun 109. ¿Sabe volar, Herr Gunther?

– No, señor. Acabé la guerra trabajando en el Alto Mando de la Wehrmacht. La inteligencia militar, en el frente ruso. Avistar los aviones con precisión era cuestión de vida o muerte.

– Yo estaba en la Luftwaffe cuando empezó la guerra -dijo Kammler-. Trabajaba como arquitecto del Ministerio del Aire. Después de 1940 un arquitecto ya no tenía muchas posibilidades de seguir allí, así que entré en las SS. Era jefe del Departamento C, que construía fábricas de jabón y nuevas plantas armamentísticas.

– ¿Fábricas de jabón?

– Sí -dijo Kammler entre risas-. Ya sabe. Los jabones.

– Ah, ya. Los campos. Claro. -Bebí un poco de champán.

– ¿Qué le parece el champán?

– Excelente. -Pero lo cierto es que no me gustaba. Dejó de gustarme. El regusto amargo en las papilas era inequívoco.

– Heinrich y yo salimos pronto del país, en mayo de 1945 -dijo Kammler-. Heinrich era mi responsable de seguridad en Jonastal, ¿verdad, Heinrich?

– Sí, Herr Doctor. -Grund levantó la copa hacia su superior-. Nos metimos en un coche oficial y nos marchamos al oeste.

– En Jonastal estábamos construyendo la bomba alemana, así que los americanos nos acogieron con los brazos abiertos. Nos trasladamos a Nuevo México a trabajar en su nuevo programa de bombas. Estuvimos allí casi un año. Para entonces ya habían caído en la cuenta de que, al final de la guerra, yo era efectivamente el número tres en la jerarquía de las SS, lo que ponía en entredicho mi continuidad en Estados Unidos. Así que me vine a Argentina. Y Heinrich tuvo la bondad de acompañarme.