– Terje -le interrumpió Salhus, hinchando los mofletes antes de expulsar el aire poco a poco-. Lo siento. Tienes razón. No debería alterarme así. Pero… ¡conocemos el Grand a la perfección! Nos hemos entrenado en la seguridad del Continental. ¿Por qué narices…?
– ¡Déjame contestar de una vez!
– Sugiero que nos sentemos -dijo el ministro de Justicia tensamente.
Ninguno de los otros dos dio señales de querer seguir la sugerencia.
– Acaban de construir allí una suite presidencial -intervino Bastesen-. El hotel se está preparando para alojar a la elite cultural. A las grandes estrellas. Hasta ahora ha tenido una fama no del todo… Bueno, no de la categoría del Grand, por decirlo así, pero cuando acaben de construir la nueva ópera, la ubicación les concederá una buena ventaja ante la competencia y… -Su dedo dibujó un círculo en Bjørvika-. En estos momentos hay aquí un follón que no resulta demasiado atractivo. Hay que admitirlo. Pero los planes… La suite presidencial cumplía todos los requisitos. Tanto los estéticos como los prácticos, por no hablar de los de seguridad. Tiene unas vistas magníficas. Han unido una suite antigua con dos habitaciones aledañas del décimo piso, que ha quedado… Y además… -Sonrió con la boca torcida-. La verdad es que estaba bien de precio.
Un ángel cruzó la habitación. Salhus miraba con incredulidad a Bastesen, que mantenía la mirada fija sobre el mapa.
– Bien de precio -jadeó por fin el jefe de Vigilancia-. Viene a Noruega la Presidenta de Estados Unidos. Se toman ingentes medidas de seguridad, tal vez las mayores que hemos tomado nunca. Y vosotros elegís un hotel… ¡barato! ¡Barato!
– Como también debéis de saber en tu cuerpo -dijo Bastesen, aún bastante tranquilo-, es tarea de todo jefe de un cuerpo ahorrar en los gastos públicos cuando sea posible. Hicimos un análisis global del hotel Opera comparado con los hoteles que has mencionado tú. Y el Opera fue el que salió mejor parado. Visto de modo global. Y me permito recordarte que la Madame Président viaja con un aparato de seguridad relativamente grande. Como es obvio el Secret Service había inspeccionado el terreno. A fondo. Y hubo pocas objeciones, por lo que puedo entender.
– Creo que lo vamos a dejar ahí -afirmó el ministro de Justicia-. Tenemos que atenernos a la realidad tal y como es, y no perdernos por lo que se podría, habría o debería haberse hecho de otro modo. Propongo que ahora…
Se dirigió a la puerta y la abrió.
– ¿Dónde están los planos? -preguntó Salhus mirando al comisario jefe de policía.
– ¿Del hotel?
Salhus asintió con la cabeza.
– Los tenemos nosotros. Te voy a conseguir unas copias de inmediato.
– Gracias.
Le tendió la mano en un gesto conciliador. Bastesen vaciló, pero al final la cogió.
Eran ya más de las dos. Aún nadie había tenido noticias de Helen Bentley. Aún nadie sabía la hora exacta de la desaparición. Y todavía ni el jefe de Vigilancia ni el comisario jefe de la Policía de Oslo sabían que los planos arquitectónicos del hotel Opera, que guardaban en el triste edificio arqueado de la calle Grønland, número 44, no coincidían exactamente con la realidad.
Capítulo 6
Un hombre se despertó porque tenía la oreja llena de vómito.
El hedor le irritaba la nariz. Intentó incorporarse. Los brazos no querían obedecerlo. Se resignó y se recostó. La cosa estaba llegando demasiado lejos. Había empezado a vomitar. No recordaba la última vez que se vio forzado a deshacerse de toda la porquería que se metía en el cuerpo. Varias décadas de entrenamiento le habían inmunizado el estómago contra casi todo. Sólo evitaba el aguardiente rojo. El aguardiente rojo era la muerte. Dos años antes, después de una buena partida de mercancía de contrabando, había acabado en el hospital junto a dos de sus compinches. Todos envenenados con metanol. Uno de ellos murió. El otro quedó ciego. Sin embargo, él a los cinco días se levantó y se fue tranquilamente a casa, hacía tiempo que no se sentía tan bien. El médico le dijo que había tenido suerte.
Entrenamiento, pensó él. Se trataba de estar entrenado.
Pero el aguardiente rojo no lo tocaba.
El piso estaba hecho una pesadilla. Lo sabía. Iba a tener que hacer algo. Los vecinos habían empezado a quejarse, del olor, ante todo. Tenía que hacer algo, si no iban a acabar echándolo.
Volvió a intentar incorporarse.
Joder. El mundo entero daba vueltas.
Sentía un intenso dolor en la ingle y tenía el pelo lleno de vómito. Si dejaba caer la parte de abajo del cuerpo por el costado del sofá, tal vez pudiera levantarse. Si no hubiera sido por el maldito cáncer, no habría pasado nada. No habría vomitado. Habría tenido fuerzas suficientes para levantarse.
Muy despacio, para no cargar la poca musculatura que le quedaba al maltrecho cuerpo, impulsó las piernas en dirección a la mesa. Al final logró más o menos sentarse, con las rodillas apoyadas sobre la alfombra arrugada y el cuerpo descansando contra el asiento del sofá, como si rezara.
La televisión tenía el volumen demasiado alto.
Ya lo recordaba. La había encendido al llegar por la mañana. Como en un brumoso sueño, recordaba que alguien había llamado a la puerta. Con rabia e insistencia, como hacían los vecinos que lo asediaban cada dos por tres. Afortunadamente no había sucedido nada más. La pasma debía de tener mejores cosas que hacer que venir a llevarse a un pobre viejo como él.
– ¡Viva el 17 de mayo! -jadeó, y por fin consiguió encaramarse al sofá.
«Aún no se sabe con certeza cuando desapareció del hotel la Presidenta Bentley…»
Las palabras se abrieron paso hasta su exhausto cerebro. El hombre intentó encontrar el mando a distancia entre el caos de la mesa. Una bolsa entera de patatas fritas se había desparramado sobre los periódicos viejos y una lata de cerveza se había volcado y lo había mojado todo. Alguien había comido un poco de la pizza casi entera que le había dado el día antes un compañero en el patio trasero y que él se había reservado para el Día Nacional. No podía entender quién habría sido…
«Según la información de la que dispone el Telediario, el vicepresidente estadounidense…»
En muchos sentidos había sido una noche cojonuda.
Aguardiente auténtico, no la mierda de siempre. Había tenido media botella Upper Ten para él solo. Además de alguna que otra cosa más, tenía que admitirlo. Se había servido de las bebidas de los otros cuando pensaba que no lo miraban y sólo una vez se había producido un pequeño altercado. Pero así tienen que ser cosas entre buenos compañeros. Aún otro par de botellitas habían llegado a su bolsillo antes de que acabara todo. A Harrymarry no podía importarle. Harrymarry era una buena chica. Dejó la calle cuando la acogieron aquella señora policía y su novia bollera y forrada, y ahora era criada fina en un barrio bueno. Pero Harrymarry no era de las que olvidaba de dónde venía. Aunque se negaba a salir del fuerte en el que se había encerrado, dos veces al año le enviaba dinero a Berit entre Rejas. El 17 de mayo y en Nochebuena. Y esa noche la vieja pandilla se reunía para celebrarlo. Comida y bebida de calidad.
No debería haberse puesto tan malo después de una noche tan buena.
No era el alcohol, era el maldito cáncer de los cojones.
Cuando cruzó la ciudad al amanecer, debían de ser sobre las cuatro de la mañana, una bella luz caía sobre el fiordo. Los bachilleres estaban montando un buen sarao, claro, pero en los momentos de tranquilidad se había tomado algún que otro descansito. En un banco, tal vez, o sobre una valla junto a un cubo de basura donde había encontrado una botella de cerveza entera y sin abrir.
La luz era tan bonita en primavera. Era como si los árboles resultaran más amables y los coches no le pitaban tan violentamente cuando, alguna que otra vez, perdía el equilibrio e irrumpía en la calzada con algo de brusquedad y el conductor tenía que pegar un frenazo.