– ¡Padre!
Abdallah se giró muy despacio. Por encima de la valla de poca altura asomaba la cabellera de su hijo pequeño, que intentaba encaramarse a ella para ver la nueva potrilla.
– Espera un poquito -dijo el padre con amabilidad-. Ahora salgo.
Acarició la potrilla con increíble delicadeza, y ésta se inclinó y tembló un poco. Abdallah sonrió y posó la mano sobre el hociquito del animal, que retrocedió nerviosamente. El hombre se levantó, salió despacio del compartimento y cerró la puerta.
– ¡Padre!-dijo el niño con alegría-. ¡Hoy íbamos a ver una película! ¡Me lo habías prometido!
– ¿No prefieres montar un poco a caballo? ¿En el hall, que está fresco?
– ¡No! Me habías dicho que íbamos a ver una película.
Abdallah levantó a su hijo de seis años y se lo llevó en brazos hacia el exterior, a través de las grandes puertas del establo. A falta de cines legales en Arabia Saudí, Abdallah había construido su propia sala, con diez asientos y una pantalla de plata.
– Me habías prometido que veríamos una película -se lamentó el niño.
– Más tarde. Esta noche, es lo que te prometí.
El pelo del niño olía a limpio y le hacía cosquillas en la nariz. Sonrió, y lo besó antes de dejarlo en el suelo.
El más pequeño de sus hijos se llamaba Rashid, como su tío muerto. A ninguno de sus cuatro hermanos mayores le había pegado el nombre. Todos tenían los rasgos de la familia de la madre. Luego llegó un quinto hijo. Desde el momento en que nació, Abdallah se percató de la anchura de la mandíbula y del pequeño hoyuelo de la barbilla. Cuando el niño cumplió dos días y por fin abrió los ojos, bizqueaba un poco con el ojo izquierdo. Abdallah se rio de corazón y lo llamó Rashid.
Abdallah nunca había pensado vengarse por la muerte de su hermano. Al menos no desde que controló la cólera del principio, al regreso de Suiza. En todo caso no sabría sobre quién vengarse. Nunca cogieron a los asesinos y a un joven árabe le hubiera resultado completamente imposible investigar por su cuenta un asesinato en Estados Unidos, por grandes que fueran sus medios económicos. El propio policía que archivó el caso era una víctima del sistema y no merecía la pena gastar tiempo y dinero en castigarlo.
El odio, el único odio real que Abdallah al-Rahman se permitió sentir durante mucho tiempo, se dirigía hacia George Bush sénior. El hombre que más tarde fue jefe de la CIA, en 1974 le debía un favor a su padre y tenía una influencia considerable. Con una simple conversación telefónica podría haber revitalizado una investigación aparcada. A juzgar por la coyuntura, Rashid debió de ser asesinado por un grupo de jóvenes racistas que no aceptaban el trato del moro con las rubias, así que tampoco habría sido tan difícil resolver el caso, si se hubiera querido y se le hubiera dado prioridad.
Sin embargo, George Herbert Walter Bush estaba más preocupado por la ofensa de no haber sido nombrado vicepresidente que por atender la llamada de un socio comercial al que había escogido olvidar.
A medida que pasó el tiempo, Abdallah llegó a la conclusión de que la principal enseñanza que podía sacar de las circunstancias en torno a la muerte de su hermano era que un favor no compensaba otro, a menos que se tuviera algo guardado en la manga. Algo que impidiera olvidar la deuda, se quisiera o no. Y había mucha gente que le debía mucho, porque Abdallah llevaba casi treinta años repartiendo generosidad sin exigir nada a cambio.
Nunca había llegado el momento. No hasta que Helen Lardahl Bentley le proporcionó la confirmación definitiva de lo que ya sabía por su propia experiencia vitaclass="underline" jamás, jamás, confíes en un norteamericano.
– ¿Puedo ver una película de acción, papá? Puedo ver…
– No. Ya lo sabes. No te conviene.
Abdallah revolvió el pelo de su hijo. El chico puso cara de ofendido y se fue en busca de sus hermanos con la cabeza gacha. Habían llegado desde Riad la noche anterior e iban a estar en casa una semana entera.
Abdallah siguió a su hijo con la mirada hasta que desapareció detrás de una esquina del enorme edificio del establo. Luego se dirigió al sombreado jardín. Quería nadar un rato.
Capítulo 10
Hanne Wilhelmsen era una persona sin amigos.
Era la vida que había elegido, y no siempre había sido así.
Tenía cuarenta y cinco años y había pasado veinte de ellos en la Policía. Su carrera profesional acabó cuando, en las navidades de 2002, fue abatida por un tiro durante el arresto de un homicida cuádruple. Una bala de revólver de grueso calibre la alcanzó entre la décima y la undécima vértebra torácica. Por alguna razón que los médicos no llegaron a comprender, la bala se quedó allí. Al extraer el cuerpo extraño, el cirujano quedó tan fascinado por los verdosos restos de lo que una vez fueron nervios activos que hizo que los fotografiaran. Para sus adentros pensó que nunca había visto nada peor.
El comisario jefe le había rogado insistentemente que se quedara en el cuerpo.
Durante su convalecencia la visitó a menudo, a pesar de que ella se mostraba cada vez menos receptiva. Le ofreció un acuerdo especial y la adaptación precisa: podría elegir las mejores misiones y no ahorrarían en nada en lo referente a medios y asistencia.
No aceptó, y renunció a su cargo dos meses después de la operación.
Nunca nadie había dudado de la excepcional eficiencia de Hanne Wilhelmsen. Sobre todo era admirada por los agentes más jóvenes, que la conocían poco y aún no se habían cansado de su extraño y distante comportamiento. Hasta el momento del catastrófico disparo, no era inusual que tuviera algo parecido a protegidos. Se manejaba con la admiración, porque la admiración era distancia y la distancia era lo más importante para Hanne Wilhelmsen. Y además era una buena maestra.
Sin embargo, sus compañeros coetáneos, y los de más edad, estaban hartos. Tampoco ellos podían negar que era una de las mejores detectives jamás vistas en la Policía de Oslo, pero su independencia y su obstinada resistencia a trabajar en equipo acabó cansándolos con el paso de los años. Y aunque todo el cuerpo quedara horrorizado cuando la hirieron de tanta gravedad durante aquel arresto, se susurraba constantemente en los pasillos sobre el alivio que suponía librarse de ella. Hasta que todo se acalló y la mayoría la olvidaron, antes o después siempre se olvida a todos aquellos que no están visibles.
Durante todos aquellos años en la Comisaría General había conservado a un único amigo, que le había salvado la vida cuando estuvo a punto de desangrarse en una cabaña en Nordmarka. El corpulento compañero la veló durante los tres primeros días que pasó en el hospital, hasta que empezó a oler tan mal que una enfermera lo echó aduciendo que era mejor para todos que se fuera a casa. Cuando quedó claro que Hanne iba a salir con vida de aquello, se aferró a sus manos y lloró como un niño.
Pero también a él Hanne acabó rechazándolo.
Había pasado ya más de un año desde la última vez que se pasó por allí para averiguar si quedaba algún pequeño resto de amistad sobre la que seguir construyendo. Cuando, un cuarto de hora más tarde, la puerta de salida se cerró tras sus anchas espaldas chepudas, Hanne Wilhelmsen se emborrachó con champán y se encerró en su dormitorio, donde cortó su uniforme de la Policía en tiras que luego quemó en la chimenea.
No obstante, Hanne Wilhelmsen estaba bien, por primera vez en su extraña vida malograda.
Vivía junto a una mujer que con el tiempo había ido aceptando una existencia dividida en dos. Nefis tenía su trabajo en la universidad, sus propios amigos y una vida fuera del piso de la que su novia estaba completamente ausente. Hanne la esperaba en casa, en la calle Kruse, nunca le preguntaba nada y al verla siempre se alegraba de su modo callado.