Y compartían la felicidad de Ida.
– ¿Dónde está Ida? -preguntó Inger Johanne.
Estaba sentada en el sofá con las piernas recogidas; una enorme pantalla de plasma mostraba las retransmisiones especiales de la NRK.
– Está en Turquía con Nefis, visitando a sus abuelos.
Inger Johanne no dijo nada más.
A Hanne le gustaba aquella mujer. Le gustaba porque no era su amiga y tampoco exigía serlo. Inger Johanne no sabía nada sobre Hanne, aparte de lo que hubiera oído y captado por aquí y por allá, que evidentemente podían ser muchas cosas, pero nunca se dejó tentar para hurgar, exigir o preguntar. Hablaba mucho, pero nunca sobre Hanne. Como Inger Johanne era la persona con más curiosidad que Hanne hubiera conocido nunca, su aparente falta de interés era algo que dejaba claro que conocía su oficio. Era una auténtica profiler.
Inger Johanne comprendía a Hanne Wilhelmsen y la dejaba en paz. Y parecía disfrutar de estar en su casa.
– Oh, no -dijo Inger Johanne en voz baja y cerró los ojos-. Esa mujer no.
Hanne, que estaba leyendo una novela, lanzó una mirada a la pantalla.
– No va a salir de la tele para cogerte -dijo, y continuó leyendo.
– Pero ¿por qué siempre…? -preguntó Inger Johanne, abatida, e inspiró hondo-. ¿Por qué se ha convertido precisamente ella en el gran oráculo en todos los asuntos sobre crímenes y criminales?
– Porque tú no quieres serlo -dijo Hanne esbozando una sonrisa.
En una ocasión, Inger Johanne había abandonado un estudio durante la emisión en directo de un debate por pura indignación, y nunca volvieron a invitarla.
Wencke Bencke era la escritora de novelas policiacas más famosa del país. Después de llevar durante muchos años una vida excéntrica, malhumorada e inalcanzable, un año antes había entrado en la escena pública. Una serie de famosos fueron asesinados por riguroso orden en un caso que la Policía nunca llegó a resolver del todo. Inger Johanne se vio envuelta en la investigación contra su voluntad, pero también para ella durante mucho tiempo los asesinatos parecieron carecer de motivo y de relación intrínseca. En esa época, Wencke Bencke se convirtió en la experta favorita de los medios. Brillaba con sus conocimientos sobre el carácter de los criminales y su absurda lógica, al mismo tiempo que mantenía una distancia irónica con respecto a la Policía. Y todo eso quedaba muy bien en la televisión.
Ese mismo otoño publicó su décimo octavo libro, el mejor de todos. Trataba sobre un escritor de novelas policiacas que mataba por aburrimiento. El libro vendió ciento veinte mil ejemplares en tres meses y fue comprado de inmediato por editoriales de más de veinte países.
Sólo un puñado de personas, entre ellas Inger Johanne e Yngvar, sabía que en el fondo el libro trataba de la propia Wencke Bencke. Nunca pudieron demostrar nada, pero lo sabían todo. La propia novelista se había encargado de que lo supieran. Las pistas que fue dejando eran inútiles como prueba, pero suficientes para Inger Johanne Vik. Y lo cierto es que aquellas pistas estaban dedicadas a ella, de eso estaba convencida.
Wencke Bencke salió impune de sus asesinatos.
Y cuando de vez en cuando pasaba una noche de insomnio después de encontrar la amplia sonrisa de Wencke Bencke al otro lado del mostrador de congelados del supermercado o de verla saludar con la mano desde la calle Haugen, Inger Johanne seguía sin poder quitarse de la cabeza que aquellos asesinatos se habían cometido para atormentarla precisamente a ella. Sólo que no conseguía comprender por qué. Un día del otoño anterior, cuando se dirigía en coche a su cabaña de la montaña con sus dos hijas en el asiento trasero, un vehículo se detuvo junto a ella en un semáforo de Ullernchausseen. La conductora le enseñó el pulgar, tocó el claxon y giró hacia la derecha. Era Wencke Bencke.
Una casualidad, decía siempre Yngvar, harto ya de la historia. Oslo era una ciudad pequeña e Inger Johanne tendría que quitarse aquel maldito caso de la cabeza de una vez por todas.
Así que acudió a Hanne Wilhelmsen. Al principio era la curiosidad lo que la impulsaba. Si había alguien capaz de ayudar a Inger Johanne a entender a Wencke Bencke, era ella. El carácter sereno y casi indiferente de la inspectora jubilada la tranquilizaba. Era fríamente analítica allí donde Inger Johanne era intuitiva, e indiferente allí donde Inger Johanne se dejaba provocar. Y Hanne se tomaba tiempo para escuchar, siempre tenía tiempo para escuchar.
«Así que la Policía está atascada -decía la novelista en el estudio, enderezándose las gafas-. Raras veces se los ve tan completamente perdidos. Y por lo que tengo entendido, tienen un problema que parece más bien de una novela policiaca antigua que del mundo de la realidad.»
El presentador se dirigió hacia ella. Los enfocaron cuando se inclinaron el uno hacia el otro como si compartieran un secreto.
«¿Ah, sí?»
«Como es natural, había un extenso aparato de seguridad en torno a la presidenta, ya lo hemos visto en muchos reportajes durante la última jornada. Entre otras cosas había cámaras de vigilancia en los pasillos…»
– No te lo tomes muy a pecho -dijo Hanne en voz baja-. Podemos apagarla.
Inger Johanne había agarrado un cojín al que se aferraba sin saberlo.
– No -respondió con ligereza-. Quiero verlo.
– ¿Estás segura?
Inger Johanne asintió con la cabeza sin quitar los ojos de la pantalla. Hanne la observó durante un par de segundos y luego se encogió imperceptiblemente de hombros y siguió leyendo.
«… con otras palabras, una especie de "misterio de la habitación cerrada" -dijo Wencke Bencke sonriendo-. Nadie salió de la habitación, nadie entró…»
– ¿Cómo puede saber todo eso? -preguntó Inger Johanne-. ¿Cómo puede saber siempre todo lo que hace la Policía? Pero si no la aguantan y…
– La Comisaría General se filtra como un embudo de IKEA -dijo Hanne, que por fin parecía haberse interesado por la conversación de la televisión-. Así ha sido siempre.
Inger Johanne se puso a estudiarla. Hanne había cerrado el libro, que estaba a punto de caerse al suelo sin que ella se diera cuenta. Maniobró con la silla un poco hacia delante y agarró el mando a distancia para subir el volumen. Tenía el cuerpo en tensión, como si tuviera miedo de perderse el más mínimo matiz de lo que contaba la novelista. Despacio, se quitó las gafas de lectura, sin apartar los ojos de la pantalla ni un solo instante.
«Así debió de ser en sus tiempos», pensó Inger Johanne, sorprendida. Así de despierta e intensa. Así de distinta del personaje que se había encerrado voluntariamente en su lujoso piso de un barrio bueno para dedicarse a leer novelas. En ese momento Hanne daba la impresión de ser más joven. Le brillaban los ojos y se humedeció los labios antes de colocarse el pelo detrás de la oreja. Un diamante centelleó al atrapar la luz de la ventana. Cuando Inger Johanne abrió la boca para decir algo, Hanne alzó un dedo para detenerla, de modo casi imperceptible.
«Tenemos que pasar la conexión a la sede del Gobierno -dijo por fin el presentador, y le dio las gracias a la novelista-. El primer ministro va…»
– Tienes que llamar -dijo Hanne Wilhelmsen, y apagó el televisor.
– ¿Llamar? ¿A quién tengo que llamar?
– Tienes que llamar a la Policía. Creo que han cometido un error.
– Pero… ¡Pues llama tú, mujer! Yo qué puedo… No conozco…
– ¡Escucha! -Hanne giró la silla hacia ella-. Llama a Yngvar.
– No puedo.
– Os habéis peleado. Hasta ahí llego, si te presentas aquí pidiendo asilo. Tiene que ser algo serio, si no, no te habrías marchado con la niña. Pero a mí eso me importa una mierda. No me interesa.
Inger Johanne se dio cuenta de que se le había quedado la boca abierta y la cerró de un audible golpetazo.
– En todo caso, esto es más importante -continuó Hanne-. Si Wencke Bencke está bien informada, y tenemos sobrados motivos para suponer que lo está, han cometido un error tan grande que…