No tenía manera de saber si Anna seguiría mis consejos, pues apenas me dirigió la palabra durante gran parte del trayecto de vuelta desde Tucurnán. No le gustó lo que preveía hacer con Hans Kammler. No le parecía un castigo suficiente y, según me dijo, daba por zanjada nuestra relación.
Puede que lo dijese de verdad. O puede que no. No había tiempo para comprobarlo. Salía del Richmond cuando me vinieron a buscar por segunda vez. Seguramente eran los mismos tres hombres, pero, con las gafas oscuras y los bigotes a juego, no era fácil saberlo con certeza. El coche era otro Ford sedán negro, pero no el mismo que me llevó a Caseros. Este coche tenía una quemadura de cigarrillo en el asiento trasero y una gran mancha de sangre en la alfombra. También podía ser café, o melaza, por supuesto, pero con los años se aprende a reconocer una mancha de sangre al verla en el suelo de un coche. Intenté mantener la calma, esta vez en vano. Y no me preocupaba tanto mi propia suerte como la de Anna.
Entonces me di cuenta de que me había enamorado. Suele suceder. Uno no se da cuenta de lo mucho que le importa algo hasta que lo pierde. Estaba preocupado por ella. Al fin y al cabo, me lo habían advertido, y con absoluta claridad. Lógicamente, el coronel debió de maliciarse lo que yo tramaba cuando Kammler le llamó; debió de sospechar que estaba metiendo la nariz en el mayor secreto de Argentina. No el caza Pulqui Il, ni siquiera una bomba atómica, sino el destino de varios miles de refugiados judíos ilegales. El misterio era por qué el coronel no le dijo a Kammler que nos matase. Supuse que estaba a punto de averiguarlo. Pero esta vez pasamos de largo al llegar a Caseros.
– ¿Adónde vamos? -pregunté.
– Enseguida lo descubrirá -gruñó uno de mis carabinas.
– ¿Es una excursión sorpresa? Me encantan las sorpresas.
– Ésta no le va a gustar -dijo con tono inquietante. Y los demás se rieron.
– ¿Saben? He intentado ponerme en contacto con el coronel Montalbán. Anoche le llamé varias veces. Tengo que hablar con él urgentemente. Tengo una información importante para él. ¿Estará él presente en el sitio al que vamos? -Por la ventanilla vi que nos dirigíamos hacia el suroeste-. Sé que querrá hablar conmigo.
Asentí en silencio, casi como si intentase convencerme de mi afirmación anterior. No obstante, mientras me afanaba en encontrar el vocabulario español adecuado para convencerles de mi necesidad de ver al coronel, me sentí incapaz de decir nada más. En la boca del estómago tenía un agujero del tamaño del estadio de fútbol de La Boca. Mi mayor preocupación era que este agujero metafórico se hiciese realidad.
– ¿Tienen un diccionario de español? -pregunté. Nadie respondió-. ¿Y un cigarro?
Uno de los matones que me apretujaban movió el trasero, aplastándome unos instantes mientras buscaba una cajetilla en el bolsillo. Noté el olor a sudor de su chaqueta y la grasa de su pelo y vi una cachiporra que le sobresalía del bolsillo superior. Esperaba que no se le ocurriera sacarla. Me habían pegado con cachiporra en otras ocasiones y no me apetecía repetir la experiencia. Sacó la cajetilla y abrió la caperuza de cartón. Cogí un cigarro con los dedos. Los pitillos parecían cabecitas blancas arropadas en la cama, que era donde yo quería estar. Me metí el cigarro en la boca y esperé a que encontrase el encendedor.
– Gracias -musité mientras inclinaba la cabeza hacia la llama. Demasiado tarde recordé que aquél era un viejo truco de la Gestapo, tomado de un manual extraoficial, parte III. Cómo silenciar a un sospechoso parlanchín en el asiento trasero de un coche negro. Un puño sostiene el encendedor. El otro viene desde el otro lado del coche, justo cuando el sospechoso se inclina hacia la llama, y lo deja sin sentido. Eso es lo que supongo que ocurrió. Si no fue eso, entonces es que los argentinos realmente tenían una bomba atómica y alguien pulsó accidentalmente el botón que la accionaba, en lugar de girar la ruedecilla de un encendedor.
Para mí el efecto fue más o menos el mismo. Hacía un día estupendo y, de pronto, al cabo de un segundo, reinó la oscuridad sobre la tierra hasta la hora nona. Tenía la sensación de que yo zumbaba como una abeja muy enferma, como si alguien me acabase de descargar veinte mil voltios a través de un casco metálico y una esponja empapada de agua salada adheridos a mi cráneo. Por un instante o dos creí oír risas. El mismo tipo de risas que le entran a uno cuando es un gato metido en un saco lleno de piedras que alguien arroja a un pozo. Caí al agua sin excesivo chapoteo y desaparecí bajo la superficie. Era un pozo profundo y el agua estaba muy fría. Las risas desaparecieron. Dejé de maullar. A grandes rasgos, ésa era la idea. Me estaban pacificando, como le gustaba a la Gestapo. Por algún motivo me acordé de Rudolf Diels, el primer jefe de la Gestapo. Sólo permaneció en el cargo hasta 1934, cuando Goering perdió el control de la policía prusiana. Acabó como funcionario municipal en Colonia o Hanover y fue destituido cuando se negó a detener a los judíos de la ciudad. ¿Qué sucedió con él entonces? Un golpe traicionero y un viaje a un campo de concentración, sin duda. Como la pobre Frieda Bamberger, que murió en medio de la nada, encerrada en una ducha con sellos de goma en las puertas. No pude ver adónde me llevaban, pero tuve la sensación de estar ya bajo tierra. Sentía que mi mano sobresalía por la superficie de la tierra. En busca de la vida…
Alguien me ató las muñecas a la espalda. Me vendaron los ojos. Estaba de pie, apoyado contra el cálido capó del Ford. Oía los ruidos de los aviones. Estábamos en el aeropuerto. Supuse que debía de ser Ezeiza.
Dos hombres me levantaron por debajo de los brazos y me arrastraron por el asfalto. Los pies no venían conmigo, pero eso no entorpecía el avance. El ruido del motor del avión se hizo más fuerte. El aire se llenó de un olor metálico oleaginoso y sentí el viento de la hélice en la cara. Me reanimó un poco.
– Se lo advierto -dije-. No me gusta viajar por el aire.
Me subieron por un corto tramo de escaleras y me soltaron en un suelo duro. Había otra cosa en el suelo a mi lado; otra cosa que se movía y gemía y me di cuenta de que había otras personas en el mismo barco que yo. Pero no era un barco. Más valdría que lo fuese. En cualquier caso, ya me íba.figurando lo que nos esperaba: un viaje por el río. El río de la Plata. Quizá fuese mejor así, al fin y al cabo. Al menos no nos ahogaríamos. Moriríamos con la caída.
La puerta se cerró y el avión empezó a moverse. Alguien, un hombre a pocos metros de distancia, recitaba una oración. A otro le dieron arcadas a causa del miedo. Había un fuerte olor a vómito e incontinencia humana y gasolina.
– ¿Así que los rumores son ciertos?- dije-. No hay paracaídas en las fuerzas aéreas argentinas.
Una mujer se echó a llorar. Tenía la esperanza de que no fuese Anna.
Rugieron los motores del avión. Sólo eran dos, pensé. Un C47, lo más probable. Se veían a menudo sobrevolando el río de la Plata. La gente sentada en la terraza del Richmond levantaba la vista del periódico y el café, y hacía comentarios burlones sobre aquellos aeroplanos. «Allá va la oposición» o «¿Por qué no nadan los comunistas en el río de la Plata? Porque tienen las manos atadas». Bajo mi cuerpo, el suelo empezó a vibrar con gran estruendo. Sentí la aceleración e iniciamos el despegue. Al cabo de unos segundos el avión dio un bandazo y volamos. La vibración dio paso a un sonsonete constante y el avión empezó a ascender. La mujer que lloraba estaba casi histérica.
– ¿Anna? -pregunté-. ¿Eres tú? ¡Soy yo!
– ¡Silencio! -ordenó un hombre después de atizarme un sopapo. Encendió un cigarrillo y de pronto recordé por qué era fumador. El olor del tabaco es el olor más maravilloso del universo cuando se acerca la muerte. Recuerdo que en 1916, cuando me bombardeaban, un cigarrillo me ayudaba a soportarlo sin perder los nervios ni el control de las tripas.