Sin embargo, dos de los testigos parecían muy lúcidos. Uno de ellos, un hombre de unos cuarenta años, se encontraba en el mismo lado de la calle que Tom O'Reilly cuando todo aquello sucedió. Juraba que el hombre se había tambaleado, antes de que la luz se pusiera verde, y que se había derrumbado hacia la calle. Un desmayo, pensaba el testigo chasqueando la lengua elocuentemente. Estuvo dispuesto a proporcionar su nombre y su dirección a la alterada policía, y miró de soslayo la figura que yacía inmóvil en medio del cruce.
– ¿Está muerto? -preguntó en voz baja, y recibió un sí en respuesta.
El otro testigo, un hombre más joven, con traje y corbata, se encontraba en el otro lado de la calle 67 en el momento del suceso. Daba una versión de los hechos que coincidía en gran medida con la primera. La policía apuntó también sus datos personales y se sintió aliviada al poder tranquilizar al abatido conductor diciendo que había sido todo un terrible accidente. El hombre respiró más tranquilo y, al cabo de pocas horas, y gracias a los lúcidos testigos, volvía a ser libre.
Poco más de una hora después de la muerte de Tom O'Reilly, el lugar estaba completamente despejado. El cadáver había sido identificado muy deprisa y se lo llevaron de allí. El tráfico continuó como antes. Aunque por un tiempo los restos de sangre en la calzada hacían que algún que otro transeúnte se sorprendiera un instante, sobre las seis de esa misma tarde cayó un chaparrón que eliminó del asfalto el último indicio de que allí había sucedido algo trágico.
Capítulo 17
– ¿Quién te ha dado la idea?
El policía que, sentado ante el monitor del gimnasio de la Comisaría General, se había pasado día y medio repasando unas cintas que no mostraban más que un pasillo vacío, miraba a Yngvar Stubø con suspicacia.
– No es lógico -añadió con un poco de agresividad-. A nadie se le podría ocurrir que hubiera algo interesante en las grabaciones después de que la mujer desapareciera.
– Sí -dijo el comisario jefe Bastesen-. Es completamente lógico, y una verdadera vergüenza que no se nos haya ocurrido antes. Pero lo hecho, hecho está. Será mejor que nos enseñes lo que puedas.
Warren Scifford por fin había vuelto. A Yngvar le había llevado media hora dar con él. El norteamericano no cogía el móvil y en la embajada tampoco atendían el teléfono. Al llegar, sonrió y se encogió de hombros sin dar mayores explicaciones sobre dónde había estado. Cuando entró en el gimnasio se quitó el abrigo, el aire era irrespirable.
– Fill me in -dijo agarrando una silla libre, se sentó y se arrimó a la mesa.
Los dedos del policía volaron por el teclado. La pantalla parpadeó en azul hasta que la imagen se aclaró. Habían visto la escena muchas veces: dos agentes del Secret Service se dirigían a la puerta de la suite presidencial. Uno de ellos llamaba.
El contador digital de la esquina superior izquierda de la pantalla marcaba las 07.18.23.
Los agentes aguardaban unos segundos y luego uno de ellos ponía la mano sobre el pomo.
– Es curioso que la puerta estuviera abierta -murmuró el policía, que tenía los dedos listos sobre el teclado.
Nadie dijo nada.
Los hombres entraron y desaparecieron de la zona que cubría la cámara.
– Deja que corra la cinta -dijo Yngvar y se apuntó la hora.
07.19.02
07.19.58
Dos hombres salían precipitadamente.
– Aquí es donde hemos dejado de mirar -dijo el policía con desánimo-. Aquí paraba y rebobinaba hasta las doce y veinte.
– Cincuenta y seis segundos -dijo Yngvar-. Permanecen cincuenta y seis segundos en la habitación antes de salir corriendo y dar la alarma.
– Menos de un minuto en más de cien metros cuadrados -dijo Bastesen restregándose la barbilla-. No es un gran registro.
– Would you please speak English -dijo Warren Scifford, sin apartar los ojos de la pantalla.
– Sorry -dijo Yngvar-. Como ves, no llevaron a cabo una inspección demasiado rigurosa. Vieron que la habitación parecía vacía, leyeron la nota y that's about it. Pero ahora espera. Mira… ¡Mira esto!
Se echó hacia la pantalla y señaló. El policía del teclado había hecho avanzar la cinta hasta una imagen en la que se vislumbraba un movimiento en la parte baja de la pantalla.
– Una… ¿camarera?
Warren entornó los ojos.
– Un camarero -lo corrigió Yngvar.
El limpiador era un hombre bastante joven. Llevaba un práctico uniforme y empujaba un gran carrito que tenía estantes para los botecitos de champú y otras cosillas y, delante, una cesta profunda y aparentemente vacía para las sábanas sucias. El hombre vaciló un segundo antes de abrir la puerta de la suite y entrar con el carro por delante.
– 07.23.41
Yngvar leyó los números despacio.
– ¿Tenemos controlado lo que sucedía en esos momentos? ¿En el resto del hotel?
– No del todo -dijo Bastesen-. Pero puedo decir, sin miedo a equivocarme, que casi todo era… un caos. Lo más importante es que nadie estaba mirando las cámaras de vigilancia. Había saltado la alarma general y teníamos problemas para…
– ¿Ni siquiera vuestra gente? -lo interrumpió Yngvar, que miró a Warren.
El norteamericano no respondió. Tenía los ojos pegados a la pantalla. El contador indicaba las 07.25.32 cuando el limpiador volvió a salir. Tuvo dificultades para pasar el carro por la puerta. Las ruedas se le resistían, y la parte delantera se atascaba durante varios segundos hasta que por fin conseguía salir al pasillo.
La cesta estaba llena. Estaba cubierta con una sábana o una toalla grande; una de las esquinas colgaba del borde. El carro se acercaba a la cámara y la cara del limpiador era visible.
– ¿Trabaja allí? -preguntó Yngvar en voz baja-. De verdad, quiero decir. ¿Es un empleado?
Bastesen asintió con la cabeza.
– Tenemos a gente fuera buscándolo en estos momentos -susurró-. Pero ese tipo de ahí… -Señaló al hombre que caminaba detrás del joven limpiador pakistaní; un hombre corpulento vestido con traje y zapatos oscuros. El pelo era tupido y corto, y tenía la mano apoyada contra la espalda del pakistaní, como para meterle prisa. Llevaba algo que podía recordar a una pequeña escalera plegable-. Sobre ese tipo por ahora no sabemos nada. Pero hace sólo veinte minutos que hemos visto esto, así que estamos trabajando en…
Yngvar no le escuchaba. No le quitaba el ojo de encima a Warren Scifford. El norteamericano tenía la cara de un pálido grisáceo y una fina capa de sudor se le había extendido por la frente. Se mordía el nudillo de un dedo y seguía sin decir nada.
– ¿Pasa algo? -preguntó Yngvar.
– Mierda -respondió Warren con contención, y se levantó tan bruscamente que la silla estuvo a punto de volcarse.
Cogió el abrigo de la silla y vaciló un momento antes de repetir, con tanta fuerza que todo el mundo en la sala se dio la vuelta:
– Shit! Shit!
Agarró con vehemencia el brazo de Yngvar. El sudor le pegaba los rizos del flequillo a la frente.
– Tengo que ver otra vez esa habitación de hotel. Ahora.
Luego salió precipitadamente hacia la puerta. Yngvar intercambió una mirada con el comisario jefe Bastesen, luego se encogió de hombros y salió corriendo detrás de él.
– No ha dicho quién le ha dado la idea -dijo el policía del monitor de mal humor-. La idea de comprobar las grabaciones posteriores. ¿Te has enterado de quién es el genio?
La mujer de la mesa de al lado se encogió de hombros.
– Bueno, me he ganado un descanso -dijo el hombre, y se fue a buscar algo que se pareciera a una cama.