Fayed había vuelto a salir. Estaba en el camino de gravilla, a medio camino entre la casa y la carretera. Pareció vacilar un poco antes de dirigirse a la verja. La bandera del buzón estaba bajada, el cartero aún no había pasado. Fayed estudió el buzón, que Louise había pintado el año anterior de color rojo con un caballo azul que galopaba en ambos costados.
Fayed enderezó la espalda y empezó a caminar de vuelta a la casa. Esta vez iba más decidido y aceleró el paso. Se detuvo junto al coche alquilado y se metió dentro. Allí se quedó sin poner en marcha el motor. Podía dar la impresión de que hablaba por el teléfono móvil, pero a esa distancia era difícil de determinar.
– ¡Papá! ¿Vienes ya?
Al retrocedió entre dudas.
– Voy -murmuró, y atravesó con esfuerzo la fronda-. Ahora voy.
Se cepilló las hojas y las ramitas antes de meterse en el coche.
– Voy a llegar muy tarde -se quejó Louise-. Es la segunda vez este mes, ¡y es culpa tuya!
– Que sí -murmuró Al Muffet con la cabeza en otro lado y metió la marcha.
Quizá su hermano tuviera ganas de estirar las piernas. Tal vez no tuviera hambre. Era normal que quisiera tomar el aire después de un viaje tan largo. Pero ¿por qué se había vuelto a sentar en el coche? ¿Por qué había venido su hermano? ¿Y por qué, por primera vez según recordaba, había sido tan amable?
– ¡Mira por dónde vas!
De pronto giró el volante hacia la derecha y evitó por los pelos salirse del camino. El coche patinó hacia el otro lado y él pisó el freno por puro reflejo. La rueda de atrás quedó atascada en la profunda cuneta. Al Muffet volvió a soltar el freno y el coche se aceleró hasta que al fin quedó atravesado en medio de la carretera.
– ¿Qué estás haciendo? -gritó Louise.
«Sólo un pequeño ataque de paranoia», pensó Al Muffet, e intentó volver a poner en marcha el coche mientas decía:
– No pasa nada, bonita. Cálmate. Ya está.
Capítulo 15
La presidenta de Estados Unidos había perdido la noción del tiempo.
En eso es en lo que había intentado concentrarse.
Al meterla en el coche, le habían quitado el reloj de pulsera y le habían puesto una capucha en la cabeza. Las dos cosas sucedieron tan inesperadamente que no se había resistido, pero cuando el motor se puso en marcha, se recompuso y calculó que el viaje había durado media hora escasa. Los hombres no habían intercambiado ni una palabra, así que pudo contar en paz. Le habían atado las manos por delante, no a la espalda, y como la sentaron sola en el asiento trasero, pudo ayudarse con los dedos. Cada vez que llegaba al número sesenta, se agarraba el dedo siguiente. Cuando al cabo de diez minutos se le acabaron los dedos, se arañó a sí misma en la palma de la mano, con una uña aseada y medio larga. El dolor la ayudaba a recordar. Tres rasguños. Treinta minutos. Más o menos media hora.
Oslo no era grande. ¿Un millón de habitantes? ¿Más?
Lo único que le permitía ver algo en la habitación era una débil bombilla rojiza que estaba montada en la pared, junto a la puerta cerrada. Fijó la vista en lo rojo e inspiró hondo.
Debía llevar ya bastante tiempo allí. ¿Habría dormido? Había orinado en un rincón de la habitación. Era difícil bajarse los pantalones con las manos atadas, pero pudo hacerlo. Fue peor volvérselos a poner. ¿Cuántas veces había estado en la caja de cartón llena de papel de periódico? Intentó recordar, calcular, agarrar el tiempo.
Tenía que haber dormido.
Oslo no era grande.
No era demasiado grande. No llegaba al millón de habitantes.
Suecia era la más grande. Estocolmo era la más grande.
«Concéntrate. Respira y piensa. Tú sabes hacer esto. Tú sabes.»
Oslo era pequeño.
¿Medio millón? Medio millón.
No creía haber dormido en el coche, pero ¿y después?
Sentía el cuerpo como si fuera de plomo. Le resultaba doloroso moverse. Llevaba demasiado tiempo en la misma postura. Intentó separar los muslos con cuidado y descubrió con sorpresa que se había orinado encima. El olor no le molestaba, no olía a nada.
«Respira. Tranquila. Has dormido. Concéntrate.»
Recordaba cómo había llegado con el avión.
La ciudad trepaba por las colinas que la rodeaban y el fiordo se abría paso hasta el núcleo de la urbe.
Helen Lardahl Bentley cerró los ojos contra la roja penumbra. Intentó rememorar las impresiones que tuvo cuando el Air Force One se acercaba al aeropuerto al sur de Oslo.
Al norte. Estaba al norte de la ciudad, por fin lo recordó.
Cerrar los ojos la ayudaba.
Los bosques en torno a la capital no le parecían en absoluto tan salvajes ni estremecedores como los describían las sagas familiares, como le contaba su abuela cuando estaba sentada en su regazo. La anciana nunca había puesto un pie en la vieja patria, pero la imagen que le había inculcado a sus hijos y a sus nietos era muy viva: Noruega era bella, aterradora y por todas partes había abruptas montañas.
Pero no era verdad.
A través de la ventana del Air Force One, Helen Bentley había visto algo completamente distinto. El paisaje era amable. Había colinas y montes, con restos de nieve en las laderas que daban hacia el norte. Los árboles habían empezado a reverdecer, en el tono claro que le correspondía a aquella época del año.
¿Cómo de grande era Oslo?
No podían haber llegado muy lejos.
El hotel, por lo que había entendido, estaba en medio de la ciudad. En media hora no podían haberla llevado muy lejos.
Habían girado varías veces. Tal vez fueran maniobras necesarias, pero también podían haberlo hecho para despistarla. Aún podría estar en el centro.
Pero también podría estar equivocada. Podría estar completamente equivocada. ¿Se habría quedado dormida? ¿No se habría quedado en realidad dormida?
En el coche no había dormido. Había mantenido la cabeza fría y había contado los segundos. Cuando retorcía las manos, notaba tres rayas con la yema del dedo. Tres rayas eran treinta minutos.
La capucha que le habían puesto en la cabeza estaba húmeda y olía de un modo extraño.
¿Habría dormido?
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Los abrió como platos. No debía llorar. Una gota se desprendió de su ojo y se deslizó por el puente de la nariz hacia la boca.
No llorar.
Pensar. Abrir los ojos y pensar.
– Eres la presidenta estadounidense -se susurró, y apretó las mandíbulas-. ¡Eres las presidenta de Estados Unidos, goddammit!
Resultaba difícil concentrarse en una idea. Todo se le escapaba. Era como si el cerebro se hubiera atascado en un loop de vídeo sin sentido, en un confuso collage de imágenes cada vez más inconexas.
«Responsabilidad, -se dijo, y se mordió la lengua hasta sangrar-. Tengo una responsabilidad. Conozco el miedo. Estoy familiarizada con él. He llegado tan lejos como puede llegar una persona, y a menudo he tenido miedo. No se lo he mostrado a nadie, pero los enemigos me asustan. El miedo me espabila. Me aclara la cabeza y me hace lista».
La sangre tenía un dulce sabor a hierro caliente.
Helen Bentley estaba entrenada para manejar el miedo.
Pero no el pánico.
El pánico la atontaba. Ni siquiera el familiar puño de hierro que le agarraba la coronilla conseguía atormentarla lo suficiente como para sacarla del confuso estado de pánico paralizante en el que se encontraba desde que vinieron a buscarla a la suite del hotel. La adrenalina no le había dejado la cabeza clara y lúcida, como solía pasar antes de una reunión conflictiva o de una emisión televisiva importante. Al contrario. Cuando el hombre junto a su cama le susurró su breve mensaje, la existencia quedó paralizada en un dolor tan intenso que el hombre había tenido que ayudarla a levantarse.