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Sólo una vez antes había sentido lo mismo.

Hacía ya mucho tiempo, y tendría que haberlo olvidado.

«Tendría que haberlo olvidado. Por fin lo he olvidado.»

Lloraba con callados sollozos. Las lágrimas estaban saladas y se mezclaban con la sangre que emanaba de la lengua reventada. Era como si la luz junto a la puerta creciera y generara amenazadoras sombras por todas partes. Incluso cuando volvía a cerrar los ojos, se sentía envuelta en una oscuridad peligrosa. Y roja.

«Tengo que pensar. Tengo que pensar con lucidez.»

¿Se habría quedado dormida?

La sensación de haber perdido completamente la noción del tiempo la aturdía mucho más de lo que se había imaginado. Por un momento sintió que llevaba varios días fuera, luego consiguió controlar el curso de sus pensamientos y volvió a intentar razonar.

«Escucha. Escucha a ver si oyes algún ruido.»

Se esforzó. Nada. Todo estaba en silencio.

Durante la cena, el primer ministro noruego le había contado que la celebración sería muy ruidosa, que toda la población estaría en la calle.

– This is the children's day -había dicho.

Al reconstruir un suceso real tenía algo a lo que agarrarse, algo a lo que amarrar los pensamientos para que no se soltaran y revolotearan como hojas en el viento. Quería recordar. Abrió los ojos y fijó la vista en la bombilla roja.

El primer ministro había tartamudeado y había usado una chuleta.

– We don't parade our military forces -dijo con marcado acento-. As other nations do. We show the world our children.

No había escuchado el chillido de un solo niño desde que llegó a aquel bunker vacío con la horrorosa luz roja. Ninguna fanfarria. Sólo el silencio absoluto.

El dolor de cabeza no se dejaba ahuyentar. Tal y como estaba sentada, con las manos atadas con unas finas tiras de plástico que se le clavaban en la piel de las muñecas, no podía hacer su ritual habitual. Desesperada, pensó que lo único que podía hacer era permitir que llegara el dolor y esperar clemencia.

«Warren», pensó apáticamente.

Luego se durmió, en medio de la peor jaqueca que había tenido en toda su vida.

Capítulo 16

Tom Patrick O'Reilly se encontraba en la esquina de Madison Avenue con East 67th Street y añoraba su casa. El vuelo había sido largo y no había conseguido dormir. Desde Riad hasta Roma había ido solo. Había tenido la sensación de que lo transportaba un robot. El piloto no salió de la cabina de mando hasta que llegaron a Roma, donde lo saludó con un breve movimiento de cabeza antes de abrir la puerta del avión. En ese momento faltaban exactamente veinte minutos para el siguiente despegue de un avión de línea en dirección a Newark. Tom O'Reilly estaba seguro de que lo iba a perder, pero de pronto apareció una mujer vestida de uniforme, no sabría decir de dónde salió, y consiguió que pasara por todas las compuertas de seguridad de modo mágico.

El viaje de Riad hasta Nueva York le había llevado justo catorce horas, y la diferencia horaria le producía malestar. Nunca acababa de acostumbrarse a ello. El cuerpo parecía más pesado de lo habitual y hacía mucho que la rodilla no le dolía tanto. Había intentado cancelar un par de reuniones que, según el plan, iba a mantener en Nueva York esa misma tarde.

Lo único que quería era volver a su casa.

La última comida con Abdallah había transcurrido en silencio. Los platos eran exquisitos, como siempre, y Abdallah sonreía de aquel modo indescifrable mientras comía despacio y con orden, empezando por un lado del plato y acabando por el otro. Como de costumbre, la familia no comía con ellos. Estaban sólo ellos dos, Abdallah, Tom y un silencio creciente. Incluso los criados desaparecieron una vez servida la fruta, y las velas se apagaron. Sólo las grandes lámparas de terracota a lo largo de las paredes arrojaban algo de luz sobre la habitación. Al final Abdallah se había levantado y se había marchado con un callado buenas noches. A la mañana siguiente, un criado despertó a Tom y vino una limusina a buscarlo. Al meterse en el coche, el palacio parecía desierto y él no había vuelto la vista atrás.

Tom O'Reilly se encontraba en el cruce de dos calles de Upper East Side y aplastaba un sobre entre las manos. Una extraña indecisión lo inquietaba, casi le daba miedo. La amenazadora águila del buzón de correos parecía dispuesta a atacar. Dejó su pequeña maleta en el suelo.

Era obvio que podía abrir la carta.

Intentó mirar a su alrededor sin que resultara demasiado evidente. Las aceras estaban repletas de gente. Los coches pitaban violentamente. Una mujer mayor, con un perrito faldero en brazos, lo empujó un poco al pasar; llevaba gafas de sol, a pesar de que el cielo estaba gris y lloviznaba. Al otro lado de la calle se fijó en tres adolescentes que hablaban airadamente entre ellos. Lo estaban mirando, pensaba Tom. Sus labios se movían, pero resultaba imposible escuchar lo que decían a través del jaleo de la gran ciudad. Una chica le sonrió cuando sus miradas se cruzaron, iba empujando un carrito y llevaba poca ropa para el tiempo que hacía. Un hombre se detuvo justo al lado de Tom. Miró el reloj y abrió un periódico.

«No seas paranoico -se dijo Tom, y se acarició el cuello-. Son gente normal. No te están vigilando. Son norteamericanos. Son norteamericanos normales y corrientes, estoy en mi propio país. Este es mi país, y aquí estoy seguro. ¡No seas paranoico!»

No podía abrir el sobre.

Podía tirarlo.

Tal vez debería acudir a la Policía.

¿Con qué? Si el envío era ilegal, se quedaría atascado en un montón de investigaciones y sería confrontado con el hecho de que había llevado la carta al país. Si todo estaba en orden y Abdallah le había dicho la verdad, habría traicionado al hombre que durante muchos años se había encargado de él.

Abrió poco a poco el sobre exterior. Sacó el interior con la parte de atrás hacia arriba. La carta no estaba lacrada, simplemente la habían cerrado del modo normal. No tenía remitente. Cuando estaba a punto de darle la vuelta al sobre para ver a quién iba dirigida, se quedó petrificado.

Lo que no supiera, no podía hacerle daño.

Aún podía tirar el sobre. A pocos metros de distancia había una papelera. Podía tirar la carta, acudir a sus reuniones e intentar olvidar todo el asunto.

Nunca conseguiría olvidarlo, porque sabía que Abdallah nunca lo olvidaría a él.

Con decisión soltó la carta en el buzón de correos azul. Agarró su maleta y echó a andar. Al pasar por delante de la papelera, arrugó el sobre exterior, que no llevaba nombre, y lo tiró dentro.

No había nada malo en enviar una carta.

No era un delito hacerle un favor a un amigo. Tom enderezó los hombros y respiró hondo. Quería solventar sus reuniones lo antes posible e intentar coger un avión a Chicago al final de la tarde. Iba a volver con Judith y los niños, y no había hecho nada malo.

Eso sí, estaba tremendamente cansado.

Se detuvo ante un paso de peatones y aguardó la luz verde.

Tres taxis pitaban con enfado, se peleaban por el carril interior para entrar en Madison Avenue. Un perro no dejaba de ladrar y las ruedas chillaban contra el asfalto. Una niña gritaba y protestaba porque la madre la llevaba a rastras, se colocaron al lado de Tom y la adulta le sonrió a modo de disculpa. Él le devolvió una sonrisa llena de comprensión y dio un par de pasos hacia la calzada.

Cuando, un par de minutos más tarde, la Policía llegó al lugar de los hechos, las versiones de los testigos divergían en todas las direcciones. La madre de la niña estaba casi histérica y no pudo aportar gran cosa sobre lo que había sucedido cuando aquel hombre corpulento y de mediana edad había sido arrollado por un Taurus verde. Se aferraba a su hija y lloraba a lágrima tendida. El hombre del Taurus también estaba destrozado, sollozaba algo como «de pronto» y «cruzó en rojo». Algunos de los transeúntes se encogían de hombros y murmuraban que no habían visto nada, mientras miraban el reloj a hurtadillas y salían corriendo en cuanto la Policía les daba permiso.