– Unos cinco mil pies.
– Eso explica que haya tanta corriente de aire. Si al menos esos dos monaguillos tuvieran la amabilidad de cerrar la puerta, podría calentarme un poco. En eso soy como un lagarto. Le sorprenderá lo que puedo hacer por usted si me deja sentarme un rato en una roca calentita.
El coronel sacudió la cabeza hacia la puerta y, con una mirada cansina de decepción, como dos nobles católicos franceses a los que les deniegan el placer de defenestrar a un hugonote fanfarrón.Ia cerraron.
– Bien -dijo el coronel-. ¿Se le va refrescando la memoria?
– Va mejorando. Es posible que cuando aterricemos recuerde el nombre de la hija de Evita. Eso suponiendo que sea hija de Evita. Para mi ojo cínico y poco instruido, ella y la hija del presidente no se parecían nada.
– Se está marcando un farol, Gunther.
– Es posible. Pero ése es un riesgo que tiene que correr, ¿verdad, coronel? De no ser así, yo ya estaría en el río, buscando a mis viejos camaradas del Graf Spee..
– ¿Y por qué no me lo cuenta?
– No me haga reír. En cuanto desembuche, nada le impedirá arrojarme por la puerta.
– Es posible. Pero mírelo de este modo. Si me lo cuenta cuando lleguemos abajo, nada me impedirá matarle dentro de un par de días o de una semana.
– Tiene razón. No lo había pensado así. Pero más vale que retire esa amenaza y se le ocurra algo que me tranquilice al respecto, si no quiere quedarse sin saber nada en absoluto.
– ¿Qué vamos a hacer entonces?
– No sé. La verdad es que no sé. Piénselo usted, que por algo es el coronel. Si tuviera otro cigarro y las manos libres, quizá podríamos llegar a cierto tipo de entendimiento.
El coronel se metió la mano en el bolsillo del traje. Sacó una navaja automática tan grande como una baqueta. Me dio la vuelta y cortó la cuerda que me ataba las muñecas. Mientras me frotaba las manos doloridas guardó la navaja y sacó sus cigarrillos. Extrajo uno de la cajetilla, me lo metió en la boca y luego me lanzó unas cerillas. Si hubiera tenido sensibilidad en las manos, las habría atrapado al vuelo. Uno de los matones del coronel las recogió y me encendió el pitillo. Entretanto el coronel se asomó por la puerta abierta de la cabina de mando y habló con el piloto. Un momento después el avión dio vuelta hacia la ciudad.
Yo estaba desesperado por saber si Anna era uno de los pobres pasajeros arrojados desde el avión, pero no sabía cómo preguntárselo al coronel. Si no preguntaba por Anna, pensaría que no era importante en mi vida y, por tanto, no podría utilizarla en mi contra. Si se lo preguntaba, la pondría en peligro de muerte.
– Volvemos a Ezeiza -dijo.
– Ya me siento mejor. Nunca me han gustado los viajes aéreos.
Eché un vistazo por el interior del avión. Había un gran charco de sangre y algo peor en el suelo. Ahora que la puerta estaba cerrada se olía el hedor persistente del miedo en el Dakota. Había algunos asientos en la parte delantera. El coronel se sentó en uno. Me levanté del suelo y me senté a su lado. Me incliné sobre él para ver por la ventana el río gris que había debajo.
– Los que acaba de asesinar-dije-. Supongo que eran comunistas.
– Algunos sí.
– ¿Y los demás? Había mujeres, ¿no?
– Vivimos tiempos ilustrados, Gunther. Las mujeres también pueden ser comunistas. A veces, o, mejor dicho, con bastante frecuencia, son más fanáticas que los hombres. Y más valientes. Me pregunto si usted soportaría tanta tortura como una de las mujeres que acabamos de lanzar.
No dije nada.
– Mire, puedo volver a mandarle a Caseros. Y ordenar a mis hombres que le azucen con la picana eléctrica. Entonces me contará lo que quiero saber.
– En materia de tortura, sé algo más de lo que usted piensa, coronel. Sé que si tortura a un hombre para que le cuente muchas cosas, gradualmente irá cediendo y soltándolas una a una. Pero si tortura a un hombre para que le cuente una sola cosa, lo más probable es que cierre la boca y no suelte prenda. Es un conflicto de voluntades. Ahora que sé lo importante que es esto para usted, coronel, la última misión de mi vida será no decir nada.
– Es usted un tipo duro, ¿eh?
– Sólo cuando hace falta.
– Ya lo creo que sí. Supongo que es uno de los motivos por los que me cae bien.
– Sí, ya veo que le caigo muy bien. Por eso quería arrojarme desde el avión a cinco mil pies.
– No crea que me gustan esas cosas. Pero no queda otro remedio. Si los comunistas llegasen al poder, harían lo mi~mo con nosotros, se lo aseguro.
– Eso es lo que decía Hitler.
– ¿Y no tenía razón? Mire lo que ha hecho Stalin.
– Es la política del cementerio. Créame, algo de eso sé, coronel. Acabo de escaparme de uno llamado Alemania.
– Puede que tenga razón -dijo el coronel con un suspiro-. Pero creo que es mejor vivir sin principios que ser honrado y morir. Eso es lo que aprendí en el cementerio. Y también aprendí esto otro. Si mi padre me deja en herencia un reloj de oro, quiero que lo conserve mi hijo después de mi muerte, no un paisano con un libro de Marx que no ha leído en su vida. Si quieren mi reloj, que me maten primero. Y si no, puerta. Saben muy bien que en Argentina practicamos la redistribución de la riqueza. El que va por ahí pensando que toda propiedad es robo, descubre que no todas las matanzas son asesinatos. El último comunista que colguemos será el que se ponga solo la soga.
– Yo no pretendo quitarle nada a nadie, coronel. Cuando llegué aquí quería llevar una vida tranquila, ¿recuerda? El que me metió en todo esto fue usted. Por mí puede colgar a todos los comunistas de Sudamérica en su árbol de Navidad. Ya todos los nazis también. Pero si me contrata para que sea su perro y husmee por ahí, no debería sorprenderle que ladre un poco y mee en su parterre. Puede que le resulte incómodo, pero es así. Yo también me incomodo en ocasiones.
– Está bien, me parece justo.
– ¿Cómo? ¿Que le parece justo, dice? Usted no ha jugado limpio conmigo desde que salí del dichoso barco, coronel. Quiero saberlo todo. Y cuando lo sepa todo, saldré de este avión y volveré a mi hotel a darme un baño. Y cuando haya cenado y me encuentre bien y esté preparado y haya entendido cómo funciona todo, le diré lo que quiere saber. Y cuando descubra que le digo la verdad, Von Bader y Evita estarán tan agradecidos que hasta me pagarán como todos dijeron que harían.
– Lo que usted quiera, Gunther.
– No. Sólo lo que he dicho. Lo que quiero sería mucho pedir.
CAPITULO 24
Cuando aterrizamos en Ezeira ya lo sabía casi todo. Casi todo. Todavía no sabía si Anna Yagubsky estaba viva o muerta. Encontré una cabina y llamé a los padres de Anna, que me dijeron que no la habían vuelto a ver desde el viaje a Tucumán, pero que les había dejado una nota para decirles que se quedaba en casa de una amiga.
– ¿Sabe quién puede ser esa amiga? -pregunté aRoman Yagubsky.
– La verdad es que pensé que sería usted.
– Si vuelve o llama, dígale que tengo que hablar con ella urgentemente.
– Siempre con prisa -dijo.
– Este negocio es así.
– ¿Ha encontrado a mi hermano?
– No exactamente.
– ¿Qué clase de respuesta es ésa?
– Puede que no sea una gran respuesta, pero eso no me quita el sueño. Si cree que mi trabajo ha sido poco satisfactorio, no me pague. No se lo discutiré. Pero cuando digo que no exactamente, eso es exactamente lo que quiero decir. Raras veces hay respuestas definitivas en el trabajo del detective privado. Sólo hay probabilidades y «quizás» y «no exactamentes», Ésa es la clase de respuestas que se encuentran en los intersticios de lo que se nos permite conocer con seguridad. No tengo pruebas para decir que su hermano y su cuñada están muertos. No vi sus cadáveres. No vi sus certificados de defunción. No hablé con nadie que los viese morir. Sin embargo, sé que los dos han muerto, señor. No es un conocimiento exacto, pero es conocimiento al fin y al cabo. Lo cierto es que es preferible que no le cuente nada más. Por su bien ypor el mío.