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Le echó un vistazo al mapamundi. Tenía los bordes desgastados. La palabra «Yugoslavia» aparecía en grandes caracteres sobre los Balcanes; Peter Salhus negó con la cabeza.

– La vieja Noruega -dijo mientras pasaba el dedo por su propia patria, de norte a sur-. Llevamos años alternando entre hablar de la sociedad colorida que hemos creado y entre que nos hemos convertido en una nación multicultural, y al momento siguiente retomamos el viejo discurso de la paz, la inocencia y la diferencia específica. No paramos de decir que el mundo se nos ha acercado, al mismo tiempo que ese mismo mundo nos ofende muchísimo si no nos mira exactamente con los mismos ojos con los que siempre nos hemos mirado a nosotros mismos: somos un punto idílico del mapamundi. Un apacible rincón del planeta, rico, bueno y generoso con todo el mundo. -Se mordió una piel seca del labio-. Estamos inmersos en una colisión enorme y violenta, y quiero que lo entendáis. Este país está preparado para enfrentarse a alguna que otra crisis, en la medida en que alguien pueda estar preparado para algo así. Estamos preparados para enfrentarnos a epidemias y catástrofes. Hay quien piensa que estamos incluso preparados para enfrentarnos a una guerra. -Sonrió débilmente al ministro de Justicia, que no le devolvió la sonrisa-. Pero para lo que no estamos en absoluto preparados es para esto. Para lo que está sucediendo ahora.

– ¿Que consiste en? -preguntó la directora general de Policía, cuya voz era clara y cortante.

– Que consiste en que se nos ha perdido la Presidenta de Estados Unidos.

El ministro de Justicia soltó un hipido fuera de lugar, que sonó un poco como una risa reprimida.

– Y esto simple y llanamente no lo van a tolerar -dijo Salhus sin inmutarse, y volvió a la silla de la que se había levantado-. Lo cierto es que los estadounidenses han perdido a algún que otro Presidente a lo largo de la historia, en atentados. Pero nunca, nunca jamás, han perdido a un Presidente en tierra extranjera. Y os puedo asegurar una cosa… -se sentó con pesadez-, todos y cada uno de los agentes del Secret Service que andan por aquí haciéndoles la vida imposible a nuestros subordinados, se toman esto como algo personal. Muy personal. «This happened on their match»; ha pasado mientras ellos estaban de guardia, y no tienen la menor intención de cargar con ello. Para ellos esto es peor que… Para ellos es peor que…

Su vacilación hizo que el primer ministro interviniera con una pregunta:

– ¿Con quién…? ¿Con quién podemos compararlos, en realidad?

– Con nadie.

– ¿Con nadie? Pero son un cuerpo policial y…

– Sí. Aunque tienen más responsabilidades, el servicio de vigilancia, los guardaespaldas, constituyen la identidad del cuerpo, y así lleva siendo desde el atentado contra el Presidente McKinley en 1901. Y con lo que ha pasado esta noche, su identidad ha quedado seriamente amenazada. Tal vez sobre todo porque se debe a un enorme error, cometido por ellos mismos.

La taza del ministro de Justicia seguía tintineando, por lo demás no se oía nada. Esta vez nadie aprovechó la pausa para insertar una pregunta.

– Han evaluado mal la situación -dijo Peter Salhus-. Muy mal. No somos nosotros los únicos que consideramos este país como un apacible rincón del mundo, a los estadounidenses también se lo parecía. Y lo más preocupante de todo el asunto, aparte de que la Presidenta se haya esfumado, es que los norteamericanos realmente creyeran que esto era un sitio seguro. Porque ellos están mucho más preparados para evaluar una cosa así que nosotros. Deberían haber calculado mejor, la verdad, puesto que…

– Puesto que tienen un servicio de inteligencia mucho más desarrollado que nosotros -completó la directora general de Policía.

– Sí.

– Ya veo -dijo el primer ministro.

– Exacto -dijo el ministro de Justicia, que asintió con la cabeza.

– Sí -dijo Peter Salhus una vez más.

Y luego se hizo el silencio. Incluso el ministro de Justicia dejó en paz la taza de café. La pantalla de plasma de la pared resplandecía en azul y no tenía nada que contar. Uno de los tubos luminosos del techo había empezado a parpadear, sin compás alguno y sin sonido. Cuando una mosca rompió el silencio con un perezoso zumbido contra el techo, Peter Salhus la siguió con los ojos hasta que el silencio empezó a resultar embarazoso.

– Así que los norteamericanos no tienen la menor idea de lo que trata este asunto -concluyó el Presidente del Gobierno, y apiló sus papeles sobre la mesa, sin dar más muestras de querer finalizar la reunión-. Ellos tampoco, quiero decir.

– Yo diría más bien que no tenían la menor idea-dijo Salhus vacilante-. De antemano, quiero decir. La tarea que tienen ahora por delante es la de analizar las enormes cantidades de material de las que siempre disponen. Analizarlas de nuevo. Colocar las cartas de otra manera y ver qué imagen se dibuja al hacerlo.

– Pero el problema -dijo la directora general de Policía dando un ligero manotazo a la mosca, que se estaba poniendo muy pesada- es que tienen demasiadas cartas que colocar.

Salhus asintió.

– No te puedes imaginar cuántas. -Sus ojos parecían secos y se mordisqueaba el pulgar-. A nosotros nos cuesta hacernos una idea de toda la información que tienen, y de todo lo que les va a entrar. Cada minuto, cada hora, las veinticuatro horas del día. Después del 11-S, el FBI ha crecido una barbaridad, tanto en tamaño como en presupuesto. Si antes eran un cuerpo policial relativamente tradicional con claras responsabilidades policiales, por lo general internas, en Estados Unidos, ahora la actividad antiterrorista se traga la mayor parte del dinero y del personal. Y esto, señoras y señores -cogió un retrato oficial de Helen Lardahl Bentley de la mesa-, esto de secuestrar a la Presidenta entra dentro del concepto norteamericano de terrorismo, sin duda. Van a llegar arrasando, que no os quepa duda. Como ya he dicho, lo más probable es que ya hubiera bastante gente del FBI en el séquito con el que llegó la Presidenta. But we ain't seen nothing yet.

Sonrió débilmente y se pasó el dedo por debajo del cuello de la camisa mientras miraba la foto de la Presidenta con gesto ausente.

– Según mis informes, un avión especial aterrizará dentro de tres horas -confirmó la directora de Policía-. Y supongo que después vendrán más.

El primer ministro deslizó las puntas de los dedos sobre la superficie de la mesa y se detuvo junto a una mancha de café. Dos profundos surcos se dibujaban entre los pliegues de la piel donde sólo un reflejo de luz revelaba que había unos ojos.

– Tampoco estamos hablando de una invasión en toda regla -dijo visiblemente irritado-. Haces que suene como si estuviéramos por completo en manos de los norteamericanos, Salhus. Que no quede el menor resquicio de duda -elevó la voz otro poco- de que lo sucedido ocurrió en tierra noruega. Como es obvio no vamos a reparar en gastos ni en esfuerzos, y los norteamericanos serán tratados con el debido respeto. Pero esto es y seguirá siendo un caso noruego, para la Policía y el aparato judicial noruego.

– Buena suerte -murmuró Peter Salhus restregándose los nudillos contra la frente.

– Te puedes ahorrar ese tipo de…

El primer ministro se interrumpió a sí mismo y se llevó un vaso de agua a la boca. La mano temblaba ligeramente y volvió a dejar el vaso sobre la mesa sin llegar a beber. Antes de que tuviera oportunidad de seguir hablando, la directora general de Policía se inclinó sobre la mesa:

– Peter, ¿qué es lo que estás intentando decir en realidad? ¿Que dejemos todo el asunto en manos de los norteamericanos? ¿Que renunciemos a nuestra soberanía y a nuestra jurisdicción? No puedes estar hablando en serio.

– Es obvio que no es eso lo que pretendo decir -dijo Salhus; parecía sorprendido por la familiaridad con la que se dirigía a él y vaciló-. Lo que intento decir… De hecho, lo que intento decir es exactamente lo contrario. La experiencia, la experiencia política, policial, histórica e incluso militar, demuestra que contamos con una enorme ventaja frente a los norteamericanos en este asunto.