Se hizo un silencio.
– Gracias, joven -dijo en voz baja el señor Yagubsky-. Por supuesto, hace tiempo que sabía que habían muerto. Si estuvieran con vida, se habrían puesto en contacto con nosotros, pero un hermano es un hermano, y un hermano gemelo es un hermano gemelo, y uno se siente obligado a averiguar todo lo que pueda. A pedirle a alguien independiente que le diga lo que usted cree y sabe. Y tiene razón, por supuesto, no es un conocimiento exacto, pero algo es algo, ¿no? Así que gracias de nuevo. Le agradezco su franqueza. Y, por descontado, su discreción. Sé qué clase de gente tenemos en el gobierno. Pero soy judío, señor Hausner, o lo era. Si tuviera más dinero y diez años menos me iría a vivir a Israel, pero no se da ni una condición ni la otra. Así que me limito a vivir con la esperanza de que Dios mantenga a los Perón lejos de mí y de mi familia.
– No lo olvide, señor. Dígale a Anna queA me llame. Estaré en el hotel.
– Lo sé, lo sé. Urgentemente. Alemanes. Cada vez que abren la boca oigo el tictac del reloj. Hitler seguiría en el poder si no hubiera ido con tanta prisa.
A la mañana siguiente me reuní con el coronel en el Club Hípico, tal como acordamos.
El Club Hípico de Buenos Aires habría sido la envidia de cualquier club berlinés o londinense por su lujo. En el interior había una gran rotonda de estilo imperial, una soberbia estatua de mármol de la diosa Diana, y una suntuosa escalinata que parecía la octava maravilla del mundo. Había por todas partes columnas corintias ornamentadas con ónice, marfil y más lapislázuli que en una catedral ortodoxa rusa. Encontré al coronel en la biblioteca, aunque llamar biblioteca a la biblioteca del Club Hípico era como llamar Rita Hayworth a un actor. Había numerosos libros, sí, pero casi todas las encuadernaciones estaban estampadas en oro, de modo que era como entrar en una cámara funeraria del Valle de los Reyes. Y algunos socios del club parecían recién salidos de una tumba: ancianos con perfiles que se podrían ver en un billete de mil pesos. En cambio, no había mujeres en el club. No habrían sabido qué hacer con una mujer en el Club Hípico de Buenos Aires. Seguramente intentarían ensillarla o, en el caso del coronel, defenestrarla.
Dejó el libro que estaba leyendo. Me senté en la silla de enfrente y, con curiosidad, lo ojeé. Siempre me ha interesado saber qué leen los asesinos en masa.
– Martín Fierro, de José Hernández -dijo-. Nuestro poeta nacional. ¿Conoce este libro?
– No.
– Entonces se lo regalo. Creo que le gustará. Está algo idealizado, pero seguro que hay elementos que le interesarán. El héroe es un gaucho empobrecido que ha perdido la casa, la granja, la esposa y la familia. Todo ha quedado destruido. Se mete en un lío tras otro. Peleas a navajazo limpio y otros combates brutales, y varios asuntos de honor. Al final, Martín Fierro se convierte en un forajido perseguido por las milicias. -El coronel sonrió-. Quizás le resulte familiar esta historia a un hombre como usted, Gunther. Desde luego es un libro muy popular en Argentina. La mayor parte de los niños se aprenden de memoria estrofas de Martín Fierro. Yo mismo me lo sé casi todo de memoria.
– Suponiendo que tenga memoria.
– Bueno, vamos a lo nuestro -dijo el coronel con una sonrisa casi imperceptible.
Tenía un maletín junto a la pierna. Apoyó la mano en él por un instante.
– Aquí hay cien mil dólares americanos. Cincuenta de Evita y cincuenta de Von Bader. Hay también un pasaporte argentino a nombre de Carlos Hausner. El maletín es suyo si me dice lo que quiero saber. El auténtico paradero de Fabienne Von Bader.
– Y no se olvide de su madre -dije-. Ilse Von Bader. Su madre verdadera. No Evita Perón. Y desde luego no Isabel Pekermano No entiendo por qué se tomó tantas molestias.
– Al principio pensamos que el caso sería más apremiante si usted creía que sólo había desaparecido la chica. Una chica que se marcha con su madre no requiere una búsqueda tan urgente.
– Cierto. ¿Pero a qué viene toda la patraña de Evita?
– Evita es una mujer que cree en el toque personal. Como sin duda recordará. Pensó que si se lo pedía personalmente lo animaría a encontrar a Fabienne.
– Le salió muy bien -dije-. Claro, al fin y al cabo es actriz. ¿Y qué les ocurrirá a ellas? A Ilse y a Fabienne.
– Las pondremos a buen recaudo aquí en Buenos Aires. No les ocurrirá nada malo, se lo aseguro. Como le dije en el avión, Von Bader es el único de los tres fideicomisarios restantes de las cuentas del Reichsbank que tiene familia. Porlo tanto, es el único al que se le puede encomendar la misión de viajar a Zurich para que haga lo que le pedimos, que es ceder la titularidad de las cuentas del Reichsbank a los Perón. Ilse Von Bader temía que ella y su hija fueran secuestradas como rehenes para coaccionar a su marido a regresar al país. Por eso desaparecieron. Lo cual nos desbarató por completo el plan, puesto que no podíamos arriesgarnos a mandar a Zurich a Von Bader sin ninguna garantía de que regresase. -El coronel encendió un cigarrillo-. Así que, en cuanto me diga dónde están escondidas, las vamos a buscar y él ya puede salir de viaje.
– ¿Cuánto hay? -pregunté-. ¿En la cuenta de Zurich?
– Nadie lo sabe con seguridad. Ni siquiera los fideicomisarios. Pero con toda probabilidad son varios miles de millones de dólares.
Silbé. En el Club Hípico el silbido sonó como una bomba lanzada desde un Iunkers 88.
– Robados, por supuesto -dije-. A millones de judíos asesinados.
– Puede -dijo el coronel con indiferencia-. Sin embargo, ya ha visto lo que hace con el dinero. Lo reparte entre los pobres y los enfermos. ¿Se le ocurre algo mejor que hacer con él?
– Así compra al electorado.
– No sea tan ingenuo. Todos los electorados se compran de un modo u otro. Promesas de reducción del desempleo. Promesas de reducción de los impuestos. Promesas de aumento del gasto público. No hay gran diferencia entre eso y lo que hace Evita. ¿Y quién puede decir que el método de Evita no sea el menos despilfarrador, dado que no se pierde dinero en la burocracia? -Siguió fumando pacientemente y añadió-: Bueno, dígame, ¿dónde están?
Yo no deseaba ayudar a los Perón, pero tenía que elegir entre eso y el viaje en avión al fondo del río.
– Se alojan en casa de su amigo Hans Kammler -dije-. En su rancho Wiederhold, que está cerca de Tucumán. Las hace pasar por su mujer y su hija.
– Eso es imposible -dijo el coronel.
– De imposible nada, coronel.
– Tiene que haberse confundido. Su mujer y su hija viven en Ingenios. Soy yo quien preparó los visados para que viniesen de Alemania. Hace más de un año. Si no fueran ellas, lo sabría.
– Creo que no me he expresado con claridad. No he dicho que fuesen su mujer y su hija. He dicho que las hace pasar por su mujer y su hija. Tardé un rato en reconocer a Fabienne. Ahora se llama Mercedes y se ha teñido el pelo de rojo. Pero su padre, Von Bader, tenía razón. Sigue siendo toda una belleza. Aunque no es ella la que cautivó a Kammler, sino Ilse. Que también es una belleza. Kammler está muy enamorado de ella.
– ¿Entonces dónde están su mujer y su hija de verdad?
– Kammler es rico, coronel. Tiene un avión en el jardín. Supongo que pagó a su verdadera mujer una buena cantidad, y las trasladó a Chile en avión. Y luego se habrán establecido en otro sitio. Es posible que estén de vuelta en Alemania.
– No sabía que tenía un avión allí.
– Allí tiene de todo. Riqueza. Una casa bonita. Una bonita amante. Casi me daba envidia.
– Kammler. -El coronel frunció el ceño-. Qué desagradecido. -El ceño se agudizó-. ¿Está seguro?