Alguien llamó a la puerta y se encendió una lámpara roja junto al marco.
Nadie reaccionó.
– Que somos noruegos -dijo Peter Salhus-. Que conocemos este país, que dominamos el idioma, la infraestructura, la geografía, la topografía, la arquitectura y la ciudad. Nosotros somos noruegos y ellos son norteamericanos.
Volvieron a llamar a la puerta, ahora con mayor insistencia.
– Estamos en marcha -continuó Salhus encogiéndose de hombros-. Las cosas funcionan. Estamos aquí reunidos, todos los que tenemos que estar aquí. Los sistemas para casos de emergencia están funcionando. El personal está reunido. La maquinaria se ha puesto en marcha en todas las instancias. Justicia y Asuntos Exteriores están intentando hacerse cargo del protocolo. La cosa es…
Se detuvo cuando una mujer de mediana edad y completamente redonda entró en la habitación. Sin mediar palabra dejó un papel delante del primer ministro, que no dio muestras de querer leerlo. Al contrario, hizo un gesto a Salhus para animarlo a seguir.
– Continúa -dijo.
– La cosa es que tenemos que tener muy claro el tipo de fuerzas a las que nos estamos enfrentando. No nos podemos hacer ilusiones con que los norteamericanos vayan a dejarse dirigir en una situación como ésta. Van a pasarse de la raya, una y otra vez. Al mismo tiempo tenemos que reconocer que están en posesión de una cualificación, unos equipos y una información que puede resultar crucial para este caso. Los necesitamos, la verdad. Lo más importante es conseguir convencerlos de que…
Alzó el vaso de agua y lo miró con gesto ausente. La mosca se había posado sobre la parte de dentro y levantó las alas débilmente, medio muerta.
– Ellos nos necesitan a nosotros, al menos tanto como nosotros los necesitamos a ellos -dijo con firmeza mientras rotaba el vaso entre las manos-. En caso contrario, nos van a pasar por encima. Y si queremos conseguir crear una confianza mutua así, creo que deberíamos empezar por evitar, en la medida de lo posible, insistir demasiado en palabras como jurisdicción, territorio noruego y soberanía.
– Algo parecido debió de decir Vidkun Quisling [2] -dijo el ministro de Defensa-, los días de abril de 1945.
El silencio que siguió fue espectral. Incluso la mosca había capitulado y yacía patas arriba en el fondo del vaso de agua. El constante jugueteo del primer ministro con su pila de papeles se interrumpió de pronto. La directora general de Policía estaba muy erguida en su silla, sin reclinarse sobre el respaldo. El ministro de Asuntos Exteriores, que apenas había hablado en toda la reunión, estaba como petrificado, con los ojos entornados y la boca medio abierta.
– No -dijo por fin Peter Salhus, en un tono de voz tan bajo que el primer ministro, que estaba al otro lado de la mesa, apenas lo oía-. No como él. De ninguna manera igual que Quisling. -Se levantó despacio y con dificultades, y sin mirar al ministro dijo-: Asumo que esta reunión se ha acabado.
Salhus se dirigió a la puerta. Sostenía los documentos en la mano y no miró a nadie, aunque todos lo miraban fijamente a él. En el momento en que pasó la última silla antes de llegar a la puerta, el primer ministro posó la mano sobre su antebrazo, con gesto conciliador.
– Gracias por ahora -dijo.
Salhus no respondió.
El primer ministro no quitó la mano.
– Realmente… Realmente admiras a esta gente del FBI.
Peter Salhus no podía comprender lo que pretendía el Presidente del Gobierno y siguió sin contestar.
– Y a estos agentes del Secret Service, realmente los admiras, ¿no?
– Admirar -repitió Peter Salhus despacio, como si no entendiera lo que implicaba la palabra, retiró su brazo y miró al primer ministro a los ojos-. Tal vez. Pero ante todo… los temo. Eso deberíais saberlo todos.
Después se marchó del centro secreto de gestión de crisis del Gobierno, con un ligero aroma en la nariz a húmeda putrefacción.
Capítulo 8
El hombre de la gasolinera estaba harto. Era el segundo año seguido que tenía que trabajar el 17 de mayo. Ciertamente no tenía más que diecinueve años y era el más joven de los empleados, pero aun así no era justo que tuviera que amargarse trabajando un día en que casi nadie necesitaba gasolina; además, la gasolinera estaba demasiado lejos del centro como para que fueran a hacer mucha caja con la venta de perritos calientes. Tendrían que haber cerrado. Si a alguien se le iba la vida en conseguir gasolina, siempre estaban los surtidores que se manejaban con tarjeta de crédito.
– De eso se encarga junior -había dicho el jefe cuando, un par de semanas antes, se habían peleado por las listas de guardias.
De eso se encarga junior. Como si el jefe fuera su padre o algo así.
Dos chiquillos de unos diez años entraron corriendo. Llevaban uniformes de color rojo burdeos, la gorra y la bandolera eran negras. Los tambores se los habían dejado en algún sitio, pero blandían violentamente las baquetas.
– En guardia -chilló uno de ellos, y le dio un buen golpetazo al otro.
– ¡Ay! ¡Joder!
El más pequeño de ellos soltó las baquetas del tambor y se llevó la mano al hombro.
– No montéis tanto jaleo -dijo el encargado-. ¿Queréis algo, o qué?
Los niños no contestaron y se precipitaron hacia el refrigerador de los helados. Era un poco alto para ellos. Uno empleó el estante de las chocolatinas como escalera.
– Helado barco -chilló el otro.
– ¡Cortad el rollo!
El encargado estampó la mano en la mesa.
El sinvergüencilla que se había subido al estante era negrata.
Por mucho que se camuflaran con los trajes regionales noruegos o los uniformes de las bandas de música, seguían siendo negratas. En realidad resultaba bastante patético ver cómo intentaban hacerse pasar por noruegos. Aquella misma mañana había entrado un cortejo entero de negros diminutos. Chillaban y se reían, y habían invadido toda la gasolinera como si estuvieran en su propia casa, en un país Tamil de ésos, o en África, o en donde fuera que hubieran nacido. Y tampoco es que quisieran comprar gran cosa. Pero ¡los lazos no les faltaban! Grandes lazos en rojo, blanco y azul, sobre las solapas de las chaquetas o en los abrigos de Fretex. Sonreían, se reían y le quitaban toda la gracia al Día Nacional.
– ¡Oye, tú!
El encargado levantó la compuerta del mostrador y se acercó a los chiquillos. Cogió al paquistaní del cuello.
– Suelta ese helado.
– ¡Pero si lo voy a pagar! ¡Lo voy a pagar, hombre!
– ¡Que sueltes el puto helado!
– ¡Ay! ¡Joder!
El niño había suavizado la voz. El encargado hubiera jurado que estaba a punto de echarse a llorar. Lo soltó.
– Caramba.
Un hombre entró en la gasolinera. Se detuvo un momento y miró inquisitivamente a los dos pequeñuelos. El encargado murmuró un hola.
– Siento haber aparcado tan cerca del cristal -dijo el hombre, indicando con la cabeza un Ford azul al otro lado del cristal-. No vi el cartel hasta que había salido del coche. Sólo quiero unos refrescos.
El encargado le indicó una de las neveras y volvió a su sitio detrás del mostrador. El más pequeño de los chicos, al que le asomaban unos rizos rubios debajo de la gorra, le estampó un billete de cincuenta coronas delante de las narices.
– Dos helados -le espetó entre dientes-. Dos helados barco, que eres un demonio.
El hombre del Ford se colocó detrás de él. El niño cogió el cambio sin mediar palabra y se dio la vuelta. Luego le mostró uno de los helados a su amigo, que se había refugiado junto a la puerta de entrada.
– Gilipollas -gritaron los dos en el momento en que la puerta se cerraba a sus espaldas.