Anna me fulminó con la mirada.
– ¿Qué tal tiene la mano, Otto? -le pregunté, ansioso por cambiar de tema.
Skorzeny se inspeccionó la manaza forrada de cicatrices lívidas, las cicatrices que se hizo cuando atizó el puñetazo a la foto del rey Jorge. Era evidente que no recordaba cómo se las había hecho-. ¿La mano? Sí, ya me acuerdo.¿ Y qué talla uña del pie que le crecía hacia dentro, o lo que fuera?
– Está muy bien-dijo Anna, cogiéndome del brazo.
– ¿Quién es usted? -preguntó Skorzeny.
– Su enfermera. Aunque a veces se las arregla muy bien sin mí. No sé por qué he venido.
– ¿Hace mucho que se conocen? -preguntó Frau Kammler.
– Se van a casar -dijo Heinrich Grund.
– ¿De verdad? -dijo Frau Kammler.
– Es por su bien -dijo Anna.
– ¿No tendrá alguna amiga tan guapa como usted? -le preguntó Skorzeny.
– No, pero parece que usted ya tiene amigos de sobra.
– Tiene razón -dijo Skorzeny después de mirarnos a mí, a Kammler y a Grund, por ese orden-. Mis viejos camaradas.
Anna me lanzó otra mirada cortante. Yo esperaba que no llevase el arma encima. Tal como iban las cosas, pensaba que era capaz de matarnos a todos, incluido yo.
– Pero necesito una buena mujer -dijo en tono quejoso.
– ¿Y Evita? -pregunté-. ¿Qué talle va con ella?
– Ni hablar del peluquín. Menuda puta -dijo Skorzeny con mala cara.
– Otto, por favor -dijo Frau Kammler-. Hay una niña en la mesa.
Skorzeny miró a Mercedes y sonrió con evidente admiración. Ella también le sonrió.
– ¿Mercedes? Ya no es ninguna niña.
– Gracias, Otto -dijo Mercedes-. Al menos hay alguien dispuesto a tratarme como una adulta. De todos modos, tiene razón, papá. Eva Perón es una puta.
– Ya basta, Mercedes. -Su madre encendió un cigarro con una boquilla tan larga como una cerbatana. Reprendiendo a Skorzeny con delicadeza, se fue con él al sofá más, cómodo y se sentó a su lado. Evidentemente tenía experiencia en lidiar con él, porque al cabo de un minuto el héroe del Gran Sasso se quedó dormido. Roncaba sonoramente.
Cenamos sin él.
Tal como nos habían anunciado, la cena preparada por el chef de Goering era excelente. Y muy alemana. Comí cosas que no probaba desde la guerra. Hasta Anna se quedó impresionada.
– Dígale al chef que estoy enamorada de él -dijo, ya en un tono encantador.
– Y yo estoy enamorado de mi mujer -dijo Kammler, besando la estilizada mano de su esposa.
Ella le sonrió y, acercándose a la boca la mano de su marido, la acarició tiernamente con los labios, como si fuese su mascota favorita.
– Dígame, Anna -dijo Kammler-. ¿Ha visto alguna vez a dos personas tan enamoradas como nosotros?
– No, creo que no. -Anna sonrió educadamente y me miró-. Espero ser tan afortunada como usted.
– No se imagina lo feliz que me hace esta mujer -dijo Kammler-. Creo que moriría si me abandonase. Sí, sin ella moriría.
– Anna -dijo Grund-, ¿cuándo pensáis casaros Bernie y tú?
– Todo depende -respondió Anna, dedicándome una de sus sonrisas más almibaradas. -¿De qué? -preguntó Grund.
– Antes debe cumplir un deseo que le pedí.
– Es todo un caballero -dijo Mercedes-. Qué romántico. Como Parsifal.
– Más bien como Don Quijote-dijo Anna, achuchándome la mano lúdicamente-. Mi caballero es un poco mayor que la mayoría de los caballeros errantes. ¿Verdad, cariño?
– Me gusta tu chica, Bernie -dijo Grund entre risas-. Me gusta mucho. Pero es demasiado inteligente para ti.
– Espero que no, Heinrich.
– ¿Y qué deseo es ése? -preguntó Mercedes.
– Quiero que mate a un dragón -dijo Anna, abriendo bien los ojos-. Por así decirlo.
Al final de la cena, volvimos al salón y descubrimos con alivio que Skorzeny había desaparecido. Un poco después, Mercedes se fue a la cama, seguida de su madre y de Anna, que malévolamente me lanzó un beso por el aire mientras subía. Suspiré aliviado porque hubiese aguantado toda la velada sin disparar a nadie. Dije que necesitaba tomar un poco de aire fresco y, después de coger uno de los puros que me ofreció mi anfitrión, salí a la terraza.
No hay nada como contemplar un cielo estrellado para sentirse lejos de casa. Sobre todo si el cielo está en Sudamérica y la casa en Alemania. El firmamento de las Sierras era mayor que ningún otro que hubiera visto, lo que me hacía sentir más pequeño que el menor punto de luz argéntea en la gran bóveda celeste. Quizá por eso estaba ahí. Para hacernos sentir pequeños. Para que no nos creyésemos tan importantes como una raza superior o una tontería por el estilo.
De pronto oí el frotamiento de una cerilla encendiéndose y, al darme la vuelta, vi a Heinrich Grund encendiendo un cigarro.
– Eres un tío afortunado, Bernie -dijo, contemplando el firmamento, después de dar una profunda calada al cigarro-. Es maravillosa. Y de armas tomar, me imagino.
– Pues sí.
– ¿Te acuerdas de aquella chica de Berlín? ¿La tullida que apareció asesinada en el 32? Anita Schwartz, se llamaba, ¿no?
– Sí, me acuerdo.
– ¿Y te acuerdas de las discusiones que tuvimos por ella? Yo decía que era preferible que la gente como ella muriera y tú decías que la eutanasia no estaba bien. -Se encogió de hombros-. O algo parecido, vaya. La verdad, Bernie, es que yo no sabía de qué hablaba. No tenía ni idea. Decirlo parecía fácil, pero del dicho al hecho… -Guardó silencio un rato y luego preguntó-: ¿Tú crees que hay Dios, Bernie?
– No. ¿Cómo va a haber Dios? Si lo hubiera, tú no estarías aquí. Ni yo tampoco.
– Me alegré de que perdiéramos la guerra -dijo Grund-. Supongo que te sorprenderá, pero me alegré de que se acabase todo aquello. Las masacres. Cuando llegamos aquí, pensé que íbamos a empezar una nueva vida. -Movió la cabeza con pesadumbre, como si cargase con un peso monumental-. Pero no fue así.
– ¿Quieres hablar de ello, Heinrich? -pregunté, después de un minuto de silencio.
Exhaló un suspiro trémulo e inseguro y negó con la cabeza.
– Las palabras no sirven de nada. Sólo empeoran las cosas. Para mí, al menos. No tengo la fortaleza de Kammler. Su sentido de la certeza absoluta.
– Espero que eso le ayude a mantener a su familia por aquí -dije, intentando cambiar de tema-. ¿Cuánto hace que llegaron?
– No sé. Unos meses, supongo. -Grund se dio una palmada en el pecho-. Para él, Hitler sigue vivo aquí dentro. Y siempre seguirá. Para él y para muchos otros alemanes. Pero para mí no. Ya no.
No podía decir nada. No quería decir nada. Los dos habíamos tomado nuestras respectivas decisiones y vivíamos con las consecuencias, para bien o para mal. Yo no estaba seguro de haber salido mejor parado que Grund, pero al menos, gracias a Anna, acariciaba todavía alguna esperanza de futuro. En cambio, parecía que a Grund no le quedaba ninguna.
Lo dejé en la terraza, con sus pesares y sus miedos y cualquier otra cosa que un hombre como él se lleve a la cama, espetada en los añicos de su conciencia.
Anna se incorporó en la cama cuando entré en la habitación. Estaba encendida la luz de la mesa de noche. Me senté al borde del colchón y empecé a desatarme los zapatos. Quería decirle algo tierno, pero me rondaba otra idea en la mente.
– ¿Qué tal? -dijo-. ¿Se te ha ocurrido algo? ¿Algún tipo de castigo para el hijoputa de Kammler?
– Sí -respondí-. Sí, sí.
– ¿Algo terrible?
– Sí, creo que sí. Para él, sí.
CAPITULO 23
Regresamos a Buenos Aires dos días después. Como parecía improbable que el coronel hubiese recibido con ecuanimidad la noticia de Kammler -que sus hombres me habían recogido cerca del campo secreto de Du1ce-, le dije a Anna que necesitaba un tiempo para arreglar con él las cosas antes de que pudiésemos considerarnos a salvo. Le sugerí que, por el momento, se fuese a casa y permaneciese allí hasta que yo la llamara. O, mejor, que se alojase en casa de una amiga.