– Tres Farris -dijo el cliente adulto.
– ¿Quieres pagar con tarjeta? -preguntó el encargado de mal humor.
– No. Toma.
Recibió el cambio de un billete de cien y se metió el dinero en el bolsillo.
El encargado le echó una ojeada al coche. Estaba aparcado con la puerta del conductor junto al cristal, a menos de un metro de distancia. Tuvo la impresión de distinguir a alguien en el asiento del copiloto, un muslo y una mano que se alargaba para coger algo. En el asiento trasero dormía una mujer. Tenía la cabeza reclinada contra la ventana. La chaqueta se le había arrugado en los hombros y la forzaba a colocar la nuca en una postura poco natural. Tenía el cuello casi tan rojo como la chaqueta.
– Adiós -dijo el hombre, se bajó la visera de la gorra y desapareció.
Puto 17 de mayo. Ya eran casi las cuatro, a esa hora por lo menos venía el cambio de turno. Si es que al jefe le venía en gana aparecer. Nunca se sabía. Mierda de día.
Lentamente colocó una salchicha en un pan y la cubrió con ensalada de gambas y con pepinillos en vinagre, antes de comérsela añadió grandes cantidades de mostaza.
Era la novena que se tomaba aquel día y no le supo bien.
Capítulo 9
Abdallah al-Rahman estaba entusiasmado con la potrilla recién nacida. Era tan negra como su madre, pero una zona más pálida entre los ojos despertaba la esperanza de que heredara el morro blanco de su padre. Tenía las piernas desproporcionadamente largas, como corresponde a un caballo de pocos días. El cuerpo prometía y el pelo ya brillaba como el oro. La potrilla retrocedió unos pasos cuando él se fue acercando poco a poco con la mano extendida. La yegua relinchó con agresividad, pero él la tranquilizó enseguida hablando en voz baja y acariciándole el hocico.
Abdallah al-Rahman estaba satisfecho. Todo estaba saliendo según el plan. Todavía no había tenido contacto directo con nadie; seguía sin ser necesario. Y nunca en toda su vida adulta había hecho algo innecesario. Dado que la vida está constituida por un periodo limitado de tiempo, consideraba importante mantener el equilibrio y seguir una estrategia. Él veía la vida como veía las increíbles alfombras que engalanaban los suelos de los tres palacios que, por el momento, pensaba necesitar.
Las mujeres que hacían las alfombras siempre tenían un plan. Nunca empezaban por una esquina para luego anudar de modo arbitrario hasta conseguir una obra de arte cualquiera. Sabían con exactitud adonde se dirigían, y eso llevaba tiempo. De vez en cuando les llegaba la inspiración, y podían añadir los más bellos detalles por impulso. La perfección de una alfombra hecha a mano residía precisamente en su imperfección, en las diminutas desviaciones del plan previo, que, sin embargo, mantenían la simetría y el orden.
La más bella de todas sus alfombras se encontraba en su dormitorio. La había anudado su madre y le llevó ocho años hacerlo. Cuando la acabó, Abdallah tenía trece años y ella se la dio como regalo. Nadie había visto antes una alfombra así. Sus tonos dorados cambiaban según cómo incidiera la luz y era difícil determinar con exactitud qué colores se veían. Nadie había visto nunca unos nudos tan tupidos ni una seda tan suave y grasa.
La potrilla se le acercó. Tenía los ojos negros azabache y los abrió de repente en el momento en que se tambaleó hacia un lado, y tuvo que agitar la cabeza para recuperar el equilibrio. Resopló con desamparo y se pegó al flanco de su madre antes de intentar dar otro paso hacia él.
La vida de Abdallah era como una alfombra y, al morir su hermano, decidió el aspecto que iba a tener. Había introducido algunos cambios por el camino, simples ajustes, pero en realidad nunca había hecho más que lo que hizo su madre: alguna intervención más profunda y seria de vez en cuando, cambiar algún matiz porque era bello y pegaba.
A su único hermano, tres años mayor que él, lo mataron en Brooklyn el 20 de agosto de 1974. Se dirigía a casa de madrugada después de visitar a una amiga norteamericana sobre la que sus padres no sabían nada. Cuando una señora mayor lo encontró a la mañana siguiente, sus órganos sexuales eran una masa sanguinolenta de golpes y patadas. El padre de los chicos acudió inmediatamente a Estados Unidos y regresó a su casa un mes más tarde convertido en un viejo.
El asesinato nunca fue aclarado. A pesar de la poderosa posición del padre en su país de origen y de su indiscutible autoridad incluso en el encuentro con dignatarios norteamericanos, catorce días después, el detective responsable del caso se encogió de hombros y miró hacia otro lado cuando le comunicó que por desgracia era probable que nunca encontraran al asesino. Había demasiados asesinatos y demasiados chicos que no entendían que no había que merodear por los barrios peligrosos después de medianoche, sino quedarse en casa. Había gran escasez de recursos, concluyó el detective, y luego dio carpetazo definitivo al caso.
El padre conocía al hombre que mucho más tarde se convertiría en el presidente Bush y le había hecho varios favores. Cuando llegó el momento de exigir algo a cambio, nunca consiguió contactar con su influyente amigo. Pocos días antes, Richard Nixon había sido obligado a dimitir y Gerald Ford era el nuevo presidente de Estados Unidos. Y la misma noche en la que un joven extranjero fue asesinado a patadas en una calle de Brooklyn, el presidente Ford anunció que Nelson Rockefeller iba a entrar en la Casa Blanca como el cuadragésimo primer vicepresidente de Estados Unidos. George Bush sénior, profundamente decepcionado y humillado, tenía mejores cosas en las qué pensar que en un conocido árabe medio olvidado. Y más tarde aquel año, se largó a China para lamer sus heridas políticas.
Ese otoño Abdallah se hizo mayor. No tenía más que dieciséis años. Su padre nunca se recuperó, aunque siguió dirigiendo la compañía. Estaba rodeado de gente eficiente y, a pesar de que la segunda mitad de la década de los setenta fue un tiempo turbulento en el sector petrolífero, la fortuna de la familia no dejó de crecer.
Pero el padre nunca volvió a ser el mismo. Se perdía en cavilaciones religiosas con cada vez mayor frecuencia, y apenas comía. Ni siquiera protestó cuando Abdallah decidió abandonar a sus padres y a sus seis hermanas para adquirir la educación occidental que en principio se había destinado a su hermano mayor.
La gente que dirigía sus cada vez más numerosas compañías era eficaz y contaba con la confianza de Abdallah, pero con sólo veinte años ya estaba al tanto de casi todo lo que sucedía en el emporio y volvía a casa con tanta frecuencia como podía. Sin embargo, el verano que cumplió veinticinco años, su padre murió de pena por el hijo que había perdido casi diez años antes.
Abdallah lo vio venir y lo incorporó a la alfombra de su vida, de manera que no le cogió por sorpresa. Se convirtió en la cabeza y en el único propietario de un emporio que nadie conocía lo suficiente como para tasarlo. Sólo él mismo podría haber proporcionado una cifra razonable, pero nunca lo hizo.
Lo único para lo que no estaba preparado, era para la ausencia de furia.
Medio año después de la muerte de su hermano estaba tan exhausto de enfado que se puso enfermo, pero una convalecencia en Suiza hizo que se recuperara y el lugar de la furia fue ocupado por una serenidad calculadora con la que le resultaba mucho más sencillo vivir. Durante el tiempo en que dirigió su cólera contra todos y todo, ésta lo había devorado por dentro del mismo modo que la pena lo hizo con su padre, pero aquel nuevo cinismo calculado era algo que podía racionalizar. Abdallah descubrió el valor de la planificación a largo plazo y de las estrategias bien meditadas, y trasladó el regalo de su madre a su dormitorio para poder estudiarlo antes de dormirse y en las raras veces que por la noche le despertaban pesadillas sobre su padre.
La potrilla era una de las cosas más hermosas que había visto en su vida. El hocico era perfecto y las fosas nasales anormalmente pequeñas y vibrantes. Ya no tenía tanto miedo en los ojos y las pestañas eran tan largas como las alas de una mariposa. El animal se arrimó a la bola de paja en la que Abdallah aguardaba sentado a que confiara en él.