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– Claro que estoy seguro. Siempre recuerdo las caras, sobre todo si son guapas. Con los nombres ya tengo más dificultades.

– Sí, le creo. -El coronel se encogió de hombros-. Por lo tanto, esto es suyo. -Dio unos golpecitos en el maletín-. Mire, da gusto cuando se demuestra que uno tenía razón. Yo tenía razón con usted, no me equivocaba. A su modo azaroso, es un pedazo de detective, Gunther. -Asintió pensativo-. Sí, seguramente usted era el factor aleatorio que se requería en este caso.

– Si usted lo dice, coronel.

– A propósito, el pasaporte contiene visados a numerosos países extranjeros, entre los que se incluyen Uruguay, Brasil, Cuba y España. También hay un billete en primera para el ferry de esta noche a Montevideo. Sale a las nueve de la noche. Sé que no le gusta nada viajar. De todos modos, le ruego encarecidamente que coja ese barco. Muy encarecidamente. Puede dejar el coche en la oficina de la CNFA en la estación del ferry.

– Quiere librarse de mí, ¿eh?

– Como le dije en varias ocasiones, en Argentina es mejor saberIo todo que saber demasiado. Me temo que ahora sabe demasiado. Como Isabel Pekerman, por ejemplo. Salir del país, para bien, es la única solución posible para un hombre que no desaparecerá. -Dibujó su sonrisa infernal-. Espero haberme expresado claro esta vez.

– Muy claro. De todos modos tenía pensado marcharme esta noche.

– No nos juzgue con tanta severidad. Lo que sucedió en Dulce era lamentable, estoy de acuerdo, pero eso sucedió hace años. La Directiva 11 se consideraba necesaria para impedir que el país se infestase de judíos, pero aun así vinieron. Y se planteó la cuestión de qué hacer con todos los que habíamos detenido yencarcelado. Al fin se decidió que lo más sencillo sería deshacerse de ellos de la forma más rápida y clandestina posible.

– Así que Kammler construyó en Argentina un campo de exterminio.

– Sí, pero a mucha menor escala del que construyó en Polonia. No había más de quince o veinte mil judíos. Y desde entonces ha mejorado la situación. El año pasado se concedió una amnistía a todos los extranjeros que entraron ilegalmente en el país. Ya no hay judíos ilegales en campos como Dulce. Y se ha destituido a la gente que se ocupó de aplicar las Directivas 11 y 12. Así que ahora hay menos antisemitismo que antes. Muchos judíos son peronistas. El propio Perón cree que los judíos pueden ayudar a Argentina, y que con su dinero y espíritu emprendedor pueden contribuir al crecimiento de nuestra economía. Al fin y al cabo, ¿cómo dicen los alemanes? ¿Para qué matar la gallina de los huevos de oro? Los judíos son bienvenidos en Argentina.

– Todos los judíos excepto una -dijo el coronel, apuntando al aire con un dedo magnánimo-. Hay una judía que debería salir del país en el mismo barco que usted. Anna Yagubsky.

– No la conozco.

– Sí -continuó el coronel, haciendo caso omiso de lo que yo acababa de decir-, no sería mala idea que lo acompañase esta noche. Las cosas se le pueden complicar si se queda aquí en Argentina.

– No sé dónde está.

– Bueno, no creo que haya desaparecido. Si hubiera desaparecido, yo lo sabría, ¿no? Y si no ha desaparecido, no será difícil de encontrar. Para un detective como usted, Gunther. Por el bien de ella, espero que no. ¿Y quién sabe? A lo mejor hasta encuentran la felicidad en algún lugar ustedes dos. Es un poco mayor para ella, pero creo que a algunas mujeres les gustan los hombres mayores.

– ¿Y si no viene conmigo? Sus padres están aquí. Son mayores. No querrá abandonarlos.

– Sería una lástima para usted, desde luego. Después de todo, es muy guapa. Pero sobre todo sería una lástima para ella. -El coronel se levantó-. Espero que disfrute de su viaje a Uruguay. El gobierno de allí es estable, democrático y políticamente maduro. Es un estado del bienestar. Desde luego, la gente es totalmente europea de origen. Creo que exterminaron a todos los indios. Como alemán, allí se sentirá como en casa.

CAPITULO 25

BUENOS AIRES. 1950

Tardé tres horas en encontrar a Anna. Su padre no me sirvió de nada. Más valdría que le hubiera preguntado dónde se escondía Martin Bormann. Al final recordé que la persona que vivía en el piso de arriba de Isabel Pekerman, la que había informado de su «suicidio», era también amiga de Anna. Sólo sabía que se llamaba Hanna y que vivía en Once.

Once, dividido en dos por la calle Corrientes y el barrio judío, era un barrio feo con una fea estación de tren, una fea plaza delante de la estación y, en el centro de esa fea plaza, un monumento bastante feo. En una fea comisaría popularmente llamada Miserere, mostré mi identificación de la SIDE a un sargento recepcionista malencarado y pregunté por el caso Pekerman. Me dio la dirección y me dirigí a un feo edificio de la calle Paso. Estaba lleno de feos olores y música fea. No tenía vuelta de hoja: Argentina había perdido parte de su encanto para mí.

Una mujer de color con toscas facciones abrió la puerta del apartamento situado encima del de Isabel Pekerman. Tenía el pelo como la cola de una yegua Noriker, en gran parte concentrado en las mejillas, y una tez como la cara interior de una cafetera.

– ¿Está Anna? -pregunté.

La mujer se frotó el mentón de cromañón con dedos vagamente homínidos e insinuó una sonrisa incierta que puso al descubierto varias oquedades en la dentadura, que era tan grande como las tedas de una máquina de escribir. Parecía la prueba viviente no sólo de alguna teoria paleontológica improbable, sino de algo más importante, la primera ley de Durkheim de la solidaridad femenina, que dice que toda mujer hermosa tiene una amigamuyfea.

– ¿Quién pregunta?

– Tranquila, Hannah -dijo una voz.

Sin soltar la puerta, la amiga dio un paso atrás y pude ver a Anna unos metros más al fondo del apartamento. Llevaba un vestido de gabardina de pata de gallo azul entallado. Tenia los brazos cruzados en actitud defensiva, como hacen las mujeres cuando se mueren por pegar a alguien con un rodillo.

– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó mientras la amiga volvia a su cubiculo.

– Soy detective, ¿recuerdas? A eso me dedico. A encontrar a la gente. A veces hasta encuentro a gente que no quiere aparecer.

– En eso último tienes razón, Gunther.

Cerré la puerta y eché un vistazo por el feo vestibulo. Habia un colgador de sombreros, un felpudo, un cesto de perro vacio que habia conocido tiempos mejores, una ubicua fotografia de Martel, el cantante de tangos, y la maleta que llevó Anna a Tucumán.

– Bueno, ¿le has contado a tus amigos dé la policia secreta lo de tus amigos de las SS?

– Bonita manera de describirlo. Pues si, se lo he contado.

– ¿Y?

– Imagino que van camino de allí. Como te intenté explicar en el tren, la esposa y la hija de Kammler en realidad son la esposa y la hija de otra persona. Y si han tenido algo de felicidad doméstica durante este tiempo, se les ha acabado.

– ¿Y crees que eso es castigo suficiente?

– A veces el castigo es como la belleza -dije, encogiéndome de hombros-. Subjetivo. Pero es un castigo auténtico y duradero, a fin de cuentas.

– Prefiero los castigos que todo el mundo entiende.

– Ah, ¿te refieres a una ejecución pública, por ejemplo?

– ¿No es eso lo que de verdad se merece?

– Seguramente, pero los dos sabemos que eso no va a suceder. A la larga sospecho que recibirá su merecido. A todos nos llega tarde o temprano.

– Ojalá te creyera.

– Hazle caso a alguien que sabe lo que dice.

– Ummm. Tengo mis dudas.

– Eres dura, Anna,

– El mundo es duro.

– Sí, ¿verdad? Por eso he venido. Ahora que la policía sabe lo que sé, me han dicho que me marche del país. Y para asegurarse de que captaba el mensaje, me llevaron a dar un paseo en avión con la puerta abierta y me mostraron el río de la Plata desde cinco mil pies de altura. En resumen, una de dos, o me marcho esta noche en barco a Montevideo o acabaré en el fondo del río.